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Madrid y Londres marcan el enorme
contraste con la pesquisa local

Por R. K.

Desde hace tres meses, la causa AMIA, en la que se investiga quiénes fueron los autores del atentado, está en manos del fiscal especial Alberto Nisman. Unos 50 abogados, especialistas y analistas están verificando página por página todo el expediente. La idea es profundizar varias pistas, algunas de las cuales fueron enunciadas por Página/12 hace un año: la coordinación se hizo desde la Triple Frontera mediante un teléfono celular a nombre de un tal André Márques; el papel protagónico en la Argentina lo habrían tenido un colombiano, convertido al Islam, Samuel El Reda, casado con Karina Saín, una secretaria del entonces agregado cultural de Irán en la Argentina, Moshen Rabbani.
De todas maneras, será difícil confirmar esta pista teniendo en cuenta que han pasado 11 años desde el atentado, aunque hay cierto “extraño” optimismo en los investigadores.
No es sencillo comparar la investigación del atentado contra las Torres Gemelas, el de Atocha y el de Londres, con lo que ocurrido en la Argentina siete años antes del primero de esos hechos, y diez y once años respecto de los otros dos.
En el caso AMIA no se averiguaron algunas de las cuestiones más elementales, como por ejemplo la existencia o no de un suicida. Es cierto que en Londres eso se determinó porque la madre de uno de los suicidas, Hassib Hussein se comunicó con las autoridades porque su hijo no aparecía. Tirando de ese dato se logró el hilo conductor de la investigación. En Londres se vio la enorme dilación en la entrega de los cuerpos de los muertos, motivada en que se hicieron en forma cuidadosa las autopsias y análisis de ADN. La ausencia de esos trabajos en el caso de la Argentina impidió que se determinara si entre los restos estaban los de algún hombre o mujer cuyo ADN no coincidiera con el de los familiares, con lo que se hubiera sabido si hubo o no suicida.
En Atocha, no explotaron tres de las catorce mochilas que se utilizaron. Dos de los artefactos en esas mochilas se hicieron detonar, perdiéndose las pruebas, pero la mochila número 14 pasó desapercibida y fue a parar a una comisaría. Cuando la abrieron, se encontraron con los explosivos, el detonador y el celular utilizado para activar la bomba. Investigando esto último se llegó al grupo de marroquíes y también el explosivo y los detonadores condujeron a Asturias, donde un confidente policial le había canjeado explosivos por drogas al mismo grupo de marroquíes. En la Argentina, se tardó una enormidad en determinar cuáles fueron los explosivos, hubo enorme polémica entre las fuerzas de seguridad y la falta de control sobre las compras y ventas de material explosivo impidieron llegar al origen de la carga que explotó frente a la AMIA. El equivalente con el celular español fue la camioneta en el caso argentino: la increíble corrupción policial, la asociación con delincuentes y padrinos de un sistema mafioso del delito de automotores truncaron la pesquisa.
Pero tal vez la mayor diferencia estuvo en la voluntad política. En el 11 de septiembre y en los atentados anteriores como el Oklahoma más de 5000 agentes del FBI trabajaron en la investigación. Son muy pocos los que en Nueva York, Madrid o Londres saben el nombre de los jueces que actuaron en esos casos: todos fueron resueltos, un poco más o un poco menos, por las fuerzas de seguridad e inteligencia dependientes del Poder Ejecutivo, no del Judicial. En la Argentina en un determinado momento llegó a habar apenas siete personas trabajando en la investigación. Como es conocido les habían puesto el mote de “los poquitos”.

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