EL PAíS › OPINION

Los naipes de la deuda

 Por Eduardo Aliverti

Están sobrando show, sobreactuación, frases altisonantes, máscaras de enfrentamiento severo, espectros de “malvinización”. Y faltan sinceridad, datos concretos, visión de futuro, estructuralidad analítica. Falta, nada menos, convertir a los números en personas.
Ayudado entre otras cosas por gestos y medidas progresistas, cómo no, el Gobierno le dio a su trato con los acreedores un tono de tipo épico, que visto el corroborado rumbo que han tomado las cosas lo deja en un riesgo de offside enorme y a dos puntas: con los propios acreedores y con la sociedad. Con los primeros porque el “agarrame que lo mato” se reveló como la mera amenaza que siempre es, y con la segunda porque no tardará en quedar al descubierto que las condiciones pactadas no significan ninguna mejoría sino –y en el mejor de los casos– la permanencia de la actual calidad de vida de los sectores populares.
El hecho más patético del asunto, desde un comienzo, es la exhibición del 3 por ciento del superávit fiscal como techo inamovible de lo que está dispuesta a pagar Argentina. Y el contraste con el 4,5 al que se sometió Brasil, del que se colige, precisamente, que así le está yendo. Visto de esa forma, es obvio que se adopta una posición “ventajosa” y que somos los campeones mundiales del “pago menos”. Pero mutado el número a situaciones concretas estamos hablando de salarios públicos y jubilaciones congelados hasta más allá de donde da la vista; de muy largo lo que se destina a Salud y Educación; de cuatro veces el plan Jefas y Jefes, y de alrededor de veinte lo invertido en Ciencia y Tecnología. Todo, claro, con una vela prendida al santo de la soja, con otra al de que el ritmo de crecimiento no se detenga por factor extraordinario alguno y con otra, la más grande de todas, al de que no reaparezca con grandilocuencia la puja por el ingreso y los conflictos laborales.
Como señaló el economista Martín Hourest en este diario, cuando se menta qué haría el Gobierno con el excedente sobre el dichoso 3 por ciento existe la promesa de desgravar inversiones en bienes de capital o eliminar paulatinamente el impuesto al cheque. Pero no hay ni una palabra respecto de políticas salariales, ni de reorientación del crédito con sentido productivo, ni de una reforma al sistema tributario que haga recaer el peso del esfuerzo sobre quienes más tienen. Significa, como también apunta Hourest, que en el fondo del tan publicitado “combate” contra los acreedores se esconde, en definitiva, un conflicto de intereses entre las corporaciones internacionales y los grandes grupos capitalistas locales.
Al preguntarse si se podía haber encarado la negociación con el Fondo de otra manera, verdaderamente más dura que lo habitual, surgió de vuelta el chantaje con el que toda la vida se extorsionó a los miedos históricos de la clase media: el aislamiento del mundo, los embargos de bienes en el exterior, el freno de las inversiones. Cháchara pura que, sin embargo, volvió a demostrar su efectividad. Tampoco era, ni es, cuestión de imaginar un jardín de rosas. Sí el tomar nota de que el FMI es un organismo desprestigiado en todo el orbe y de que, después de todo, ya se demostró que nos va mejor solos que mal acompañados. El país se ha metido en este compromiso de un modo inverso al quesugiere una lógica de justicia social. Es primero cuando se impone estructurar un modelo de redistribución y desarrollo, y después cuando se estipula un programa de pagos. En este caso es el propio gobierno quien admite haber avanzado con lo que va segundo, con el agravante de que lo primero brilla por su ausencia.
A la larga o a la corta, sin siquiera entrar a juzgar su carácter fraudulento, la deuda es impagable. Pagar un poquito es como estar un poquito embarazada, y como si poco fuera el poquito de marras es una carga fiscal impresionante. Es en ese sentido que el Gobierno no es sincero con sus gobernados, y que quizá le convendría mostrar las cartas como son y no como “la gente” quiere imaginarlas.

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