EL PAíS › PANORAMA POLITICO

BOICOT

 Por J. M. Pasquini Durán

Descifrar las conductas del presidente Néstor Kirchner es un ejercicio arduo y sus resultados siempre estarán expuestos a la controversia, pero es inevitable porque las determinaciones de su mandato, hasta los vericuetos de su temperamento, afectan la vida colectiva de los argentinos. No es fácil ante todo porque es un producto del peronismo, un enigma en sí mismo tan difícil de atrapar como un jabón en el piso de la ducha, pero no de cualquiera de sus tendencias sino con la impronta de los convulsionados años ’70. Es un veterano político, con luces y sombras propias de esa condición, pero de reflejos impetuosos y enérgicos que explican, en parte, el irresistible ascenso a su cargo actual y, lo que es más importante, la construcción de influencia pública que lo trasladó del 22 por ciento de los votos en abril del 2003 a un piso actual de 60 por ciento de aceptación en la casi totalidad de las encuestas nacionales de opinión pública. Salta a la vista que es un estadista joven y novel, aunque haya dedicado la mitad de su vida a acumular experiencia en la administración del Estado de su provincia natal, que no sólo tiene que atender el ámbito nacional sino que debe hacerlo en las inéditas condiciones de la regionalización y mundialización interactivas.
Quienes lo conocen del trajín diario suelen describirlo con elevado sentido de la autoridad y las dosis de verticalidad que el peronismo tolera, abierto a las relaciones pero reticente al máximo para franquear el acceso al proceso de elaboración de sus ideas y decisiones. En la mayoría de las ocasiones, salvo un círculo muy restringido, nadie sabe con anticipación el rumbo exacto de sus movimientos, en ocasiones improvisados sobre la marcha, si bien él asegura que hay una línea de horizonte que jamás pierde de vista. Lo han llamado nacionalista, populista, demagogo, socialdemócrata y los observadores norteamericanos lo perciben izquierdista debido a la carencia de matices cromáticos que los lleva a mirar como un bulto único a Chávez, Lula, Tabaré Vázquez, Lagos y Kirchner. Cuando lo interrogan siempre responde igual: “Soy justicialista y concibo al peronismo como un movimiento frentista”.
En sus casi dos años de gestión, ni un parpadeo siquiera en la dimensión histórica, sorprendió a derechas e izquierdas, a veces bien, a veces mal, con actos concretos de su gestión, desde la disciplina fiscal y el canje de la deuda al compromiso con los derechos humanos, sin darle la oportunidad a ninguno de los bandos para que lo asuman sin reservas ya sea como propio o como franco adversario. Acaba de hacerlo de nuevo, llamando a los argentinos a no comprar ni una lata de aceite en las estaciones de servicio de la multinacional angloholandesa Shell en respuesta al unilateral aumento de precios del combustible, un golpe directo a la estabilidad antiinflacionaria. Kirchner lo dijo con todas las letras: “Hagamos del boicot una causa nacional”. El país no escuchaba semejante arenga desde los tiempos en que Perón desafiaba al “agio y la especulación”, pero tampoco entonces el tamaño del enemigo era comparable. Shell fue una de las “siete hermanas”, exclusivo club de corporaciones petroleras que bombearon riquezas en todo el planeta sin ninguna consideración con las naciones saqueadas. En la actualidad lo hace sobre las ruinas humeantes de Irak y está acostumbrada a proceder en los países más débiles con modales oligárquicos.
Al Gobierno le preocupa la escalada inflacionaria porque le complicaría el estado general de situación no sólo en lo económico sino también por las repercusiones político-sociales: ¿Cómo podría controlar la puja entre precios y salarios en un año electoral que plebiscitará en las urnas la gestión oficial? La lucha contra la pobreza daría varios pasos atrás, debido al efecto multiplicador que tienen los aumentos de combustibles sobre fletes y precios al consumidor. Antes de la Shell, el Gobierno pujó con éxito contra las tentaciones alcistas de productores de carne y lácteos. Quizás habrá considerado también que después del canje de la deuda hay presiones especulativas para una revaluación del peso, que afectaría a las exportaciones pero beneficiaría a los concesionarios de servicios acercando las tarifas al valor dólar que tenían antes de la devaluación. Luego, hay un proceso más profundo relacionado con la integridad del poder.
La última dictadura militar del siglo XX no se instaló sólo para torturar y matar gente. Durante ese trágico período hubo una transferencia masiva de riquezas hacia los núcleos más concentrados de la economía, quienes se apropiaron además de buena parte de la capacidad de decisión sobre los negocios públicos. El retorno a la democracia en 1983 no modificó ese cuadro en lo fundamental, ya que la administración alfonsinista no supo, no quiso o no pudo recuperar el poder enajenado y cayó denunciando a la conspiración conservadora que desató los demonios de la hiperinflación. Carlos Menem se montó en la ola neoliberal del ajuste continuo y el presente perpetuo mientras el país aumentaba la deuda hacia fuera y hacia adentro a costa del empobrecimiento de millones de argentinos. El binomio De la Rúa-Alvarez sobrevoló la catástrofe pero sin modificarla y lo que vino después, default incluido, osciló entre la impotencia y la dotación de bomberos.
Kirchner prometió revertir la decadencia y para lograrlo no puede ni quiere aceptar el poder escaso, fragmentado o compartido. Ambiciona el poder completo, con los riesgos que eso implica para él y para todos los demás. Con ese propósito primero liberó amarras del descrédito político institucional que fue expresado con la consigna popular “que se vayan todos” y ganó la calle en campaña. Con osadía propició la transversalidad, su versión del movimiento frentista, pero cuando los tiempos y los resultados fueron escasos no trepidó en arrimar al añejo aparato peronista, al mismo tiempo que disputa porcentajes en las nóminas de candidatos para los comicios de este año, a fin de convertir las simpatías populares en representación institucional propia, no prestada ni en alquiler de continua negociación.
Con esa carga, claro, se demoran la reforma política y la reorganización del Estado porque los viejos aparatos han demostrado variadas incapacidades para la autodepuración que exige una democracia con participación real y un desarrollo progresivo. Kirchner cree en la evolución progresiva y aunque nada está dicho ni reconocido traza sus estrategias para un plazo más largo que el del mandato vigente. En cualquier caso, para lograrlo necesitará que la adhesión cívica se manifieste en múltiples formas, aun en la forma de reclamos activos a favor de saldar las deudas internas. Por su lado, el movimiento popular tendría que adquirir una flexibilidad y tolerancia que le permita avanzar cuando ameriten las obras o las propuestas o resistir el retroceso, porque el futuro no será liso ni lineal, se irá tejiendo con la madeja de tensiones actuales y otras que sustituirán a las presentes. Siempre hay donde aprender, por ejemplo en lo que acaba de suceder en Bolivia. Entre otras enseñanzas, allí quedó en evidencia que las protestas sociales, por verdaderas que sean, se debilitan y quiebran cuando la comunidad que las cobija mantiene un grado importante de incomprensión. La victoria es improbable cuando la sociedad queda partida por sentimientos o convicciones polarizadas. La existencia de minorías de vanguardia, mejor ciertas que presumidas, son indispensables para romper el statu quo pero no son suficientes para realizar los mejores sueños.

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