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Del Acto III, la Escena 5

Dejen de retorcerse las manos. Estoy muy triste, demasiado triste en verdad. Dejé mis ejercicios últimamente, y no sé por qué. Me quedo quieto: los insectos se ceban, me desgarran la carne, y no los siento. Me quedo quieto y, pienso, nunca más volvería. Un cuervo está posado a mi derecha y su mensaje es tan sutil. “Que todo se detenga.” ¿No es absurdo que toda mi alegría en este mundo dependa sólo de mí? Entre el barro y la escoria; en compañía de animales y, sin embargo, ¡qué pedazo de mierda es el hombre! Nuestra inteligencia débil, nuestra existencia corta. Qué expresivo, ofendiendo al que ama; olvidando antes la muerte del padre. El sentirme mirado me amenaza; que crea entender algo me devora. Quieren saber por qué me pasa esto. Si de repente, la vida para. Un hombre muere. No es más aquella hoja en blanco. Entonces muere. Rápido. Podía pasar, y qué consuelo. Pasó. Nada es como era, como siempre. Tragar saliva: un padre empieza cuando muere. ¡Y estas chapas de metal, pobres orejas mías, cómo suenan! Me pregunto por qué las habrán puesto en el piso. Como si hubieran estado acá todo el tiempo. Subrayando la vida que nos quedaba por delante. Mañana será otro día. Otro plan. Es mejor ser temido que amado. No se puede ser temido y amado a la vez. Debemos alejarnos de la amistad como la nave se aleja del arrecife.

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