EL PAíS

Historia del futbolista y el anticuario solidario

En Córdoba se duplicaron las villas en poco más de un año. La mortalidad infantil y hambre avanzan. Dos hombres abrieron comedores, uno en su casa y otro en una que compró para eso.

 Por Mónica Gutiérrez

En la villa, siete de cada diez adultos son mujeres, dicen las estadísticas de los asentamientos marginales de la capital cordobesa. Es lo que la burocracia llama jefas de hogar desocupadas, mujeres solas que por sus hijos luchan en medio de la miseria y de necesidades de todo tipo. Aun sin estadísticas, no es difícil advertir que, desde un lugar acomodado o desde el seno de la pobreza, quienes emprenden el trabajo de dar de comer también son en su mayoría mujeres. Improntas culturales aparte y sin proponérselo, Página/12 encontró en Córdoba dos historias de solidaridad con género masculino. José Alvarez es jugador en la primera de Racing y encontró la mejor forma de “invertir” su sueldo en los chicos que, a cinco cuadras de su casa, no comían los fines de semana. En el otro extremo de la ciudad, Benjamín Morra Novillo decidió hace más de un año que parte de su tiempo y recursos serían para que los más pequeños de villa La Maternidad tengan todos los días una merienda de leche y chocolate.
Fútbol y solidaridad
Desde hace dos meses, los domingos ya no son los mismos en la casa de los Alvarez. El clásico asado familiar cambió por una comida multitudinaria desde que le sirven el almuerzo a sesenta chicos de la villa pegada al barrio Quintas de Argüello, en el noroeste de Córdoba. Alvarez integra la primera de Racing de Córdoba y no sólo sueña con que su club ascienda, también anhela que los chicos con los que se cruza todos los días tengan más oportunidades y menos necesidades insatisfechas. Sólo con su sueldo de futbolista pensó que los chicos “no podían esperar al lunes para volver a comer”. La mayoría de los que viven en la villa reciben su único alimento del día en la escuela, de lunes a viernes. De las conversaciones con su mamá Carmen salió la idea y la concretaron. Tras dos meses, el comedor de los Alvarez ya recibe a 60 chicos, de bebés hasta niños de 12 a 13 años.
El espíritu solidario de José no es nuevo: “Antes, a fin del año pasado, yo ayudaba a un comedor de Villa Allende, les llevaba mercadería cuando cobraba el sueldo”, cuenta. “Pero a pocas cuadras de mi casa hay una villa, y la situación actual hace que muchos padres no puedan alimentar a los hijos. De lunes a viernes reciben el Paicor (el plan provincial que se brinda en las escuelas), pero los fines de semana no tienen qué comer. Entonces, hablando con mi mamá, decidimos hacerlo en mi casa, que no está terminada, pero acomodamos un lugar. Cuando entreno no estoy, pero los atiende mi vieja y unas madres la ayudan a cocinar, y además algunos le llevan la vianda a los abuelos o a los hermanitos que no pueden venir”.
A José no le sobra nada. Tiene 27 años, novia, es el segundo de siete hermanos y aún vive con sus viejos. “Mi papá es albañil, no siempre tiene trabajo, y mi vieja trabaja como empleada en casas de familia, tratamos de hacer algo con lo poco que tenemos”, explica. A los 8 años comenzó a jugar en las inferiores de Belgrano y hace cuatro integra la primera división de Racing, cobrando un sueldo que a otros apenas les alcanzaría para vivir. “Mucha gente me dijo que estaba loco, que gastaba la poca plata que podría ahorrar para un auto o un terreno; pero a mí la guita mucho no me importa.” Desde su propia historia, José sabe lo que es la pobreza: “Claro que uno quiere vivir cómodo, pero yo también pasé necesidad y ahora la veo en niños y en ancianos, y es muy doloroso. No terminé la primaria porque desde los once empecé a trabajar de jardinero, cuidando autos en un club, de peón de albañil, en un criadero de gallinas, recogiendo papas”.
La iniciativa de José no recibe ayuda, ni oficial ni privada. “Por el momento, con mi sueldo lo bancamos. Compro la mercadería y a veces ayudan algunos amigos”, explica el futbolista. “El otro día estábamos acordándonos con mi vieja que antes comíamos en familia el asado que hacíami viejo, dormíamos la siesta... Ahora es una revolución de chicos, no sólo no nos aburrimos sino que disfrutamos, porque ves que los chicos comen con alegría.”
Las cifras oficiales indican que en Córdoba capital mueren 15 niños antes de cumplir un año por cada 1000 que nacen vivos, número que sube a 20 en los asentamientos marginales, que se duplicaron el último año. En La Maternidad, una villa en el barrio San Vicente, a diez minutos del centro, viven 430 familias con un promedio de cuatro hijos cada una. El 70 por ciento tiene como jefe a una mujer. El 90 por ciento de los hombres está desocupado. Las mujeres, casi todas madres, trabajan en la venta ambulante o como empleadas domésticas, un gran número de las más jóvenes ejerce la prostitución. Un día de febrero del año pasado, Benjamín Morra Novillo recibió un llamado que le cambió sus días. Un hombre que había hecho unas changas para él le pedía 30 pesos porque su hijo se había caído de un techo. La ayuda no llegó a tiempo: a los pocos minutos, el nene murió. “Ese día me quedé horas conversando con la familia, desde entonces los empecé a acompañar”, recuerda Benjamín, de 49 años, que tiene cinco hijos y que atiende su negocio de antigüedades en el centro de Córdoba durante las horas que no le dedica a la villa La Maternidad.
Desde aquel día comenzó a ir a la villa “donde no dejan entrar a nadie”, y se le ocurrió contribuir para la merienda de los chicos: “Yo iba, pagaba el pan en una panadería y ellos lo retiraban. Pero en diciembre empezó a notarse más el hambre, entonces nos juntamos con Marcela Castellanos y organizamos un verdadero comedor. Se anotaron más de 200 chicos a los que ahora les damos la leche, de lunes a viernes”, relata. Para ahorrar, hacen el pan en un horno comunitario y agregaron un ropero comunitario y apoyo escolar que brindan jóvenes del barrio. El 8 de julio la obra se amplió. Benjamín vio que los más pobres de los pobres necesitaban una cena y así fue que comenzó a organizarla para 30 chicos, tres veces por semana. A un mes, ya reciben 70 pibes en el comedor y pronto comenzarán a darles de comer todos los días. Benjamín dice que “las mujeres son más fuertes” y valora el trabajo de las 50 madres que lo ayudan en todas las tareas.
Cuatro o cinco horas diarias de Benjamín están destinadas al trabajo en la villa. No le resulta difícil explicar por qué lo hace: “Tengo trabajo, cinco hijos sanos, estoy orgulloso de mi familia, no tengo problemas graves. De qué me voy a quejar yo... Tengo que devolver lo que me ha dado la vida, ellos también son hijos nuestros, para qué queremos tanto si la vida es corta”. Y aclara que no es “ningún ejemplo, porque soy una persona feliz”. Advierte que para algunos no es “lógico” lo que hace: “Cuando se habla de la villa no hay que razonar, hay que hablar con el corazón. Si empezáramos a razonar no haríamos nada. Tengo amigos con dinero que me sugieren que no trabaje ahí, porque son vagos, chorros. Pero no son todos iguales, como afuera de la villa, hay buenos y malos. Yo no voy allí a juzgarlos, yo solamente miro los chicos, el futuro”.
Benjamín se conmueve cuando habla de la vida en la villa: “Esos chiquitos sufren, ¿sabe lo que es el hambre? Viven hacinados, no tienen hábitos porque nadie les enseñó. No digo que no hay que educarlos, pero si no les llenamos la panza no podemos seguir hablando”. El ha visto cómo “los mandan a pedir y si no traen dinero, en su casa los agarran a patadas. Esa es la realidad de la villa, les pegan porque piden comida y no tienen, y sus madres sufren por eso. A veces cuando les pregunto a ellas qué han comido, unas pocas me dicen arroz y la mayoría mate cocido, usted las ve gordas, es por eso. Cuando escucho lo que gasta el Estado... no es tan difícil gastar la plata donde hace falta, es más fácil de lo que parece”, reflexiona.
El comedor funciona sobre la costanera del río Suquía, en una casa que Benjamín compró para eso. “Unos invierten en Villa Allende, otros en Villa Warcalde, yo invierto en villa La Maternidad”, dice, riéndose de sí mismo.

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