ESPECTáCULOS › LAS FALLAS DE VALENCIA, UNA TRADICION DE RUIDO Y FUEGO

La explosión como protesta

El espectáculo fue curioso: mientras el mundo observa con horror el operativo sobre Irak, en la ciudad española se clausuraron casi veinte días de ceremonias y desfiles plagados de estallidos.

Por Angel Berlanga
Desde Valencia

Las explosiones en Valencia terminaron poco después de la medianoche y las de Bagdad, al parecer inevitablemente, comenzarán de un momento a otro. Aquí se festejaron las tradicionales Fallas y allá se ejecutarán los también tradicionales bombardeos estadounidenses en nombre de la paz. Mientras la TV española exhibía el despliegue de periodistas por todos los países involucrados, mientras se escuchaba a uno contar en torno del éxodo de iraquíes a Jordania, a otro acerca de la última mueca de inutilidad en la ONU, a un tercero a propósito de la nueva declaración patética de Aznar y a un octavo sobre la construcción en la capital de Irak de precarios refugios anti lo que caiga del cielo, en esta ciudad mediterránea gobernada por el Partido Popular no paraban de sonar los petardos y bombas de estruendo. “Los soldados norteamericanos están ensayando las operaciones que sobrevendrán al ataque aéreo”, decía el corresponsal en Kuwait y acá explotaba otra bomba, y temblaban las ventanas, mientras en la pantalla se veía a unos militares que desembocaban de un pasillo a un dormitorio y disparaban a quemarropa contra una silueta de cartón.
Es extraño cómo estos estallidos, parecidos a los que acompañaron a una infinita cantidad de muertes en la historia de la humanidad, sonidos de guerra, pueden resultar agradables para tantas personas. En Valencia disfrutan de estos ruidos, que son uno de los elementos distintivos de las Fallas. Este año se constituyeron 377, cada una con su dotación de falleros y falleras desfiladores con trajes típicos, su banda de música, su casal (sede) y sus gigantescas esculturas, una de mayores y otra infantil. Como es tradición anoche, Día de San José, los muñecos fueron quemadas en la cremà, precioso y culminante capítulo de las Fallas.
Estas fiestas comienzan el primer día de marzo y despliegan un crescendo de asistentes, alcohol, paella, calles cortadas, turistas y multas de tránsito. El fuego purificador acaba con estos monumentos de poliuretano que llegan a costar hasta doscientos mil euros. Las explosiones tienen su máxima expresión en las mascletàs: a las 14 de cada uno de los diecinueve días que dura el asunto, en la Plaza del Ayuntamiento se larga una. “Señor pirotécnico, puede usted comenzar”, dice la fallera mayor desde el balcón del Palacio Municipal, y un experto en explosiones desata entre cinco y ocho minutos de estallidos sincronizados por computadora. En cada jornada una multitud colma los alrededores para sentir de cerca el ruido, las vibraciones y hasta la onda expansiva; al final hay aplausos, sonrisas y desconcentración. Con el correr de los días se intensifican las frecuencias, la intensidad y los sitios para estas mascletàs, gracias a la expandida distribución de las fallas en la ciudad. Si a esto se le suma el empeño de padres y niños por encender petardos, fanatismos y ceremonias (hay una llamada despertà, que consiste en arrojar bombas de estruendo a las ocho), es difícil atravesar diez segundos sin que el oído se encuentre con un bum o pam de mayor o menor intensidad. Lo de los diez segundos no es exageración. Es más: a algunas horas hay decenas de explosiones.
Para aquellos que padecen la pasión pirotécnica de los fines de año no es recomendable venir a Valencia en estos días. Aunque es evidente el fervor fallero, también son unos cuantos los valencianos hartos de tanta explosión. Muchos prefieren huir de la ciudad, aprovechando que los niños son absueltos de clase. “Ves una falla y las ves todas”, explican, pero en voz baja, porque las Fallas generan un movimiento económico importante, y están encadenadas con 150 años de historia. En la prensa, algunos observadores destacaron el carácter “lavado”, este año, en cuanto a la crítica que estas esculturas supieron ejercer. Algunas incluso ensalzan lafigura de Aznar. Pero otros lo muestran como una pieza de Bush, o con un gesto de “qué se le va a hacer”, parado y de frac, al lado de un globo terráqueo amenazado por misiles, y rodeado de inmigrantes empobrecidos.
Más allá de las declaraciones de Aznar en cuanto a que este país no intervendrá militarmente (aunque mañana partirán tres naves con 900 efectivos para “misiones humanitarias”), más allá del rechazo masivo al ataque del pueblo español, la lectura política es inevitable: España resulta uno de los principales activistas para esta guerra. La angustia aquí crece en dos direcciones. Por un lado resulta abominable que España juegue ese rol en lo que desembocará en masacre, reconstrucción, grandes negocios y otra porción de planeta para el imperio. Y por otro crece el temor a represalias. Son esas perspectivas de explosiones, bombas y muerte las que contrastan con estas otras explosiones festivas, con las escenas de padres que encienden los petardos de sus hijos pequeños, o con los grupos de adolescentes que ríen, o con los preparados computarizados de los señores pirotécnicos. En estos días estas explosiones se oyen más absurdas e insoportables que nunca. Aunque no para todos, claro.

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Una caricatura de Aznar en las Fallas: en el cierre, los muñecos gigantes fueron al fuego purificador.
 
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