EL PAíS › OPINION

Es mejor ser dentista en Dinamarca

 Por Luis Bruschtein

En este país puede pasar de todo, incluso que un dentista o el ketorolac produjeran un cataclismo institucional. Se escribe tanto y tan complejo y superelaborado sobre los procesos políticos institucionales de la Argentina, hay tanta materia gris que toma este país desde un imaginario portentoso de sociedad madura e institucionalmente desarrollada que a nadie se le ocurre pensar que un dentista pueda más que esa masa neuronal altamente calificada.
Y la verdad es que este país tiene una calidad institucional pobre, son pobres los partidos, el sistema político y el funcionamiento del Estado y desde su debilidad viven de sobresalto en sobresalto. El 19 y 20 de diciembre de 2001 ese sistema resultó fortalecido porque por lo menos tomó conciencia de su debilidad. Saber que se es débil es ser un poco más fuerte, pero no alcanza para resolver el problema.
El presidente Kirchner tiene una imagen positiva alta, pero el sistema político en general, todo lo contrario. Hay poca confianza en el Estado, en el Parlamento, en los partidos políticos, las policías y los militares, en los empresarios, los sindicalistas y los periodistas. No es un panorama alentador si se piensa que entonces la estabilidad de las instituciones puede quedar a merced de un simple tratamiento de conducto.
Se puede hacer esta lectura para exaltar la figura presidencial como figura providencial, lo cual sería profundizar la debilidad. O para subrayar la necesidad de cambios profundos en los modos de hacer política. El miedo a cambiar esos modos en todos los planos es el miedo a equivocarse –en el mejor de los casos– o simplemente a perder. Va quedando demostrado que la peor manera de equivocarse y de perder es no cambiar. Durante los años que pasaron, los partidos neoliberales y los progresistas desarrollaron formas políticas que expresaban, cada uno a su manera, la ilusión de sociedades centrales, como lo hacía también la economía. La complejidad de la sociedad argentina es diferente de esa ilusión de sociedad central.
La sociedad está atravesada por polémicas y confrontaciones. Si el sistema político no da cuenta de ellas porque se siente incapaz de dar respuesta, teme amplificarlas o porque las subestima, lo que hace es profundizarlas, ya sea por los derechos humanos, la deuda externa, la inseguridad o el desempleo. Porque el sistema político no está para ensordinar o acallar esas polémicas y confrontaciones, sino para darles cauce. Argentina no es Dinamarca por más empeño que se le ponga y no es cierto que con el neoliberalismo no había confrontación; la hubo pero el sistema político la ocultó para favorecer casi siempre al mismo lado.
Si la realidad muestra una sociedad atravesada por esas problemáticas casi primarias que muchas veces expresan enconos y resentimientos, el hecho cultural, político, ciudadano, no está en ignorarla para resolverlas según sus propios intereses, sino en la forma en que se pueda llevar esa confrontación al plano de lo político institucional. Lo civilizatorio no está en ocultar la confrontación, sino en la forma que se le da en el plano de la política. Así la política recupera contenido y, por lo tanto, gana representatividad, que es la clave de un sistema representativo. La idea central no es confrontar porque sí, sino reflejar a la sociedad en la política, la acción y las ideas, por lo menos para que la estabilidad institucional no dependa tanto de los dentistas.

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