ESPECTáCULOS › “EL HEREDERO”, DE ALBERTO FELIX ALBERTO

Las obsesiones subterráneas

 Por Cecilia Hopkins

Inspirado en Subway, cuadro que el artista norteamericano George Tooker pintó en 1950, el director Alberto Félix Alberto imagina en El heredero, su última creación, un conjunto hiperactivo y misterioso de seres que traquetean sin descanso los corredores de un subterráneo. Entre escaleras, molinetes y pasillos, los seis accesos que plantea la escenografía sirven de escape a los sofocones neuróticos de hombres y mujeres que corren ignorando las oscuras historias de indigencia y marginalidad que se desarrollan a su paso. Sin embargo, la indiferencia ante el dolor ajeno es sólo uno de los sentimientos que deja entrever esta maraña de personajes, la mayoría de los cuales lleva en sus vestimentas un inequívoco aire retro. Desde una perspectiva surrealista, esta fauna enigmática también alude a persecusiones religiosas y étnicas. Como si se tratara de una pesadilla cargada de imágenes deformantes, atraviesan los pasillos en rauda carrera judíos ortodoxos, musulmanes y hasta un obeso sacerdote católico, que purga sus pensamientos pecaminosos con una sesión de flagelamiento corporal. Rápidas ironías visuales y breves gags se entrelazan para subrayar el desenfadado tono humorístico de todo el montaje.
En El heredero, las encrucijadas del subterráneo funcionan como catalizador de las tensiones, anhelos y obsesiones del mundo de la superficie. Alberto parece obstinado en indagar sobre las causas de los males de la humanidad y con un tono socarrón –ya presente en En los zaguanes ángeles muertos, La pasajera o Lulú, entre otras obras de su autoría– aquí parece afirmar que el impulso que está en la base de todo comportamiento humano es el que emana de la sexualidad. Los sanitarios del subte aparecen como uno de los espacios generadores de conflictos, abusos y miradas impertinentes, entre otros rincones de este mundo alejado de la superficie en el que los rituales obsesivos tienen un lugar destacado. El hormigueante ir y venir de sus protagonistas a veces se detiene para que alguno proponga un acto en el que el sacrificio –en sus versiones más crudas– se ofrece como fórmula liberadora. Y es que el implacable sentimiento de culpa que experimenta la mayoría de los personajes tiene que ver con su sexualidad, fuente de placeres prohibidos y pecados inconfesables. La mutilación, la violación o el engaño llegan al espectador pasados por el tamiz de una luz que valoriza los espacios geométricos y una banda sonora que admite los más diversos géneros, entre fragmentos de piezas líricas y étnicas.
A un costado de los corredores, la estatua del primero de los hombres –que luego se transforma en su natural complemento– expone sus atributos de género como símbolo de la causa de todos los actos extremos. En burdos, cómicos comportamientos, los protagonistas compiten entre sí en dar muestras de intransigencia y estupidez, cuando no aprovechan para sacarse las máscaras que su entorno social les tenía destinadas, en tanto acompañan sus actos con palabras y risas destempladas. La aparición del personaje de Electra que desespera por vengar a su padre y el momento en que dos marginales se encuentran y comparten su comida en silencio son dos de los contadísimos remansos piadosos que el espectador podrá encontrar en este laberinto de imágenes alocadas y perversas, cuya duración resulta excesiva si se tiene en cuenta que muchas de las escenas refuerzan un discurso que los cuadros precedentes ya expusieron con claridad.

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