EL PAíS

Jaque a la democracia

El derrocamiento del presidente de Paraguay, Fernando Lugo, interpela a toda la región que, aunque con sobresaltos e inconsecuencias, viene construyendo una etapa única de convivencia, gobiernos democráticos populares, cooperación y crecimiento económico. La reacción de la Unasur, enviando a sus cancilleres a Asunción, es una firme señal política y simbólica. Los presidentes de este Sur conocen el juego, seguramente sabían que el desenlace era inevitable: se expusieron de todos modos para patentizar el repudio.

En la Argentina, casi todo el arco político replicó con reflejos sistémicos. Solo el PRO de Mauricio Macri acompañó la ilegal destitución. La presidenta Cristina Fernández de Kirchner combinó dureza y sentido de pertenencia: explicitó el rechazo y anunció que esperará concertar con sus pares las medidas a tomar.

Hasta la CGT se sumó a las críticas mediante un comunicado condenando al “golpe institucional” y denunciando “verdaderas intenciones destituyentes” del Parlamento paraguayo. La palabra “destituyente”, se corrobora, ha ganado su lugar en el diccionario político argentino.

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Sopesar un suceso infausto ocurrido en un país vecino fuerza a evitar dos tentaciones extremas. La primera es creer que es repetible, sin más, en otras comarcas. La segunda, no menos riesgosa, es desatender que todo acontecimiento contemporáneo alude a condiciones de época, que sería necio subestimar.

Paraguay y Lugo mismo son, en términos comparativos, eslabones débiles de la cadena. La democracia de la nación hermana es endeble. Poco sustentable era el poder del ex obispo ungido presidente por el voto popular. Como sus pares venezolano Hugo Chávez y ecuatoriano Rafael Correa llegó por una crisis del sistema político, con un poder condicionado. Sus dos colegas pudieron y supieron revertir la situación y construir un nuevo esquema político. No fue el caso de Lugo, por motivos que trascienden las incumbencias de esta columna. Lo defenestraron en un trámite acelerado sin decoro ni respeto –así fuera ritual– por el derecho de defensa, una ostentación salvaje de impunidad y alevosía antirrepublicana.

Como señala el periodista y sociólogo Pedro Brieger, el golpe contra Lugo tiene semejanzas marcadas con el que padeció en Honduras el ex presidente Manuel Zelaya. Una pátina institucional, apoyo de partidos políticos, rol subalterno de las Fuerzas Armadas. Pero no es el único ataque a un liderazgo popular producido en años recientes, ni el método fue siempre el mismo. Correa y Chávez fueron objetivos de ataques más convencionales, incluyendo agresiones personales y detenciones. En Bolivia, a su turno, la rosca oligárquica apeló a la violencia extrema y a crímenes en su afán de expulsar al presidente Evo Morales.

Lugo comandaba una coalición desmembrada, transcurría su primer mandato y no podía ser reelecto porque lo veda la Constitución. Correa, Chávez y Evo son dirigentes plebiscitados y revalidados en las urnas, con fuertes armados políticos. El frenesí de la derecha regional es, entonces, versátil. Y acecha por doquier.

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El punto es importante. Las estimables democracias de este Sur se han ganado el favor de sus pueblos pero no tienen “comprado” su futuro. Sus adversarios son de temer: su furia crece a medida que se consolidan los nuevos regímenes y se afectan sus intereses o privilegios (así fuera en la mínima medida que los rozó Lugo).

Todos los gobiernos populares del Sur reciben críticas desde ángulos progresistas o “por izquierda”. Las habrá, sin duda, justificadas. Esto debe asumirse. También que sus alternativas reales son derechas brutales con escaso apego a la democracia y pocos remilgos cuando acumulan poder. Dato para que reflexionen quienes presionan o desestabilizan a gobernantes legítimos sin medir la magnitud de sus acciones o sus eventuales resultados.

Viene a cuento puntualizarlo, todo el tiempo y en todo el vecindario. Acaso sea todavía más pertinente en la Argentina, tras la semana que hoy termina (ver asimismo nota central).

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