EL PAíS › BERLIN, NORMANDIA, BUCHENWALD

La experiencia internacional

Por V. G.

En un artículo publicado por la revista Puentes, James E. Young recordó que entre los cientos de trabajos presentados en 1995 al concurso para la construcción de un memorial nacional alemán para los judíos asesinados en Europa, el artista Horst Hoheisel propuso volar la Puerta de Brandenburgo, pulverizar los trozos de roca, diseminar los restos en su antiguo sitio y cubrir toda el área memorial con placas de granito. Era la forma de recordar la destrucción de un pueblo con la destrucción de un monumento. Era un proyecto provocador e irrealizable. “Desde luego, el gobierno alemán no aprobaría nunca semejante ruina memorial pero también eso se vincula con el objetivo del artista –explicaba Young–. El artista parece sugerir que el compromiso más profundo con la memoria del Holocausto residiría en la idea de una perpetua irresolución, la idea de que sólo un proceso memorial inconcluso es capaz de garantizar la vida de la memoria. Son preferibles mil años de concursos para un memorial del Holocausto antes que cualquier ‘solución final’ al problema memorial de Alemania.”
La propuesta de Hoheisel, aunque extrema, remite a otra “amenaza” que mantiene alertas a los historiadores, analistas sociales y defensores de los derechos humanos en el momento de proponerse el armado de un museo de la memoria. Héctor Schmucler la tiene muy presente: “Uno de los riesgos es decir ‘hemos saldado este tema para siempre’, haberlo hecho piedra, inmóvil. Los museos pueden consagrar un hecho como si ya hubiera concluido, pero si para algo tendría que ser estimulada la memoria es para preguntarse incesantemente por qué, cómo y qué circunstancias hicieron posible que eso que todos abominamos pasara”.
Sin embargo, un espacio de memoria no debe ser necesariamente algo estático ni tiene que ofrecer a los visitantes una versión cerrada y atada de los acontecimientos. En el Memorial para la Paz de Caen, en la playa donde se produjo el desembarco en Normandía de los aliados en 1944, una de las salas interroga a quienes entran. Se llama “Los franceses en la ocupación nazi: ¿un millón de resistentes o un millón de colaboracionistas?”. Audios, videos y datos históricos proporcionan argumentos para que cada quien reflexione sobre un debate aún abierto. En el campo de concentración de Buchenwald, en Alemania, el director del lugar, Daniel Guede, se preocupó en mostrar, además de las barracas de los prisioneros, lo que llamó el “reverso”: los nazis festejando sus cumpleaños con sus familias en la ciudad cercana de Weimar, el tren que llevaba a los cautivos atravesando todo el poblado y el dorso de las insignias de los oficiales en las que se ve claramente el nombre del sastre que las cosió. El objetivo es interpelar, sobre todo a los estudiantes que recorren el lugar, acerca del papel de la sociedad civil durante el nazismo, acerca de lo que sabía y lo que callaba.
“No creo en absoluto que un museo clausure un debate. Hay que pensar en un museo que tenga la posibilidad de renovar las visiones. Que haya espacios permanentes y otros renovables. El museo del Holocausto de Washington, por ejemplo, incluye un archivo y una biblioteca. Podría haber un espacio de indagación donde se gesten publicaciones que no agoten la temática. Además, un museo sobre los crímenes de la última dictadura no debe incluir sólo esos crímenes sino también qué se hizo en contra, quiénes resistieron, las iniciativas que surgieron desde la sociedad –como el movimiento de derechos humanos– y desde el Estado. No debe ser sólo el museo del horror sino de la resistencia al horror y de la reparación del horror”, dice Hugo Vezzetti.
El Gobierno no tiene aún definido qué va a instalar en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA). Lo único certero hasta el momento es que allí se erigirá un espacio destinado a la memoria de los crímenes de la última dictadura y sus víctimas. Y que el próximo 24 –a 28 años del golpe militar que encabezaron los dictadores Jorge Rafael Videla y Emilio Eduardo Massera– se llevará a cabo un acto en el que se concretará el anuncio público de esta decisión y se firmará un convenio con la Ciudad de Buenos Aires sobre el uso del lugar. Pero, como dice Daniel Feierstein, “un museo ubicado en la ESMA se transforma en una oportunidad. Un museo puede cosificar una experiencia histórica produciendo una escenificación del horror sin explicación. Pero también puede ser un espacio vivo, que se interrogue por la identidad de los sujetos y grupos sociales aniquilados en el genocidio, sobre su práctica y su vida cotidiana previas al horror que el Estado aplicó sobre sus cuerpos y, fundamentalmente, sobre las consecuencias que ese genocidio generó y sigue generando en el modo que asumen nuestras relaciones sociales”. El tiempo que lleve levantar el museo será un tiempo de debates que deberá servir, en sí mismo, para mantener la memoria activa.

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