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El monstruo al piano

Por fernando peña

Tengo ya 42 años y cada vez creo menos en la letra O; ya para mí nada es esto o aquello sino esto y aquello. Y eso es para mí Liliana. Ternura y brutalidad. Liliana armoniza y desafina, galopa y golpetea en ese piano que parece darle batalla. Cuando uno la ve frente al piano, manifestándose, explicándose, uno tiene la sensación de que Liliana es una araña tocando a una hormiga, el piano... Esta mujer tan poco fluida al hablar, casi torpe y también tímida, cuenta todas sus experiencias de vida, sus ideas, principios, percepciones tan claramente en su piano.
Tengo la sensación de que uno completa la figura y el contorno de Lili cuando está al piano, mezclando, exprimiendo y sobre todo jugando, no obedeciendo las reglas básicas de la música; logra unos sonidos tan incómodamente compatibles que lo lleva a uno a probar y tragar sin tiempo para digerir lo que nos da a los oídos. Diría que es parecido a cuando vamos a un restaurante de comidas de otras civilizaciones, el primer bocado, al ponérnoslo en la boca, es raro, emociona e irrita, nos da vergüenza y miedo; es clarísima y contradictoria, se equivoca y sin embargo tiene esa increíble impronta que la salva, y no sólo eso sino que nos divierte con sus errores repentinos en el teclado, errores que son producto de una pasión desbordada, de unos dedos mal domados que sin querer tocan como pulpos la tecla de al lado como queriendo abrazar al piano, a nosotros y a ella misma. Estoy seguro de que al piano le duele, pero si pudiera hablar nos diría que es ese dolor agradable como el de una herida cicatrizando.
A veces noto en Lili una engañadora, una ilusionista que, sin tener idea de lo que va a hacer, de pronto irrumpe en el escenario de corajuda nomás, y es brujería de pura cepa. No hay nadie allí tocando, subió y se fue, y dejó su fantasma, su subconciencia. Está en estado casi de autismo total. Impresiona, uno tiene ganas de llamar a la policía o a una ambulancia y a las dos cosas y ¡por qué no a los bomberos! No tiene derecho esta señora a hacer lo que nos hace porque después, cuando baja, ya no está. Me desperté del sueño con ella. Me ha pasado después de verla en la ceremonia con su piano, comentarle algo sobre lo ocurrido y me frustra ver que ya se fue, que es otra y ella, pero en otra materia, en otro estado. ¡Eh! ¡Lili, hey! ¿Hay alguien ahí? Llegaron los postres, el café y la cuenta, terminamos el vino, y no vino, no; la del escenario no vino. Puta que la parió, y yo que a veces soy tan cholulo y quería hablar con la del escenario, con la embrujadora, con la mala, la poetisa, la de los versos que aunque parezcan imposibles de rimar, esta turra malparida, curandera, los hacer rimar. Es capaz de decir: “Comer un huevo frito es un rito que siempre cumplo con Marito”. Lo dice cualquiera y es una pelotudez total; lo dice esta yegua y es gracioso, divertido, cariñoso y bello, por sobre todas las cosas. La detesto y la amo con pasión. Es una de las mezcladoras industriales que hacen que nos entendamos mejor, porque todos somos eso que nos mostró. Explicámelo, Lili, dale, ¿por qué no viniste a comer? Me miró con una mirada perdida y, sonriendo, hizo un ruidito casi de un bebé; mientras sonreía socarronamente, el monstruo de la Felipe me mató y me revivió.

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