EL PAíS › OPINION

Esclavitud e ilicitud

 Por Mario Wainfeld

La utilización del vocablo “esclavo” o de alguna de sus variantes para mencionar ciertas formas de trabajo tiene valor si se la interpreta como una calificación ética, como un modo tajante de descalificarlas. Como un adjetivo, casi. No convendría abusar del término, sustantivándolo, pues se corre el riesgo de ocultar que determinadas formas de explotación son características (como mínimo patologías) del capitalismo en su actual estadio. El dumping social, germen de la tragedia de Caballito, se inscribe en la actual lógica de la economía global.

Se trata, claro, de situaciones de extrema perversión, pero eso no las transforma en un absoluto quebrantamiento de la normalidad. En nuestro país hay extendidas formas de pseudocompetitividad un poco menos feroces que las mentadas explotaciones textiles pero igualmente violatorias de leyes y derechos esenciales.

Un primer ejemplo es la competitividad espuria que ofrecen varias provincias bajo el seductor envoltorio de ventaja comparativa. Se ofertan como acogedor hogar para inversiones, cuyo sustento es el incumplimiento de leyes laborales básicas. La ventaja comparativa consiste en burlar las imposiciones y los costos del trabajo formal. El negreo, consentido e instado desde estados provinciales o municipales, forma parte del convite al capital privado, imprescindible para garantizar las fuentes de trabajo. Las resistencias federales, no estentóreas pero patentes, a las campañas nacionales por el blanqueo de los trabajadores son un dato relevante para entender por qué el crecimiento chino se complementa en demasiados casos con regímenes de trabajo chinos. El gobierno nacional conoce este funcionamiento capcioso pero no mete demasiada bulla al respecto porque muchos instigadores del trabajo en negro son sus aliados corporativos o políticos.

Otro ejemplo que ya se ha comentado en este diario es la cerril oposición de algunos gobernadores al otorgamiento de subsidios a desempleados (el Plan Jefas y Jefes de Hogar es el más conspicuo), por considerarlo una competencia indeseable a algunas actividades regionales. El gobernador tucumano José Alperovich y el mendocino Julio Cobos han sido dos cruzados contra ese ingreso mínimo garantizado aduciendo que es una “competencia desleal” con el salario de temporada que pueden pagar los egregios empresarios de la zafra y de la vendimia. Un peronista y un radical, ambos con instalada reputación de buenos y modernos administradores, han fatigado despachos de funcionarios nacionales de primer nivel quejándose de que no es rentable dar trabajo si los desempleados cuentan con un piso garantizado de 5 pesos por día. Hay, en cargos electivos tan luego, quienes piensan y propugnan que el mercado funciona mejor cuando hay mucho ejército de reserva, mucho proletario desesperado.

En las sociedades modernas, se supone, las reglas del mercado se moderan y se complejizan con las que son propias de la democracia y la república. Pero, en el tozudo terreno de los hechos, las leyes del mercado local funcionan como abolicionistas de derechos básicos. No es el improbable, a fuer de anacrónico, imperio de la esclavitud. Es el capitalismo realmente existente, hoy y aquí.

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