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Don Ata no está muerto, sí dormido

Por daniel viglietti*

El entrañable trovador perseguido siempre había encontrado, en estos últimos tiempos, la manera de seguir viviendo, de ir enfrentando uno a uno los ataques del cuerpo. En el fondo, todos pensábamos que nunca se iba a morir, como le puede pasar al hijo con el padre. Pero el 23 de mayo último, en una habitación de hotel en Nimes, en el sur de Francia, a eso de las cinco de la madrugada, murió Atahualpa, a los ochenta y cuatro años.
Interpretar a Yupanqui, pensar en Yupanqui, oírlo escribir sobre él, un poco de todo eso se ha hecho, hemos hecho. Pero aprender a sentir su ausencia, eso no sabemos hacerlo. Hay tantas coplas, acordes rasguidos, armónicos, arrastres, vibratos, golpes en la caja, que quedan huérfanos, es cierto. Pero hay tanta energía en la obra producida, hay tanto futuro en lo que su canto ha ido memorizando que los recuerdos que se nos vienen de atrás hoy son impulso, linterna para seguir alumbrando el camino.
Recuerdo montevideano. Por primera vez, en mi infancia, lo oigo en un recital y siento que sus canciones se hermanan tanto con sus palabras introductorias que el producto global es una suerte de nueva poética. Lección inolvidable de un maestro sin pizarrón. Maestro que antes de cantar El aromo sugiere al público que quizá no todos sepamos que el autor de la letra es el uruguayo Romildo Risso. Siempre enseñando.
Recuerdo minuano. Lo encuentro con mi padre, en la ciudad de Minas, a fines de los cincuenta. Mi padre evoca entonces que en sus primeras visitas al Uruguay Atahualpa leía las glosas que precedían su canto. El, que con el tiempo se volvería brillante narrador espontáneo en toda ocasión en que tuviera audiencia sensible. Su capacidad de contar historias y revivir personajes lo volvía centro de toda reunión. Esto nunca impidió que, de sentirse aburrido, empezara a mascullar indescifrables tarareos chacarereados, ritmados suavemente con los nudillos sobre la mesa.
Recuerdo parisino. Durante un recital suyo en el Théâtre de la Ville, en mil novecientos setenta y cuatro, voy a oírlo grabador en mano y, cerca del final, un funcionario del teatro me quita el aparato, de acuerdo con normas que prohíben la grabación y que yo desconocía. Luego de felicitar a Atahualpa le comento el hecho. Con su humor criollo, se arremanga los puños de la camisa –entre sus diversos oficios supo ser boxeador– y me dice: “Vamos, paisano, vamos a buscar eso”. Luego le dirá al funcionario: “Usted tiene razón, pero devuélvale el grabador al amigo”. La operación se cierra entre sonrisas.
Es cierto, pienso ahora, nunca lo vi a Yupanqui realmente desalentado o deprimido. Siempre tenía como un trasfoguero en el alma. En su pequeño apartamento del barrio catorce, en París, sus libros, sus casetes, sus cartas, sus borradores estaban siempre como en movimiento. El decía que si sentía ganas de dar una vuelta por sus pagos, se tocaba unas chacareras o unas zambas y el apartamento parisino se volvía su tierra. Allí le hice varias entrevistas y en una me habló de Emilio Cariac, uno de los músicos populares que tanto lo nutrieron, y para no mencionar directamente que se había muerto, Don Ata supo decirme: “Ya está en el silencio el hombre”...
Recuerdo argentino. Hace unas semanas, antes de que él viajara de nuevo a París, encontré a Don Ata en Buenos Aires. Era la primera vez que yo lo veía en su tierra. De ese árbol frondoso que siempre me pareció Yupanqui, brotaba una rama nueva: un bastón que me imaginé como cedido en complicidad por César Vallejo, el peruano que también murió en Francia; el bastón con que los poetas mayores le siguen haciendo preguntas a la tierra. Con esa dignidad suya que no tiene edad, vi a Atahualpa amado por su gente. Lo vi respondiendo al taxista que le pedía un autógrafo, al mozo de restorán que lo recibía con especial cariño, a toda esa audiencia que en la Argentina y a través del mundo lo eligió creador de caminos, sabiendo desde siempre que su senda era la del indio, la de los desposeídos.
Recuerdo anticipado. Habrá una manera de recordar a Atahualpa en el doble sentido de la expresión: traerlo a la memoria, pero también despertarlo. Recordar a Atahualpa cantándolo, analizando su obra con la necesaria distancia crítica, aprendiendo tantas entrelíneas y entrecuerdas que nos ha dejado. Despertar a Atahualpa para seguir siendo sensibles a una concepción de la canción abrazada a nuestra verdadera historia de latinoamericanos, para que nos ayude a no pactar con un poder que desde hace cinco siglos, cambiando de lengua y de armas, nos sigue dominando y saqueando. A este hombre que tanta conciencia supo despertar en el mundo, lo despertaremos a menudo para preguntarle por la justicia, por la belleza o por la soledad. Porque como dice su canción de los abuelos: nunca muerto, sí dormido, nuestro Atahualpa.

* Publicado originalmente el 31 de mayo de 1992, una semana después de la muerte de Atahualpa Yupanqui.

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