ESPECTáCULOS › LA CRUEL VERDAD, DE REGRESO POR SONY

Moore, el tipo molesto que espía a las corporaciones

Por J. G.

¿Las armas del recontraespionaje pero aplicadas a la intimidad de lo público? Es algo así como un uso para el biempensante, con los mismos recursos que aniquilan, a diario, a los munditos privados de los ciudadanos famosos, pero en busca de la patada política a instituciones y empresas en desliz. La cruel verdad, que se reestrenó el sábado a las 22 en Sony (y ya había tenido una temporada anterior en People and Arts, en 2001), es el recorrido de Michael Moore, antes de su conversión a celebridad, por empresas, prepagas, aseguradoras, Congreso, Casa Blanca y demás instituciones del Estado en busca de respuestas a reclamos de sus televidentes. Para poner contra la pared a senadores o funcionarios varios, utiliza la tecnología del teleespionaje: cámara oculta para atrapar al ladrón, invasión del espacio por la fuerza para escrachar a la aseguradora que no quiere cubrir el transplante de páncreas, grabaciones y videos robados para probar el doble discurso del funcionario electo.
La cruel verdad reutiliza los dispositivos de control de vidas privadas y les invierte su signo: filma sin consentimiento la explicación del empresario inescrupuloso (que promociona el slogan de la salud pero no paga la cobertura de una operación) y obtiene el video prohibido que compromete al más fuerte. El objeto del ataque de Moore deberá ser institucional o colectivo, para ganar entidad de pequeña cruzada cívica: serán sus adversarios la tabacalera que enfrenta juicios masivos por provocar cáncer de pulmón, los estados norteamericanos que mantienen vigentes las leyes contra la sodomía, o el propio Senado obsesionado con el escándalo sexual en tiempos de Bill Clinton. En La cruel verdad, Moore todavía no había asumido su actitud superestelar, eludía el protagónico absoluto, se corría del monólogo aleccionador para improvisar sus performances y actings de espíritu lúdico en la puerta de las aseguradoras o municipalidades. El resultado es más fresco y gracioso que en sus películas, con –eso sí– el mismo ímpetu de la toma de conciencia: inaugurando la denuncia y el escrache con remates de sitcom.
Mientras el teleespionaje elige como escenario privilegiado el dormitorio (o el living, tal vez), la escena de Moore siempre será de hall o pasillo, irrumpiendo por la fuerza ante la sorpresa del guardia, convocando al vocero a que se haga cargo del problema en nombre de la empresa. Allí donde el teleespionaje prefiere la línea sexual, rastreando desnudos o infidelidades con su visión infrarroja o su micrófono oculto, la cámara de Moore necesita pequeños escándalos de corrupción o litigios desparejos entre un fuerte y un débil. Sólo en ese marco, Moore se autoconstruye en términos políticos, con el rango de representante, bajo tutela de una moral colectiva que sólo justifica el escarnio del poderoso o el político. Sus acciones siempre tendrán estatuto de misión a pedido, justificando los medios en busca de fines probos, nunca como el deleite del espionaje porque sí. Aquí no quedaría bien el hilo de baba que se desliza por la comisura del voyeur.

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