ESPECTáCULOS › LOS CORISTAS, DE CHRISTOPHE BARRATIER

Los niños cantores de Francia

Por H. B.

Como en el viejo refrán, en esta producción francesa la música amansa a las fieras. Aunque si se escarba un poco se advertirá que no son tan fieras como las pintan. No podían serlo: protagonizada por niños que parecen malos pero en el fondo son buenísimos, Los coristas es una película pensada, escrita, fotografiada, musicalizada y dirigida de forma de agradar a todo el mundo. Y vaya si este film francés lo logró. Fue el mayor éxito del cine galo durante la temporada 2004, Disney International la distribuye en el mundo entero y sólo Mar adentro pudo detener, el domingo pasado, su larga marcha hacia el Oscar al Mejor Film en Lengua no Inglesa, anticipada por la primera imagen que se ve en la película. Que no es otra que la bandera de las barras y estrellas.
Basada en una película largamente ignorada de fines de los años ‘40, Los coristas no sólo transcurre en esa época, sino que parece filmada entonces. Como en Cinema Paradiso –producida, como ésta, por el actor Jacques Perrin–, en Los coristas hay un tiempo pasado que siempre fue mejor y que el propio Perrin se ocupa de evocar. Consagrado director de orquesta, hasta la casa de Pierre Morhange llega una noche, como salido de la nada, Pépinot, ex compañero de internado que viene a comunicarle la muerte del celador más querido de ambos, Clément Mathieu. Antes de fallecer, monsieur Mathieu le encomendó el cuidado de su diario, y con la lectura de esas páginas vienen los recuerdos, llamados a embargar al espectador en una corriente de enternecida nostalgia.
Evocando la sombra de Adiós a los niños, en el internado de provincias los padres parecen haber depositado a sus hijos como quien los mete en una cárcel. Aunque tampoco es para tanto. Más un pusilánime que un verdadero duro, para el señor Rachin (François Berléand) reprimir es sagrado. Se rige por el principio de acción y reacción: cada vez que un chico se manda una macana, hay que castigarlo. El internado se llama Fondo del Estanque, y como la película es una de esas que todo el tiempo le están indicando al espectador qué pensar y qué sentir, el celador Ma- thieu no pierde ocasión de señalar, desde su diario-guía en off, lo revelador de ese nombre.
Gordito, semicalvo y titubeante, el recién llegado Mathieu se convertirá rápidamente en el hazmerreír de todos. Pero ya tendrá ocasión de demostrar que es un verdadero artista, y terminará formando con esos buenos salvajes un coro de ángeles. Todo un fenómeno comunicacional, en el papel de Mathieu, Gérard Jugnot es, posiblemente, lo único destacado de esta película de diseño. Que bien podría haberse llamado La sociedad de los coristas vivos. O Angeles con caras limpias, por qué no.

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