EL PAíS › OPINION
LOS OBJETIVOS ECONOMICOS DEL GOBIERNO Y ALGUNOS DE SUS LIMITES

Re-industrializar es re-difícil

Un afán desarrollista emparenta a buena parte del espectro político. Pero nada es lo que era. El desafío de la pobreza estructural. El desempleo creció y también se fragmenta. La tregua con el duhaldismo y apuntes sobre la relación entre Kirchner y el peronismo.

 Por Mario Wainfeld

Re-industrializar y re-sustituir importaciones. Tales los –no demasiado pronunciables– vocablos que brotaron recurrentes de labios de Roberto Lavagna ante la flor y nata de la clase política brasileña. La Argentina, explicó el ministro de Economía re-negociando el Mercosur en Brasilia, quiere reparar la estrategia de desindustrialización de los ’90 y para eso necesita comprensión y tolerancia del socio mayor del Mercosur. La integración regional es una –peliaguda– tarea política. El Mercosur, en los ’90, se dejó en manos del mercado (al menos en lo que a Argentina concierne) y los resultados están a la vista. Un nuevo tono de época determina que las adecuaciones tácticas no sean, como fueron durante una década, un problema interno de algunas transnacionales sino un tema a discutirse entre estados. No entre iguales (porque las diferencias de tamaño e importancia existen) pero sí entre Estados soberanos.
Lavagna volvió satisfecho de su tan breve cuan maratónico periplo por Brasil. El ministro se obstinó en reiterar que los hermanos vecinos no son responsables del rezago industrial argentino y que su misión no era endosar reproches sino pedir cooperación. En la lectura de Economía, el gobierno brasileño se mostró tolerante y cooperador.
Hace meses el gobierno argentino decidió que era necesario “rasguñar” el Mercosur frenando el proceso integrador en lo que a la industria automotriz concierne. Esa decisión fue comunicada a los empresarios del sector en la Argentina y, aunque de eso no se habla, también anticipada por canales informales al gobierno brasileño. Lo que se plasmó el jueves fue una serie de conversaciones que iban allanando el terreno. El anuncio de la empresa Volkswagen, que fabricará nuevos autos en Argentina, tampoco es producto silvestre de lo sucedido en esta semana, sino maduración de un proceso que se vino conversando. En Economía y en la Rosada se entusiasman con los anuncios que hará la Peugeot en la semana que empieza mañana. Argentina había quedado reducido a la condición de autopartista. “Ahora estaríamos en condiciones de fabricar autos 95 por ciento argentinos o, cuando menos, 95 por ciento Mercosur”, se entusiasma Lavagna. Pero el condicional algo dice. Aparece un cuello de botella que obsesiona al ministro, tanto como a su par de Trabajo, Carlos Tomada, que es la carencia de mano de obra especializada. Sobre todo si se re-industrializa. “Podemos producir autos de buena calidad, exportar a muchos países. Pero ya están faltando matriceros y torneros de primer nivel”, avizora Lavagna. Re-industrializar es re-copante pero no re-sencillo en un país refragmentado.
Visitar una fábrica o una acería, ponerse un casco, rodearse de obreros con mameluco entibia los corazones de funcionarios nacionales y provinciales, lo que tiene su lógica. Si hubiera que signar en una palabra el credo económico de políticos de matriz nac & pop, ésa sería “desarrollismo”. Un país poblado de fábricas, con un Estado activo poblado de agencias ligadas al crecimiento planificado y asistido (el INTI, el INTA, el Consejo Federal de Inversiones, por ejemplo), abundante obra pública. Si esa utopía retrospectiva se sometiera a un eventual plebiscito aunaría los votos de la mayoría de los dirigentes peronistas y de los radicales. El lector dirá que esos dirigentes hace por lo menos 20 años que vienen armando otro país y dirá la verdad. De todas formas, en un lugar recóndito del corazón, muy al fondo de donde está la billetera, eso siguen pensando los más. Con lo que la epopeya de re-industrializar tiene un subproducto deseable que es encontrar un mínimo común denominador entre el kirchnerismo y el vasto mundo de los acuerdos entre peronistas y radicales. O, como poco, entre duhaldistas y alfonsinistas. Volveremos sobre esto unas líneas más abajo, pero antes hablemos (¡ay!) de lo que hay.
Lo que hay
Es innegable que Néstor Kirch-ner y Lavagna concuerdan en su afán reindustrialista y en su diatriba a dúo contra el menemismo. Es más opinable que exista una estrategia industrialista adecuada al signo de los tiempos. Y, aun suponiendo que la haya, que sea suficientemente adecuada.
El Presidente y el ministro no son nostálgicos de los ’60, a secas. Formateados como funcionarios al fin de siglo pasado, respetan los equilibrios fiscales y son buenos lectores del nuevo escenario local e internacional. Así y todo, puede pensarse que en la agenda fabril oficial faltan algunos tópicos o están un poco desmerecidos. La derecha propone que estar fuera del mercado de capitales impactará muy pronto en el crecimiento porque la inversión se frenará bien pronto, acaso en 2005. Ningún ministro de Economía dirá que no está ansioso por que vengan inversiones..., pero a Lavagna ese punto de vista de aquellos a quienes moteja como “sus amigos noventistas” no le quita el sueño. Está convencido de que los capitales argentinos tienen todavía mucho rollo en el colchón y que seguirán apostando a los rindes suntuosos que prodiga la actividad local.
Otras observaciones podrían surgir ya no desde una derecha que el Gobierno desdeña. Las más potentes aluden a la enorme novedad que tiene la estructura social, mucho más heterogénea que lo que jamás fuera. Argentina jamás tuvo un sector de pobreza estructural tan vasto como el actual. Es más, en tiempos de Perón y de Frondizi (incluso en los de Onganía) el pleno empleo era la norma. Y con un añadido. El que trabajaba, de ordinario, “paraba la olla”.
El derrape hacia standards latinoamericanos implicó incorporar ciudadanos que nunca trabajaron pero también ciudadanos con sueldos o ingresos de hambre. Hoy día, hay tres sectores de trabajadores: a) los desocupados, b) los que tienen empleo pero no alcanzan a tener standards decorosos de supervivencia y c) los que zafan. Estos tres tercios no son idénticos y el c) no es el mayoritario. Una fragmentación relativamente nueva, que pone en duda la validez de estrategias indiferenciadas de creación de empleo. El impacto del crecimiento ocurrido en 2003 y 2004 ha modificado ligeramente esa estructura pero no cambia el cuadro general. En el Gobierno se da por hecho que su neodesarrollismo irá cambiando las cosas. Una variante del círculo virtuoso, aunque la mención incomode a los funcionarios.
El índice de desempleo que se dará a conocer en los próximos días y que seguramente llegará al 14,7 por ciento que anticipó Página/12 ya generó un indeseable subproducto, que es la imaginación oficial para explicar que los números no expresan lo que expresan. Para eso se puede “leer” sólo el último mes de un guarismo trimestral o añadir glosas creativas. Lo cierto, aunque las cifras bajen el próximo trimestre, es que el paro es difícil de revertir. Y que al leerlos más valdría leer cuántos no desempleados son pobres de toda privación. Algo que no es culpa del actual gobierno pero sí su problema.
De momento, leyendo sus acciones y no sus declaraciones, el oficialismo parece creer que la sola evolución de la actual política erosionará el muro que separa a los pobres estructurales del resto de la sociedad. Un criterio que parece desconocer la entidad –y diríase la dureza– de la actual pobreza estructural. Un fenómeno nuevo que quizá no pueda resolverse con las herramientas más o menos convencionales de los procesos industrializadores previos.
El propio oficialismo reconoce que ya hay dos mercados de trabajo. Uno es el que busca lleno de esperanzas a matriceros y torneros y los capacita, incluso con apoyo y afán de las empresas privadas. El segundo es aquel en que la oferta de empleo es mucho menor que la demanda de millones de personas con magras competencias, nula experiencia y hasta heridas en su voluntad.
La discusión acerca de la actual especificidad del universo de la pobreza incordia al oficialismo, al menos en dos de sus vertientes. A Lavagna, que es lejos el mejor político de los economistas argentinos pero que no deja de ser ministro, porque puede introducirle ruido en su accionar que hasta ahora ha sido exitoso. Al núcleo kirchnerista del Gobierno, porque esa pobreza le es culturalmente ajena. Está, en buena medida, asociada al Conurbano bonaerense, territorio cuyas prácticas y códigos, aun los de los sumergidos, molestan en la Rosada y aledaños. Algo que lleva a unos cuantos a dejar de lado el problema porque les desagradan los términos en que está planteado.
Otro ítem que debería tematizarse es el de la relación con las privatizadas de servicios públicos. Es claro que el Gobierno buscó recuperar autoridad frente a ellas cediendo menos a sus presiones. En esta semana se puso muy firme con Petrobras, poniendo sobre la mesa la carta de la caducidad de la concesión. Kirchner no es un furibundo reestatizador, aunque hacerlo en algún caso no le causa pánico.
Pero ese modo de jugar, siempre cantando falta envido, aunque superior a lo preexistente, puede no ser el más deseable para el futuro. Limitar el poder de las privatizadas en un país democrático sin acudir siempre a la cirugía exigiría trabajar en algo más sutil y penoso que mostrar la autoridad presidencial: establecer marcos regulatorios mejores. Reformar las entreguistas normas existentes, variar el elenco estable de funcionarios lo- bbistas (que algunos hay en el actual gobierno), capacitar otra estirpe de agentes gubernamentales y propiciar el protagonismo de la sociedad civil. Tareas densas, de largo plazo, que acaso resten fulgor al presidencialismo centralista pero que pueden añadir al (muy herido) tramado de una sociedad compleja y pluralista. Tal como, a su modo, lo era la sociedad desarrollista de hace medio siglo o 30 años, en la que no sólo había fábricas sino también contrapoderes, movilización popular, trabajadores ufanos y belicosos, movilidad social. La utopía desarrollista se haría más simpática si promoviera una sociedad más activa y participativa.
Compañeros somos todos
Los Fernández se acallaron, Juan Carlos Blumberg se apaciguó. Los temas económicos o linderos (aumento de salarios, negociación con el FMI, inminente baja generalizada del IVA, negociaciones con Brasil) copan la agenda cotidiana. La oposición de derecha controvierte el proyecto económico actual en sus líneas maestras pero no tiene grandes argumentos para debatirlo en público, de cara a una sociedad que aborrece a los banqueros, los organismos financieros y las empresas privatizadas, esto es, a los dioses del Olimpo neoconservador. Así las cosas, la crispación política amaina. Máxime cuando llega a su cenit la (no declamada pero sonora) tregua entre los pingüinos y el duhaldismo. Paz que, a no engañarse, tiene como característica fundante la transitoriedad. En la Rosada y zonas de influencia las arengas bélicas de hace tres meses cedieron paso a los silencios o a ejercicios dialécticos oficiales acerca de las diferencias entre Eduardo Duhalde y el duhaldismo. En ninguno de ambos casos el discurso refleja la definitiva cristalización del conflicto que se seguirá manteniendo en una tensión que acompañó a este gobierno desde su comienzo. El peronismo le garantiza gobernabilidad pero su unidad con los peronistas amenaza su coherencia. Esa dialéctica, que hasta ahora Kirchner ha resuelto con bastante garbo, no cesa. Ni está sellada su suerte.
Esto dicho, queda claro que la tendencia actual es hacia el diálogo y la negociación. La cumbre entre Kirchner y Duhalde en Olivos y algunos trascendidos oficiales acerca de eventuales escenarios electorales futuros así lo revelan. Los motivos prácticos son también conocidos. Los aliados –“transversales” o “peronistas no pejotistas”– no las han tenido todas consigo a la hora de acumular poder y representatividad. Mucho menos han contribuido en términos de aportar una agenda más abarcante que la del Gobierno, al que se supone atosigado por la urgencia de la gestión. Y desde la Rosada no se han construido referencias políticas complementarias o agregadoras a las del Presidente y Cristina Fernández de Kirchner. Así las cosas, el kirchnerismo realmente existente es, de cara a las elecciones 2005, algo bastante parecido a un erial, excepción hecha de la primera ciudadana.
Recostarse en el PJ, que funciona como un violín levantando manos en el Congreso, se asemeja bastante a una necesidad, lo que no equivale a decir que no tiene costos. Ocurre que el liderazgo original de Kirchner nació de un diagnóstico suyo que superó holgadamente al “sentido común” del peronismo y del progresismo, entre los que navega. Mezclar un estilo personal llano y casi de antihéroe con responsabilidad fiscal, añadirle gran énfasis por la regeneración institucional, obsesionarse por obtener legitimación cotidiana y restaurar la autoridad presidencial fue una alquimia superadora. Le generó un éxito que le permitió traccionar a los compañeros peronistas hacia terrenos que los apunan, relación que perdurará mientras perdure la buena estrella presidencial. Pero hay algo que Kirchner no logró, ni (supone este cronista) logrará jamás: ser aceptado como líder por la mayoría de la dirigencia justicialista. Esa dirigencia se siente más cómoda dentro de la actual política económica que con la del menemismo, pero se reconvirtió con mucha más docilidad (y buena onda) al liderazgo del riojano que al del patagónico. Parece una paradoja pero no lo es, aunque excede la posibilidad de esta nota explicarlo en detalle. Baste sugerir, a cuenta, que los cambios culturales que propuso el menemismo eran menos enfadosos a la mayoría de la dirigencia peronista que los que insinúa el actual Presidente. No es un tema ideológico, se trata de algo menos negociable, esos cambios en cierto momento podrían poner en riesgo la propia supervivencia de muchos referentes y gobernantes peronistas. La verdad veintidós establece qué víscera es más sensible, si el bolsillo o el corazón, y los compañeros honran la palabra de Perón. Siguen a Kirchner mientras sea exitoso, le serán poco condescendientes cuando tenga un traspié.
El caso de la relación con el peronismo bonaerense es el más importante, pero de ningún modo excepcional. Investigar a fondo y, en su caso, desbaratar la relación entre el financiamiento espurio del sistema político bonaerense, la corrupción policial y el delito “común” es un desafío para este gobierno, una de sus pruebas de fuego. Pero también un casus belli con quien por estas horas funge como un posible aliado electoral.
Dicho sea como al pasar, si el Gobierno decidiera tener una política universal respecto de la pobreza (una necesidad acuciante que hoy no integra sus prioridades) también pondría en estado de asamblea al duhaldismo. La universalidad no pone fin al clientelismo (nada es tan sencillo ni tan lineal) pero la reduce sensiblemente. La falta de énfasis en una profunda política social es una prenda de paz con los compañeros, un vago territorio común.
Pero todo eso está sujeto a sucesivas cinchadas, reposicionamientos, guerrilla. La tregua no es la paz, sino un estado transitorio, lo que no equivale a inocuo ni exento de impacto a futuro.
Como un patinador que se desliza sobre el hielo, la velocidad de Kirchner es funcional a su equilibrio. Y como él, transita como si estuviera sobre un terreno sólido pero que ignora la anchura del hielo. Por ahora avanza, mas lo sigue acechando la fragilidad del piso que recorre (así es su estilo) a todo lo
que da.

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