PSICOLOGíA › CLINICA PSICOANALITICA DE SUPERVIVIENTES DE ABUSO SEXUAL EN LA INFANCIA

Escena con pequeña víctima y victimario

“Aprender a detectar el abuso es imprescindible”, destaca la autora de este trabajo que estudia cómo se hace presente la experiencia del abuso en pacientes adultos que lo han sufrido en su infancia, y señala qué mecanismos pueden contribuir a mantener silenciada la escena del trauma.

Por Isabel Monzón *

En un ateneo clínico, hace más de veinte años, presenté en una institución el caso de una paciente de treinta y cinco años con mucho daño psíquico, que había sido víctima de abuso por parte de su abuelo desde los cinco hasta los quince años. El prestigioso psicoanalista que había sido invitado a discutir el “caso” dijo una frase incomprensible para todos los presentes: “Se trata de un cuadro que la vieja psiquiatría diagnosticaría como pseudología fantástica” (el diccionario médico alemán Pschyrenbel define la pseudología fantástica como “invención de experiencias que tan sólo son cuentos de hadas”). Por ignorancia, vergüenza o complicidad nadie discutió el diagnóstico. Tampoco yo. Fue, en parte, por un comentario así que Freud dejó de “creerle a su neurótica”. Recordemos lo que Krafft-Ebing le dijo el 21 de abril de 1896 al creador del psicoanálisis, mientras éste presentaba en la Sociedad de Psiquiatría y Neurología de Viena su teoría de la seducción. “Ese es un cuento de hadas científico”.
A pesar del paso del tiempo y de todas las confirmaciones que nos da la clínica, sigue circulando con mucha fuerza la idea de que las víctimas de abuso mienten y de que los profesionales que detectamos el problema y nos animamos a hablar de él solamente relatamos cuentos de hadas. Pero aprender a detectar el abuso es imprescindible. Para ello, es necesario no encerrar nuestra capacidad de escuchar al otro ni a nosotros mismos, en tanto posiblemente de alguna manera pudimos haber sido también víctimas de abuso y/o violencia durante nuestra infancia. Es decir, es imprescindible trabajar con nuestra propia desmentida, con nuestra propia tendencia a no querer ver aquello que, por terrible y siniestro, preferimos decidir que no existe. Para los que trabajamos con la salud, huir hacia la desmentida es peligroso, en tanto denuncia que nuestro instrumento de trabajo, es decir nuestro propio psiquismo, tiene fallas.
Solamente la clínica nos habla y no de una forma impersonal sino teniendo frente a nosotros a ese singular ser humano que llega a la consulta. Llega porque sufre, porque demanda alivio. Como profesionales, es nuestra obligación brindárselo. Si una teoría no explica aquello que nuestro paciente padece, tendremos que buscar o generar otras, porque una teoría se construye, como es de comprender, desde lo que vemos en nuestra clínica. No siempre los colegas aprueban esas “herejías”. Y como la tarea de consultorio es solitaria, está en nuestra responsabilidad seguir adelante con lo que vemos y escuchamos o continuar sometiéndonos a los consabidos dogmas de turno.
Quienes trabajamos con adultos sabemos que muy excepcionalmente la paciente que fue abusada durante su infancia o adolescencia solicita tratamiento por esta razón. Lo que motiva su consulta son problemas laborales, de pareja, sexuales, familiares. Cuando surge el tema es porque las circunstancias actuales de la vida movilizan el recuerdo, hasta ese momento totalmente inconsciente o, si la experiencia nunca fue “olvidada”, es la situación terapéutica la que hace que la sobreviviente supere su silencio, causado por vergüenza y culpa, y se anime a hablar ante quien ahora considera un interlocutor válido. En el mejor de los casos, la valiente mujer que se anima a nombrar algo que la sigue haciendo sufrir tanto, encontrará a ese interlocutor. En el peor de los casos, se la revictimizará, considerándola responsable del abuso o culpabilizándola por no haberlo detenido. La pequeña niña tendría que haberse defendido de ese enorme adulto por el cual fue aplastada. Asimismo, el terapeuta que no le cree a su paciente cuando relata el abuso la hará una víctima más del ancestral diagnóstico de “pseudología fantástica”. O una versión más actual, pero no menos tendenciosa: la de los falsos recuerdos.
Los psicoanalistas que atendemos adultos también sabemos que, en general, no tenemos ocasión de conocer a los familiares de nuestrospacientes, excepto en situaciones muy especiales. Tampoco nos comunicamos con abogados, con la excepción de cuando atendamos a mujeres violadas o golpeadas. No solemos en general tampoco ver niños en nuestros consultorios. Pero un analista de adultos siempre se encuentra con la criatura que su paciente fue en el pasado. Ciertas situaciones vividas han sido tan dolorosas, conflictivas y traumáticas que producen un revivir de ese pasado que se hace presente una y otra vez. Como toda experiencia traumática, se repite, en tanto el inconsciente desconoce el paso del tiempo. Los analistas también aprendimos que aquellas personas que fueron muy conflictualmente significativas permanecen en el psiquismo de nuestro paciente como si el ayer fuera hoy, manteniendo tan fuerte influencia que aún parece que le colonizaran el alma. Del mismo modo, cuando escuchamos a nuestra paciente adulta recordar el abuso –en la mayoría de los casos son mujeres las que llegan a los consultorios– nos encontramos con esa niña aterrada, impotente, que se considera culpable, de manera similar a lo que nos relatan los terapeutas que atienden niños abusados. Sólo que ahora, en lugar de tener frente a nosotros a una criatura en su hora de juego, nos encontramos frente a una mujer que viene desde lo exterior, sola pero que siempre trae en su interior, junto a la niña que ella fue, a todos los personajes internos que de alguna manera estuvieron en su vida durante el tiempo del abuso, fundamentalmente los padres y el abusador. Y tanto aquella niña, que mi colega especializado en niños atiende, como esta mujer a la que ahora escucho, se sienten perdidas, confundidas, culpables; por eso, necesitan que se les recuerde una y otra vez cuánta fuerza vital tuvieron que movilizar para poder sobrevivir.
Esta adulta que nos consulta se encuentra trabada a veces en la posibilidad de librarse de su identificación con el agresor y de juzgar al verdadero culpable del abuso para poder luego, metafóricamente, matarlo y enterrarlo. Cuando esta paciente recuerda y narra tan sórdida historia, el abuso aparece como una experiencia particularmente dolorosa y humillante de la que es sumamente difícil hablar y a la que los terapeutas debemos abordar con la mayor prudencia y cuidado, para evitar que nuestro acercamiento sea vivenciado como una nueva intrusión abusiva. A veces, el relato se presenta de manera espontánea y hasta inesperada. Otras, el terapeuta puede inferirlo y detectarlo a través de sueños o de síntomas. En la experiencia clínica con adultas se confirma lo que expresan todos los autores que trabajan este tema: habitualmente el abuso se comete dentro del ámbito familiar: padres, tíos, abuelos, hermanos mayores, un amigo de la familia. Es tal vez porque aparece mayormente en el ámbito de la “sagrada familia” que el abuso, aunque es un delito, por temor o por desmentida en general no se denuncia.
Violencia de la desmentida
Cuando la criatura abusada se hace adulta, con su desmentida logra convencerse, muchas veces, de que el abuso no ocurrió. Pero no debe confundirse este proceso con una simple represión, porque con ésta el resultado es que un pensamiento, una imagen, un recuerdo permanecen inconscientes. En la represión la lucha es contra algo que proviene de uno mismo. En cambio, en el caso de la desmentida, la percepción que es dada por inexistente proviene de la realidad externa. Algo que existe no existe, algo que se ve no se ve, algo que sucede no sucede, algo que pasó no pasó. Cuando la desmentida se pone de tal manera en funcionamiento, el propio yo queda dañado, en tanto es atacada su capacidad de reconocer una percepción, de aceptar algo como existente, de discriminar como propia una sensación corporal.
La amnesia de acontecimientos traumáticos, fenómeno vinculado con la desmentida, se presenta a posteriori de un traumatismo psíquico y es común entre los sobrevivientes de guerra, campos de concentración, violaciónsexual, atentados terroríficos, abuso sexual, etcétera. Las personas que han estado expuestas a situaciones traumáticas pueden tener síntomas de disociación (sonambulismo, alteraciones de la memoria) y signos de estrés postraumático (imágenes retrospectivas, alteraciones del sueño, pesadillas). También puede suceder que estas personas se replieguen y aíslen y/o que se depriman. A veces tienden a restar importancia a las realidades dolorosas del presente o están como insensibles o con sentimientos de vacío. Pero, como puntualiza el terapeuta David Calof, a diferencia de las personas sobrevivientes de desastres públicamente reconocidos, las personas que han sido abusadas sexualmente durante su infancia no saben por qué se sienten así. Frecuentemente sus recuerdos del trauma están fragmentados en desconcertantes mosaicos o no existen en lo absoluto. Estas personas son “veteranas de guerra muy particulares”, guerras que han tenido lugar, por ejemplo en la cama de su propia habitación o en la casa del vecino, con una secuela de heridas que tal vez nunca hayan sido ni vistas ni curadas por nadie. Además, rara vez existen testigos. En el escenario del abuso sólo se encuentran la pequeña víctima y el victimario.
“La calidad siniestra y el efecto traumático devastador de la violencia familiar y política –reflexiona Carlos Sluzki– son generados por la transformación del victimario, de protector en violento, en un contexto que mistifica o deniega las claves interpersonales mediante las cuales la víctima podría reconocer o significar los comportamientos violentos.” En el caso del abuso sexual, la criatura también es privada de su capacidad de disentir o consentir. E incluso, frecuentemente, el acto de violencia es descalificado como tal por el victimario, que le dice al niño: Esto lo hago por tu propio bien, no te puede doler tanto, te va a gustar, vos me provocaste. Es así que a las defensas psíquicas utilizadas por la criatura se agregan mensajes por parte del ofensor que caracterizan a la comunicación de doble vínculo. Si la familia o cualquier otra persona ante la cual el menor denuncia el abuso no le cree o no advierte, por otras señales, que tal abuso está sucediendo, se agrega, con su desmentida, un nuevo acto de violencia sobre el psiquismo de la criatura. Para que una conducta pierda su efecto traumático debe ser calificada de tal.
Por otra parte, aunque el abuso haya sido aislado, se instala en el aparato psíquico con la fuerza de los que han sido reiterados, porque la víctima generalmente ha sufrido otros episodios de violencia: maltrato físico y psíquico y otras experiencias sexuales traumáticas muy comunes, sobre todo en la vida de las niñas: miradas obscenas, encuentros con exhibicionistas y frotters, etcétera.
Freud fue pionero en conceptualizar, cuando el psicoanálisis nacía, la muy clásica y a la vez actual teoría traumática. Un trauma es un “acontecimiento de la vida del sujeto caracterizado por su intensidad, la incapacidad del sujeto de responder adecuadamente y el trastorno y los efectos patógenos duraderos que provoca en la organización psíquica”, sintetizan Laplanche y Pontalis.
Recuerdos enterrados
Consigno algunas viñetas clínicas:
u Por una situación circunstancial, una amiga de una paciente a quien llamaré Dora me informó que ésta había sufrido de niña un abuso sexual por parte de su padrastro. Una tía muy querida de Dora se lo había confiado. Me sentí responsable de comunicarle a mi paciente esa información, ignorando si era o no verídica. Dora –quien en el momento de la consulta tenía cuarenta años– reaccionó enojándose por el “disparate inventado por su amiga”, entre otras cosas porque su padrastro, que había sustituido a su padre ausente, había sido un hombre buenísimo y muy respetuoso de su intimidad. Días más tarde llegó a la sesión muy angustiada, con miedo aestar volviéndose loca. Es que, por la ventana de su habitación, había visto que un gato caía como desde un piso superior. Estaba segura de que no se trata de su propio gato, que ronroneaba por ahí. Fue hasta la planta baja y le preguntó al portero si había visto algo; recorrió con él el lugar donde supuestamente el animal habría caído, pero no encontró nada. Empezó a tener pesadillas que no recordaba, se enfureció contra su madre, estaba muy angustiada y no quería salir de su casa más que para venir a sus sesiones. Le dije que me parecía oportuno que conversara con esa tía tan querida, para constatar si la historia del abuso había sido real: la historia era cierta y el impacto sobre Dora fue enorme.
La tía confirmó que existió el abuso, cuando Dora tenía quince años, pero no se trataba del padrastro sino del amante de la madre. Los recuerdos vienen por retazos y entre Dora y yo construimos el rompecabezas. Ella había tenido que “olvidar”, en tanto había habido un doble trauma: a veces ella debía acompañar a su madre a los encuentros con el amante. La madre le era infiel a su querido padre adoptivo con un hombre que, además, abusaba de ella. Un día pudo contárselo a su protectora tía, que tomó cartas en el asunto y el abuso cesó. También se habría puesto fin a la relación de la madre de Susana con el abusador. Pero Dora enterró el recuerdo.
u Eva tenía cincuenta años cuando pudo comenzar a conectarse con el abuso que sufrió desde muy pequeña y hasta su adolescencia por parte de un tío. Siempre hablaba de esa experiencia –de la que sólo poseía imágenes aisladas– con total indiferencia. Como su médico le había indicado un análisis de VIH, estaba en sesión con el sobre, sin poder abrirlo para así enterarse del resultado. Su terror y angustia eran enormes. Le señalé que, probablemente, ella creía que en ese sobre estaban encerradas situaciones relacionadas con experiencias sexuales muy dolorosas, situaciones que mantenía tan en secreto que ni ella misma podía enterarse. Movilizados sus afectos, pudo entonces abrirse ante sí misma. Podía recordar y hablar del abuso de su infancia y de experiencias sexuales traumáticas de su adultez, que recién ahora podía reconocer como violaciones. Ella no sólo había sufrido abuso sexual durante su infancia sino que era sobreviviente de muchas otras violencias, habiendo quedado desde muy pequeña totalmente desamparada. Por eso era muy difícil para ella cerrar estas heridas. Su personalidad quedó tan fuertemente quebrantada que Eva decía: “Me destrozaron el alma”.
u Adriana, de treinta años, comenzó a ser abusada por su cuñado cuando tenía seis. Su padre, al que recuerda como cariñoso y protector, había muerto y su hermana mayor y el cuñado se mudaron a la casa en donde ella vivía con su madre y otros hermanos también pequeños. Cuando Adriana le contó a su madre lo que el cuñado hacía, ella contestó que necesitaban del dinero que él aportaba. El abuso, por supuesto, persistió. Adriana empezó a trabajar desde muy chica. A los quince años ganaba lo suficiente como para que se pudiera prescindir del dinero aportado por el cuñado. Entonces le dijo a su madre: “Ahora decile que se vaya”.
La sobreviviente del abuso en general está más enojada con su madre que con el abusador. Cree que su madre es cómplice. Espera de ella todo el cuidado, deposita en ella su confianza. Necesita que su madre le crea, aunque en realidad muchas veces ésta la acusa de mentirosa o, como sucedió con Adriana, no la protege. Este enojo tiene sentido porque, como dice Graciela Bianchi, para desmentir se necesitan cómplices.
Lo más peligroso de todo es cuando a esos cómplices integrantes de la familia se les suman psicólogos, psiquiatras, abogados y hasta jueces que encubren el delito cuando las víctimas son menores. Todos, psicoanalistas, abogados, pediatras, educadores, jueces, la comunidad toda, tendríamos que animarnos a creerle a nuestra Neurótica. Tal vez así habría menos niñosabusados, menos prostitución infantil y más sobrevivientes que se animarían a dejar el refugio-cárcel de su neurosis.

* Licenciada en psicología, psicoanalista. Miembro de Ateneo Psicoanalítico.

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