SOCIEDAD › OPINIóN

Juguetes para no jugar

 Por Fernando Halperín

Ayer conocí a los Reyes Magos. No, por cierto, a los míticos monarcas y hechiceros de Oriente, sino a los de verdad. Aparecían de a miles y se empujaban dentro de las jugueterías, aliviando, gracias al aire acondicionado, el calor sofocante que enero suele traer a Buenos Aires.

Estos Reyes Magos son infinitamente menos glamorosos y encantadores que los del relato bíblico. No andan en camello ni viven del desierto. Pero son los verdaderos. Y, seamos francos, sin estos Reyes Magos tan poco atractivos, los otros, los de la leyenda, desaparecerían en horas. Así que debemos considerarlos por su enorme importancia.

Decía, entonces, que ayer conocí a los Reyes Magos, y quería agregar que, al hacerlo, en apenas cinco minutos, también descubrí sus misterios y secretos, que también son muchísimo menos deslumbrantes que los de la leyenda, pero no menos importantes, ya que son, al fin y al cabo, los que dejan los regalos a los niños.

Y más importante que eso: dejan los mensajes. Porque cada vez que se pone en práctica el acto del regalo, quizás uno de los más básicos, universales y primitivos hábitos de la humanidad, además del objeto se genera un mensaje. La “intención” del célebre refrán (“lo que vale es la intención”) no es otra cosa que el mensaje.

Haber conocido a los verdaderos Reyes Magos me permite comprender mejor este mensaje. Y me preocupa.

Ya dije que los verdaderos Reyes Magos sufren el calor al igual que el común de los mortales –porque son mortales comunes– y difícilmente podrían aguantar más de cinco minutos en el desierto arábigo en un camello sin aire acondicionado. Pero, más importante que eso, los verdaderos Reyes Magos no eligen los regalos ni, mucho menos, los fabrican. Son más bien intermediarios grises entre los niños y la juguetería. Entran a los locales, sabiendo, aunque no comprendiendo, qué les gusta a sus hijos gracias a las instrucciones dictadas en coloridas, desprolijas e ilusionadas “cartas a los Reyes”, y escupen estas extrañas órdenes al primer vendedor que se acerca con la misma inquietud que entregan una receta de caracteres indescifrables al farmacéutico: “El sabrá a qué me refiero”.

Así, de los labios brotan Bakugans, Power Rangers, Ben 10 y Bratz, antes de que el juguetero regrese con un extraño muñeco de bochinchera y cuestionable estética japonesa, aunque “made in China”, Oriente al fin.

Lo que queda es hacer la cola, con el indescifrable juguete en una mano y la tarjeta de crédito dorada en la otra, pedir que lo envuelvan para regalo, y hasta el año que viene.

Los juguetes, tras la sorpresa de la mañana siguiente, toman diversos caminos. Pero, indefectiblemente, todos van a parar, tiempo más, tiempo menos, al canasto, en donde se incorporan a una masa informe, colorida y fragmentaria formada por otros tantos juguetes o trozos de ellos ya caídos en desgracia.

Cabe aclarar que me estoy refiriendo a niños de cierto nivel económico, porque –otro descubrimiento– los Reyes Magos no miden sus regalos de acuerdo con el comportamiento de los niños a lo largo del año. No. Eso también es parte de la leyenda. La importancia del regalo se relaciona directamente con el nivel de ingreso de los padres, independientemente de la disciplina. Y, a lo sumo, sólo los niños de hogares muy pobres pueden quedar sin el presente del 6 de enero, aunque se hayan portado muy bien.

Pero decíamos que, casi con certeza, el regalo pasará a ocupar el canasto general y aburrido de los juguetes que cayeron en desgracia, en muy breve tiempo. ¿Qué pasó? ¿Qué falló?

Buenas y malas noticias. La buena es que nada falló. La mala es, precisamente, aquello que no falló.

Cuando los padres/Reyes Magos entran a la juguetería no “eligen” un regalo. Se comportan en base a algunas premisas, que han sido incorporadas a través del sistema en el que estamos inmersos.

a) El niño debe recibir lo que pidió. Y esto, porque en la “pedagogía popular” moderna no es posible que un niño se angustie. Está en juego su tierna e inocente ilusión infantil. Es casi un delito y nos pone, como padres, en el lugar de monstruos no atenderla. Esto es curioso, porque la angustia es inherente a la vida y debería ser incorporada como una posibilidad presente. Y no intentar hacer de cuenta que no existe. Los únicos seres humanos que no se angustian, hasta donde sabemos, son los muertos. ¿Por qué pretender que la angustia es algo malo y que debe ser borrada del mundo de nuestros hijos? Bien, no es posible hacerlo por más que lo intentemos. Ellos, por una cosa u otra, se angustiarán igual, como parte de un proceso sano y necesario. La angustia dispara tristeza y sensaciones de- sagradables, es cierto. Pero también dispara iniciativa, búsqueda de soluciones, ingenio, brinda herramientas para actuar ante algo adverso. Y esas son cosas buenas.

b) En base a la premisa anterior –los niños no deben angustiarse–, es muy difícil “elegir”. Además, ¿qué me garantiza que no me equivoque? ¿Por qué someterme al juicio impiadoso que mi hijo, cuando despierte, tendrá sobre el regalo y, por lo tanto, sobre mí? Es más fácil darle lo que él quiere. Es, en cierta forma, una garantía de que nada va a fallar: ni se va a angustiar ni va a juzgarme.

c) Por último, ¿para qué “elegir” uno un regalo, si el sistema (TV mediante) ya se ha encargado de hacerlo elegir a él? El resultado es fenomenal para el sistema. Los Reyes Magos se convierten en compradores compulsivos que, como dije, entran a la juguetería con la tierna “cartita” en la cabeza, como quien entra a una farmacia con una receta. No hay elección. No hay ingenio. No hay “mensaje”.

¿O sí hay mensaje?

Sí lo hay. Y es perverso. El mensaje reproduce lo que el sistema impone en una sociedad extremadamente materialista como la nuestra, en donde la economía parece ser el parámetro más importante y valedero para medir las cosas: el consumo por el consumo mismo. Y lo está reproduciendo en los más chicos, convirtiéndose en columna de sus estructuras, es lo que en un sentido garantiza la propia supervivencia futura de ese sistema.

Así, la importancia del regalo está en el solo hecho de acceder al deseo que, dicho sea de paso –o no tan de paso–, es el ideal que nos ha sido impuesto por el sistema.

Y si no, vean: a mi hija no le gusta jugar con muñecas o, por lo menos, no es su actividad preferida. Prefiere otras cosas que van desde disfrazarse hasta dibujar. Sin embargo, su ideal es la muñeca Barbie Castillo de Diamantes, que es parte del merchandising de la película de igual nombre. Ha visto la película. Todas sus amigas tienen una de esas muñecas, y su cabeza es bombardeada a diario desde la TV sobre la felicidad que genera el poseer una.

Pero entonces no hay iniciativa, no hay una propuesta ni sorpresa. ¿Y el placer de “elegir”, es decir, de sentirnos “libres” por unos minutos? ¿De angustiarnos para bien, contemplando la posibilidad de equivocarnos, pero también de acertar a lo grande?

Si yo –los Reyes Magos– le hubiera regalado la Barbie Castillo de Diamantes a mi hija, la muñeca hoy estaría semidesnuda, a punto de ser incorporada a los juguetes en desuso porque, simplemente, no le interesa como juguete. El “mensaje” de mi regalo hubiera sido, entonces, el consumo por el consumo mismo. Y que la felicidad consiste en acceder a la muñeca; no en la muñeca.

Cuando los Reyes Magos les traen a los chicos todos esos miles, carísimos pedazos de plástico made in China, con forma de juguete, simplemente están cerrando el círculo: el consumo, que es el medio, convertido en el fin. Y el sistema, agradecido.

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