EL PAíS › OPINION

Por apropiarse de hijos ajenos se quedaron sin los suyos

Por Juan Carlos Volnovich

Quienes desde los ‘80 analizamos hijos de “desaparecidos” y niños restituidos que habían crecido con familias ligadas a los asesinos de sus padres, sabemos muy bien del duro oficio. Sabemos muy bien qué difícil es el proceso de elaboración del hecho traumático y cuántos son los obstáculos que se oponen a la construcción de un camino orientado por el propio deseo. Ya que cada generación se apropia de la Historia al advenir a ella y encarna los mitos de las que la preceden, ese destino de sobrevivientes después de la masacre, la posibilidad de ocupar su lugar en el mundo, se vio siempre amenazado por el riesgo de caer en un dilema de hierro: o traicionar la causa de sus padres para poder salvarse o tener que inmolarse como ellos –y por ellos– para saldar su falla. “A tus padres les pasó lo que les pasó (desaparecieron) por haberse metido en política, y a vos”, le decía una y otra vez la abuela de mi paciente de nueve años. “Dieron su vida por una causa justa y alguien tiene que completar el proyecto que ellos iniciaron y que quedó interrumpido”, decía la otra.
Quienes desde los ’80 analizamos hijos de “desaparecidos” y niños restituidos casi no analizamos a hijos de militares que habían participado activamente en la represión y, mucho menos, a los propios militares. Esto fue muy bueno para la ética y muy malo para el conocimiento: de la psicología de los torturadores sabemos poco y nada. Claro está que no es equiparable la herencia simbólica que dejaron los que se atrevieron a desafiar en nombre de una causa justa a un Poder despótico, a la dejada por aquellos que ejercieron el terrorismo de Estado. Claro está que al cambiar el apellido no es sólo una decisión individual la que está en juego. Claro está que es deseable y auspiciosa la ruptura individual –pero también colectiva– con un Poder fundamentalista que administra la muerte. Claro está que muchas veces no sólo se justifica la muerte simbólica del “padre”, sino también las acciones reales que puedan llevar al tiranicidio.
Cortar con la cadena que nos une a un proyecto de exterminio, renegar de una genealogía que intenta perpetuar la exclusión y la muerte, renunciar a la inscripción en un linaje de espanto, es tan legítimo como legítimo es hacerle lugar a una pregunta: ¿por qué seguir cediendo el nombre y las palabras a nuestros enemigos? ¿Por qué regalarle el apellido a quien lo ha ultrajado? ¿Por qué no seguir usándolo para dignificarlo?
Digo esto no en función de reforzar las leyes del patriarcado que suponen el poder indiscutible del pater; digo esto no para convalidar los preceptos religiosos que hacen de la “sagrada familia” unión indestructible; digo esto no para suscribir un lacanismo simplificado que nos promete el orden simbólico solo y siempre que aceptemos el Nombre del Padre. Sí para abrir a la polémica alentado por el reconocimiento de lo mucho que nos falta aun para curar las heridas y tramitar las secuelas del horror.

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