EL PAíS › POR LUIS BRUSCHTEIN

El lugar de la izquierda

Cuando se produjeron los primeros cacerolazos, los vecinos increparon a algunos grupos de izquierda que quisieron desplegar sus banderas. La actitud de los vecinos no fue porque equipararan a los partidos de izquierda con los políticos corruptos, mañosos o simplemente inoperantes que constituyen uno de los centros de sus quejas. Pero tenía su lógica, porque la movilización de esos días fue absolutamente espontánea y la intención de colgarle un cartelito aparecía como una especie de usurpación de méritos.
Más allá del tema de los carteles, esa diferenciación que hacen los vecinos con estos grupos y algunos políticos y gremialistas combativos es una especie de reconocimiento que los partidos de izquierda deberían valorar en su justa dimensión.
Sin embargo, que los vecinos reconozcan que no son corruptos, mañosos o mentirosos, no quiere decir que los reconozcan como conducción o referentes de nada, ni mucho menos, sino simplemente como a otro igual que puede participar en la discusión. Los partidos de izquierda, por lo menos los que mantienen la concepción leninista de vanguardia, están conformados por militantes que asumieron la responsabilidad de construir una alternativa de poder que pudiera conducir y ofrecer respuestas políticas, sobre todo en situaciones de crisis como las que vive el país.
Uno de los elementos característicos de esta crisis es justamente la inexistencia de una alternativa de poder y mucho menos desde alguno de estos partidos de izquierda, cuya función de existir, su responsabilidad ante la sociedad, era justamente construirla y es donde han fallado. Hace muchos años que existen, que mantienen encendidas diferencias unos con otros, pero finalmente llegaron al cacerolazo como un vecino más. La rebelión espontánea los sorprendió tanto como a De la Rúa. Eso no puede ser motivo de orgullo, porque es haber fallado en la misión que le da sentido a su existencia.
Algunos de los análisis que hacen militantes de estos partidos hablan de una situación prerrevolucionaria. Es una calificación discutible. Pero lo que es seguro es que al no haber una alternativa clara de poder, la movilización y las luchas populares están huérfanas y pierden potencia en el momento de la definición, de la disputa por el poder. No puede haber situación prerrevolucionaria, entre otros motivos fundamentales, porque no hay un referente político claro para estas luchas. Y ese es el fracaso de los partidos de izquierda. Por ejemplo: la consigna “Que se vayan todos”, que se ha convertido en una de las principales de las asambleas barriales, sería más consistente si se supiera quiénes deberían reemplazar a los que se vayan y con qué programas y planteos. Todos saben en las asambleas que esa consigna expresa lo que sienten, pero también saben que tiene doble filo porque no existe una alternativa clara. Y todos saben que así, los que vengan después de los que se vayan pueden ser peores, mucho peores. Y si algo tienen que descartar los sectores populares es la idea de que “cuanto peor, mejor” porque ya hay experiencias históricas en ese sentido.
En vez de actuar con soberbia y sectarismo y pretender dar clases de política a los piqueteros y a los vecinos de las asambleas, los partidos de izquierda tendrían que hacer una autocrítica profunda para entender por qué fracasaron en su principal responsabilidad. Y así estar en condiciones de sumarse a estos movimientos para escuchar y aprender y desde allí aportar sus capacidades. Si en vez de eso, lo único que les interesa es copar sus conducciones para aplicar las mismas concepciones sectarias ymétodos de estudiantina que los llevaron al fracaso, es probable que en vez de aportar a esas luchas, terminen trabajando a favor de quienes dicen combatir.

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