EL PAíS › OPINION

La feracidad de la tierra colorada

 Por Mario Wainfeld

Con la chapa a la vista, es ostensible que Néstor Kirchner le erró el vizcachazo cuando se asoció al albur electoral de Carlos Rovira. Las consecuencias que chorreará la paliza que recibió el altivo gobernador de Misiones dependerán de varios factores, incluida la conducta de vencedores y vencidos; pero algo ha cambiado el escenario político, seguramente para bien.

El Gobierno eligió mal su aliado y su bandera, por lo que fue castigado por el padrón, que fue despiadado en los centros urbanos más poblados. A los plebiscitos (la Constituyente terminó siéndolo) suele cargarlos el diablo, dicen los que saben. Rovira engrosará una lista de dirigentes que, en medio de su cuarto de hora, propiciaron su frente del rechazo. Antonio Cafiero perdió una votación parecida cuando gobernaba Buenos Aires. La misma provincia de Misiones le propinó un “no” ciclópeo a la construcción de la hidroeléctrica de Corpus en la consulta popular de 1996.

Rovira es, seguramente, el candidato más viable de su provincia, pero tensó demasiado la cuerda y fue. Quizá su capacidad no le permitió intuirlo: al cabo, es un protagonista menor potenciado porque supo acercarse y alejarse a tiempo de Ramón Puerta. Y alborear en el apoyo a Kirchner, una inversión de riesgo con un rinde fenomenal. Hasta ayer.

- Un coletazo. Rovira prima cómodo en el sistema político provincial, controlando los tres poderes. Lo noqueó una coalición multicolor encabezada por un candidato novato, que hizo de su impericia un blasón. Un inexperto flagrante quien, tras ganar, repitió su promesa de no involucrarse más en política. Es un obispo, pero integra una minoría dentro de la jerarquía de la Iglesia Católica, un sector acorralado en el Vaticano y acá en la Argentina desde hace algo así como tres décadas. Un purpurado, si uno se pone riguroso, nunca es del todo un outsider en la Argentina, pero Joaquín Piña vistió ese sayo que en la ocasión le sentó bien.

El “padre obispo” comandó una oposición invertebrada, invocando (y llegando a representar) un veto social a las demasías del poder público. No propuso una alternativa: fue expresivo de un hastío colectivo ante la angurria de poder de Rovira. No parece muy forzado emparentar ese reto con el movimiento “que se vayan todos” que muchos dan por muerto, pero cuyas secuelas perviven acá y allá. Lo curioso, lo sintomático, es que Kirchner haya subestimado ese fenómeno, siendo (como es) el dirigente de primer nivel que mejor leyó esa fuerza social y uno de los más atentos a sus recidivas.

La bronca social acumulada, el rechazo a lo político institucional saltaron como la tapa de una olla a fines del 2001 y principios del 2002. La erupción se cargó a dos presidentes, uno radical y otro peronista. De ese fuego, piensa Kirchner, temibles cenizas quedan. De ahí que levante la guardia cuando la vindicta ciudadana se instala en las calles. Lo hizo cuando Juan Carlos Blumberg convocó a su primera multitud, o cuando pareció estallar la ira de los familiares de las víctimas de Cromañón. La legitimidad formal, calcula el Presidente mirándose en el espejo de Fernando de la Rúa, trastabilla cuando el repudio es muy fuerte. La aprobación ciudadana no se mide exclusivamente en las urnas, en los tiempos pautados que imponen las rutinas institucionales, sino en el día a día. “La gente” vota (y eventualmente derroca o al menos jaquea) todo el tiempo. Conservar gobernabilidad impone un ejercicio diario de revalidación, que sobredetermina el estilo “paso a paso” de Kirchner. La atención permanente a los reclamos, los anhelos y hasta los berrinches de “la gente” es una imposición de la coyuntura; desairarla puede costar carísimo. La relación de Kirchner con la protesta social, el predicamento que alcanzó durante su gobierno la acción directa (no siempre oficialista, piénsese en Blumberg o en Cromañón, aun en Gualeguaychú) son derivados lógicos de ese modo de razonar.

El tiralíneas institucional, lo que es habitual en otras latitudes, el modo en que funcionaban las cosas antes de que implotara la convertibilidad no son, interpreta el Presidente, referencias sólidas para sobrevivir en estas pampas. La tirria ciudadana está latente, resucita de modos diversos. Ahora tocó en las elecciones, como una alquimia entre el voto bronca del 2001 y el que se vayan todos.

Es brutal, pero no del todo sorprendente. La desconfianza con relación a las reelecciones (ni qué mentar las re-reelecciones) es uno de esos pruritos extendidos como reacción a experiencias recientes. La obcecación de Carlos Menem tiñó el instituto y hace un poco abstracta la extrapolación acerca de cómo funciona en otras comarcas. Al fin y al cabo, Kirchner llegó a la presidencia en tributo al rechazo a Menem. Si hubiera existido la segunda vuelta que la estulticia del riojano le birló a la ciudadanía, Kirchner hubiera acaparado un aluvión de sufragios de personas que no eran estrictamente sus partidarios, hasta de algunos que casi no lo conocían. El freno a lo malo conocido, el afán de limitar al poder político, lo beneficiaron, en aquel entonces. En Misiones la taba se le dio vuelta porque...

- ... ya nada es igual. Kirchner gusta ponerse en el lugar que ocupó Piña, el del hombre ajeno a los ceremoniales, indignado por la injusticia, que combate en el llano contra el statu quo. Tal vez no haya sopesado suficientemente que ese retrato, verosímil cuando recaló en la Casa Rosada con un puñado de votos, contradice la imagen que se ha construido de él. Ya no es un político llegado por una carambola de coincidencias, sino el dirigente más importante del país. Cristina Fernández de Kirchner, por añadidura, integra el respectivo top five, o como poco el top ten. El Presidente recuperó poder para el gobierno, creció en aprobación pública, tiene enormes chances de ser reelecto, hasta puede especular con un renunciamiento asombroso. El retrato del pingüino desprevenido e informal controvierte las vivencias de su gestión, las pinturas que han impuesto sus contradictores y hasta sus aliados: quien todo lo puede, quien desafía a antagonistas poderosos no es un desamparado que está en el llano.

Para colmo el oficialismo se obstinó en ganar discusiones públicas complejas a pechazos (Consejo de la Magistratura, superpoderes), desdeñando la argumentación y la construcción de coincidencias, enfatizando exclusivamente el peso de la mayoría. Desoyendo críticas no siempre opositoras, en Palacio se supuso que ese estilo era puro rédito, que no generaba contraindicaciones. La experiencia misionera describe un horizonte más complejo: la torsión de muñecas irroga costos para el vencedor y la construcción de la imagen de forzudo puede ser argumentada como convocatoria por la contingente minoría.

- Horror al vacío. Si el Lerú de la política conserva vigencia, el Frente para la Victoria misionero deberá buscar un sustituto para Rovira, alguien que recoja su legado y se diferencie de él.

La oposición no podrá reeditar el poxi-ran que fue Piña. Más o menos prestamente, Mauricio Macri y Puerta dieron señales de querer capitalizar el resultado. Es factible pero para nada seguro que alguien capture el élan opositor. Gustavo González, integrante de la Consultora Opinión Autenticada, la que mejor predijo los guarismos, proporciona un dato ilustrativo. Puerta, quien se mostró demasiado rápido en los medios nacionales como el emergente del movimiento republicano, es uno de los políticos de peor imagen en la provincia, rondando el 80 por ciento de rechazos. Colgarse de los faldones del candidato es una cosa, capitalizar su éxito, muy otra.

La proeza de Piña seguramente incitará la ambición de los promotores de la candidatura de Blumberg, que ya acumulaba una intención de voto no desestimable. Desde luego, una oferta proselitista no es equivalente a ser canal de un estado de ánimo social. La excentricidad a la política deviene menos sólida y creíble. Además, el perfil de Blumberg restringe el círculo de adhesiones potenciales con relación a un obispo progresista, un pequeño milagrero que ungía el agua con el aceite. Y la provincia de Buenos Aires no es Misiones. Y tantas otras diferencias, porque una instancia electoral no es extrapolable así como así. El impacto nacional existirá, profetizar su magnitud es una quimera.

- Competencia. La competitividad es un acicate importante del sistema democrático. Conviene que el oficialismo se sienta acechado por la oposición para evitar caer en la molicie o en la autocomplacencia. A la oposición también le sienta sentirse viable, sobre todo en un país tan intolerante como la Argentina, en los que la tentación autoritaria ronda muchas cabezas. La imbatibilidad del oficialismo fue puesta en tela de juicio, lo que puede instar a todos a afinar sus desempeños.

Los que subestimaron la conciencia cívica del pueblo misionero deberían poner sus barbas en remojo. Debería hacerlo los gobiernos local y nacional, pero también los opositores que hubieran crucificado a los votantes si no hubieran elegido como lo hicieron. Las denuncias sobre clientelismo electoral suelen tener un bonus de desprecio a las personas de a pie. La dignidad no se ejercita sólo votando contra los gobiernos, y el abuso del “dignómetro” a menudo desnuda la intolerancia, el clasismo o el etnocentrismo.

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