Miércoles, 2 de abril de 2014 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Javier Núñez
No. No cuenten conmigo.
Ni para salir a matar a golpes ni para celebrar la muerte.
No cuenten conmigo para esa masa que algunos aglutinan bajo el difuso “nosotros” que nadie termina de definir en forma concreta, pero que sirve para diferenciarse de “ellos”, como bandos o facciones opuestas en una guerra abierta que se libra en cada esquina.
No cuenten conmigo para disfrazar con eufemismos la brutalidad y la cobardía de ochenta tipos golpeando hasta matar a un pibe reducido e indefenso. Eso no tiene nada que ver con la justicia, ni siquiera en sus conceptos más arcaicos: la mal llamada “justicia por mano propia” no es sino venganza y viene acompañada de una pena sumaria muchas veces irreparable. No mucho antes, cerca del lugar donde un grupo enfurecido de vecinos arremetió contra David Moreyra, casi matan a golpes a dos chicos que iban en moto tras haberlos confundido con ladrones. El precipitado procesamiento público y la inmediata ejecución de la pena muchas veces dejan de lado un principio básico de la sociedad: que el delito que se castiga esté suficientemente probado. Muchos hemos visto situaciones similares: basta con que alguien señale a otro al grito de “ladrón” para que se conformen grupos espontáneos de ajusticiamiento con los que difícilmente se pueda razonar. Pero aun suponiendo que el delito haya existido, la pena aplicada en forma de venganza constituyó otro mucho peor, más atroz, más irremediable. Matar a golpes a alguien que arrebata una cartera es de un desprecio por la vida ajena tan condenable como el de aquel que mata para robarla.
¿Qué nos justifica para matar?
¿Qué nos habilita?
Muchos de los que se rasgan las vestiduras clamando que la vida no vale nada porque te matan para robarte una cartera en estos días celebraron que se mate como escarmiento por el supuesto delito de haber intentado robarla. El valor de la vida siempre es subjetivo, pero parece haber un principio de acuerdo en ciertos sectores de la sociedad: la de cualquiera de nosotros vale mucho más que la de ellos. Lo que es insuficiente para que me cueste la vida a mí es más que suficiente para quitarle la vida a él.
Lo que ocurrió esta semana en barrio Azcuénaga fue la resolución de un supuesto delito, “un robo”, con otro mucho peor: un asesinato brutal. La impunidad de una parte de la comunidad asumiendo el rol de verdugo parece librar a cada uno de los que intervinieron de responsabilidades individuales. Y la celebración de la muerte por parte de muchos comporta una especie de aprobación social: es la comunidad la que ejecuta; todos cargamos con ese muerto y deberíamos festejarlo porque es uno de ellos.
No.
No cuenten conmigo.
No se trata de un caso aislado: es algo que se viene repitiendo cada vez con mayor frecuencia y peores resultados, como consecuencia de múltiples factores que no tengo intenciones de negar ni desconocer, pero que preocupan y duelen. Pero más duele ver hacia qué clase de sociedad nos encaminamos –o algunos creen que nos deberíamos encaminar– y qué frágiles son las estructuras que nos separan de la oscuridad que habita al hombre. Cuando el contrato social se rompe, pierde sentido el Estado de Derecho y el derrumbe de las reglas de convivencia en lugar de atenuar la inseguridad la incrementa: frente a una legalidad incierta, la sensación de riesgo no hace más que amplificarse. La violencia engendra violencia. La cultura de la muerte, se sabe, sólo puede combatirse con una contracultura de la vida. La ley de la jungla nunca puede ser la solución.
Así que no.
No cuenten conmigo.
Aunque cumpla con muchos de los supuestos requisitos, tenga un trabajo digno con el que alimentar a mi familia, pague la hipoteca de mi casa y mis impuestos y deje propina en los bares; aunque también me angustie cada uno de los hechos de violencia a los que asistimos a diario y me indigne y me duela haber visto a mi abuela con la cara desfigurada por los golpes cuando la arrastraron por el suelo para arrebatarle la cartera desde una moto; aunque también me haya abrumado la impotencia cuando vi llegar a mi vieja llorando porque la habían asaltado; aunque tiemble cuando mi hijo cuenta que lo encañonaron para robarle un celular; igual no cuenten conmigo.
Si nosotros es esta turba que mata y estos cuantos que celebran la muerte, no cuenten nunca conmigo entre las filas del pronombre.
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