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Velas y recuerdo como homenaje en el altar de la familia callejera

Alrededor de tres mil personas permanecieron junto al altar de República Cromañón sin marchar hacia la Plaza de Mayo. Se reunieron en pequeños grupos, se daban ánimo entre sí, recordaban a sus seres queridos. Se autoconvocaron para homenajear en silencio.

 Por Horacio Cecchi

La cuadra de Ecuador, desde Rivadavia hasta el ex paredón del ferrocarril (ahora devenido muro del dolor y los recuerdos), parecía el límite. Una frontera difusa. De un lado, la calle había sido copada por estribillos ordenados, brazos acostumbrados a agitarse al unísono y al ritmo de los reclamos. Del otro, grupos, pequeños grupos, disueltos en el desorden de la espontaneidad, con pancartas, fotos, velas y miradas perdidas. La tensión se palpaba en el aire, aunque no fuera reconocida en palabras. A esa hora, cuando la marcha no era marcha y nadie sabía lo que iba a hacer el que tenía a su lado, a esa hora no era sencillo distinguir la frontera, las diferencias, aunque las hubiera. “Esto se va a decantar solo, cuando ellos se vayan vamos a saber quiénes somos los que nos quedamos a rendir homenaje en silencio a nuestros muertos”, intentó razonar uno del grupo de los pequeños grupos. A las nueve menos cuarto de la noche, cuando la columna organizada marchó hacia Plaza de Mayo, alrededor del altar de República Cromañón todo comenzó a decantar. En silencio.
La convocatoria era a las 20. Junto al altar de Cromañón. Desde allí, unos partirían hacia Plaza de Mayo y otros permanecerían en Once, honrando a sus muertos. Pero no resultaría tan sencillo saber quién era quién y cuáles sus intenciones. No resultaría sencillo reconocer esas diferencias ni entre ellos mismos, mucho menos lo sería para el cronista.
Ecuador parecía ser la frontera. De un lado, lo que parecía una tensa neutralidad organizada y militante, banderas sin identificación partidaria pero con marcados reclamos contra las autoridades. Del otro, algo que parecía la espontaneidad del desorden, con la única marca de las velas como distintivo. Pequeños grupos, tan diseminados entre sí que hasta su lugar de encuentro era un confuso mosaico: algunos decían que el punto de reunión era junto al altar. Otros, el playón que se encuentra a un costado, sobre Ecuador. O el bar que aparece a mitad de cuadra y que viró a oasis cuando el calor arreciaba. “Los de Familia Callejera se encuentran en la Petrobras de Urquiza y Rivadavia”, confió alguien. Todo sin demasiada precisión, todo con la extraña ausencia de organicidad y de cualquier otro denominador común a una marcha.
De ambos lados de la frontera no se conocían. Pero se reconocían: “¿Ves esa cara de Ibarra? –explicó una mujer del lado de Ecuador en que las manos sostenían velas–. Es la misma que usaron el año pasado en otra marcha. Y allá, esas banderas con crespones negros, esos son militantes”. “Todos tenemos una idea política de las cosas –dijo un padre cuyo hijo, aseguró, podría haber sido una víctima pero no lo fue ‘porque el azar es así’–. Pero no se puede hacer un uso político.” “Esta marcha no fue convocada para tirar piedras...”, agregó Diego cuando lo interrumpió la entrada de un grupo compacto, con banderas argentinas en las que se podía leer “Diego Lucena está presente”. Diego Lucena, el joven del FTC de Isidro Casanova asesinado el año pasado y cuya familia apunta contra la policía.
Alrededor de las 20, por Rivadavia desde Flores, avanzó una columna pequeña, muy pequeña, sostenida por una bandera negra en la que se leía “Justicia por Lautaro Blanco y Esteban Lucas”. Pasaron frente a la Petrobras y fueron aplaudidos por los diversos grupos de la Familia Callejera como si fueran miles. Los labios de algunos de la columna, al paso de los aplausos, temblequearon; y algunos ojos empezaron a empañar de emoción la tarde reseca. “Lautaro y Esteban eran compañeritos del Colegio Nacional 5 de Barracas –explicó Horacio, uno de los adultos que parecía mantener ordenado al grupo–. A Lautaro lo encontramos dentro de la Chacarita. Los padres están tratando de averiguar cómo y dónde murió. El padre de Lautaro trabaja con Milcíades Peña en la Legislatura. Pero todo esto no tiene nada que ver con política. No queremos que se mezcle.” El grupo del colegio, compuesto mayoritariamente por caritas adolescentes,avanzó rodeado por una cadena protectora de padres y docentes. Fue lo más organizado que pudo verse dentro de la frontera de las velas.
“No sé quiénes somos. Cuando se vayan ellos vamos a saberlo, todo se va a ir decantando”, dijo una mujer, que no quiso dar su nombre, que sólo intentaba armar una cadena de teléfonos. “Lo hago para empezar a conectarnos, para que esto no sea una desorganización galopante”, dijo. “¿Usted es familiar de alguna víctima?”. “Mi hija era estudiante de psicología y todos estos chicos eran sus amigos, eso soy yo”, dijo, mientras morder los labios y dibujar una sonrisa fue la mejor forma que encontró para no desmoronarse y continuar con su tarea de recopilar teléfonos.
A unos metros, una madre llevaba a su hija y comentaba con otra madre que también rodeaba a su hija. Sole se llama una de las chicas. “Yo estuve ahí adentro y estoy acá afuera... y muchos chicos no tuvieron la misma suerte”, dijo Sole, mientras el rimmel comenzaba a borronear el borde de sus mejillas. “¿Sabés qué me molesta? Que los medios hablen tantas estupideces –dijo indignada–. Hace años que se prendían bengalas y ahora es como si lo hubieran descubierto.” Su madre, agregó: “Llevé a mi hija al hospital hace dos días. De casualidad la llevé porque cuando a ella la sacaron de ahí adentro estaba bien y nadie pensó que hiciera falta. Hace dos días le empezó a doler la cabeza y la llevé. La internaron durante varias horas”.
A la mujer la interrumpió la llegada de una joven que se fundió en un efusivo abrazo con Sole. “¿Son amigas?”. “La conocimos esa noche –confesó la madre de Sole–. La vi que deambulaba como perdida cuando llevé a mi hija hasta la Petrobras. Estaba como shockeada y llorando. Le pregunté el número de teléfono de su casa y me dijo... ‘es muy fácil, es muy fácil’, pero no se lo acordaba de tan shockeada que estaba. Después, de a poquito se lo fue acordando. Como llevé a mi hija al hospital ella también fue, días después. Fue al María Ferrer. Le hicieron una placa, le sacaron sangre, le dijeron que tiene que seguir haciéndose estudios durante seis meses.”
Alrededor de las diez de la noche, los que se habían quedado, los pequeños grupitos desorganizados, habían decantado en unas tres mil almas. Los que se habían quedado, unidos por una red que ya deja de parecer invisible, sobre el asfalto negro que aquella noche oscura estuvo alfombrado de cadáveres sorprendidos y ayer empezaba a cubrirse de silencio callejero.

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Lágrimas y recogimiento. El altar de Cromañón, un lugar para recordar en silencio.
 
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