SOCIEDAD › BATALLA ENTRE BANDAS NARCOS Y VECINOS QUE HUYEN EN EL RIVADAVIA 1, DEL BAJO FLORES

El barrio en guerra

Es la trama de venganzas y aprietes que se dirime a ametralladora limpia. Es la pelea por el poder de las bandas de narcos. Y es, por primera vez en la ciudad, el desplazamiento forzado de los vecinos que buscan huir de la batalla. Ya hay chicos que son llevados a dormir a otros barrios para que no corran riesgos por las noches. Hubo un joven de 17 años muerto esta semana.

 Por Cristian Alarcón

El retumbar celoso de las ametralladoras la hizo dar un salto. El nene, su bisnieto de cinco años, se largó a llorar. La nieta, la mamá del niño, lo abrazó y alcanzó a tirarlo al piso. En menos de lo que las balas se iban gastando, afuera, en el corazón del barrio Rivadavia 1, doña Mactara Ferez, a sus casi ochenta años, sobreviviente de la dictadura y de batallas más tenaces, estaba cuerpo a tierra, rezando por su vida y la de los suyos. Los tiros no cesaban. Se fueron corriendo hacia el costado más seguro, la pared más gruesa de la casa, en el ángulo más lejano de las puertas y ventanas. Tiempo atrás la policía le disparó a un ladrón justo en ese punto y las balas no pasaron. Esa fue su mejor trinchera. La guerra, como le dicen en el barrio a un enfrentamiento de bandas que continuaba ayer con amenazas cruzadas, ya se cobró un muerto: Braian Vigiano, de 17 años. La venganza por su crimen provocó el contraataque de unos veinte que se presentaron en el barrio a bordo de tres camionetas de las que bajaron con las “metras”, chalecos antibala y granadas. Seis testigos de este conflicto urbano cuentan cómo se teje la muerte en los costados pobres de la ciudad y cómo los primeros síntomas de desplazamiento forzado por la violencia comienzan a notarse. Desde el lunes, las familias del Rivadavia sacan por las noches a los niños a dormir a otros barrios. “Ahora estoy sola en la casa, porque ya soy muy vieja para andar escondiéndome, pero en mi cuadra casi todos sacaron a los chicos y los grandes, escapan porque esta noche dicen que vuelve la guerra”, dice Mactara, firme en su trinchera.

Este cronista escuchó las primeras versiones el martes por la mañana. “Se desató la guerra. Ya mataron a uno. No sabemos qué hacer. La policía ya dijo que no puede hacer nada porque ellos no tienen chalecos ni ametralladoras como los de las bandas”, dijo el vecino del barrio. “Los pibes del barrio contrataron a una patota con armas de Mataderos y de Ciudad Oculta. Llamaron refuerzos. Vinieron en tres camionetas llenas y bajaron mostrando las granadas en la mano”, contó. Parecía demasiado. El barrio Rivadavia 1 es un plan de viviendas con calles y dos rotondas interiores que con el paso del tiempo y el nacimiento de hijos y nietos ha ido pareciéndose cada día más a una villa. Aunque la economía ilegal es el sustento de muchos, lo cierto es que nunca había emulado a su vecina, la villa 1.11.14, del otro lado de la avenida Bonorino, donde el combate por el poder territorial entre bandas de narcos peruanos ha dejado un tendal de muertes. En el Rivadavia 1 –el mismo que fue noticia tres meses atrás porque algunos de sus habitantes ocuparon los edificios en construcción de un plan de viviendas del Gobierno porteño–, los tiros se han hecho comunes, pero en pequeños estallidos de disputas interpersonales, toda una tendencia en los territorios lejanos a la justicia y las mediaciones. ¿Cómo era posible que lo que el testigo preocupado decía fuera cierto? ¿Qué trama se dibujaba tras la muerte de ese chico? ¿Por qué y de dónde tantas armas? ¿Dónde estaba la policía?

El llamado siguiente fue el de una mujer. “Esta noche nos pasan por encima. Están listos para atacar otra vez.” Los vecinos insistían en la hipótesis de una guerra. Pero ninguno de ellos era capaz de contar el nombre del supuesto pibe muerto. La identidad de otro chico herido. La dirección de los familiares. Las historias de la violencia suelen ser esquivas, una confesión rápida, la fantasía de que el periodismo puede activar mecanismos institucionales, encender la alarma más allá del territorio. Sólo la persistencia en las preguntas, y la confianza en que jamás serán reveladas sus identidades, logra quebrar los silencios construidos con la promesa de las balas. En una primera consulta las organizaciones del barrio –desde los docentes de la escuela a los religiosos cristianos y evangélicos, los que trabajan con jóvenes, con niños, los grupos de mujeres, los comedores y los militantes ligados a los partidos políticos– confirmaron el clima de pánico. Algunos de ellos deslizaron el nombre de los que, dicen, acumulan poder hace años dedicados a la venta sobre todo de cocaína, la droga que del Bajo Flores, en calidades cada vez mejores, baja al resto de la ciudad para abastecer la demanda local de los consumidores exigentes. Son castas de vendedores estratificados en minoristas y mayoristas grandes y pequeños que han ido poblando el barrio y ocupando el espacio con sus casas de dos y tres pisos, fortalezas en las que se refugian con sus autos cero kilómetro en la puerta. “Acá hasta los pibes más barderos a uno lo respetan, pero éstos son los más malditos, los que pegan, los que rompen cabezas, los que te tiran a matar si quieren porque sienten que tienen el poder de la policía a la que compran”, le dijo a Página/12 uno de los más viejos líderes del barrio.

Narcos versus
rastreros (y narquitos)

Mactara Ferez no sabe, dice, quién está detrás de la muerte de ese chico caído. No quiere saber, dice. Sólo sabe que el miedo tiene a sus vecinos hartos y desconfiados. La noche del martes tuvo que guardar en su casa a una abuela cuyo rancho estaba amenazado. Era parte de uno de los supuestos objetivos de uno de los bandos. En esa cuadra, cerca de la rotonda y del Centro de Educación Media 12, es donde comenzaron los problemas. Página/12 recorrió el barrio, y escuchó a los que se atrevieron a hablar. De allí surge el fondo de la trama. El fin de semana pasado un robo a la hermana de uno de los narcos más poderosos del barrio desató la guerra. Los transas del clan conocido como “Los Soliz”, manejado por una mujer y un varón, buscaron ayuda en soldados contratados en otras zonas calientes de la ciudad para “limpiar” de “rastreros” su territorio. Los rastreros son los pibes chorros de esta época sin códigos: los que consumen paco, los que roban al vecino, los que ven en el transa adinerado, y en el que pasa para comprar y se va, el mejor candidato para arrebatar lo ajeno. Venían de varias amenazas. Nada pone más nervioso a un pequeño narco que alguien se meta con su mercancía y con su clientela. Pero que lo hagan con alguien de la familia es el peor de los insultos, “más que una mojada de oreja”. “Los Soliz lo mataron al pibito. Era un pibe bueno, dicen que se equivocaron. Su madre está en cana. Al padre le dicen el Negro Angel”, contó uno de los testigos.

Esta semana, Página/12 siguió los rastros de la violencia en los pasillos de la Justicia y en los del poder político. Difícil. A media semana, consultados a través de voceros del Ministerio del Interior, los jefes de la Policía Federal juraban no haber sido informados de los enfrentamientos y del estado de psicosis en el Rivadavia. En la comisaría 36ª, un oficial confirmó que desde el hospital Piñero avisaron de un muerto a tiros el último domingo. Pero el caso había pasado a la División Homicidios. Se trataba de Braian Vigiano. Entró moribundo a la sala de guardia. Le habían disparado un solo tiro que le dio en el pecho y quedó atrapado entre sus costillas. Tenía 17 años. Lo velaron el martes. Como si todo se complotara, en la mitad de la semana se murió el cura de la capilla del Rivadavia. Joven, murió acorralado por un cáncer. Por eso fue un sacerdote de una villa vecina el que salió a la búsqueda de ese chico muerto, sin que nadie lo llamara. “Sólo se supo que el lío grande es entre los más pesados de la droga”, le confesó al cronista. El miércoles, cuando llegó para darle la extremaunción, al cadáver ya lo habían enterrado.

El domingo fue un día raro. Muchos en el barrio se fueron a los festejos bolivianos de Nuestra Señora de Copacabana, un mundanal religioso y folklórico en el que cholos y cholas, visitantes, familiares y entenados, toman hasta el intenso mareo en el barrio Charrúa. Por eso el Rivadavia 1 parecía tranquilo hacia el anochecer, cuando el tiro fatal dio en Vigiano y otros dos disparos, en la pierna de uno de sus amigos, conocido como El Peladito, ahora internado también en el Piñero. El viernes, este diario pudo confirmar por fin esa muerte de la que todos hablaban sin ponerle nombre. La causa es investigada en la fiscalía en lo criminal 18 a cargo de Marcelo Ruiz López. Allí, una fuente confirmó la identidad y la edad de la víctima. Pero nada sabían, dijo, de lo que estaba ocurriendo. “El chico murió en el hospital y por eso intervino la comisaría 36ª, y no la 38ª, con jurisdicción sobre parte del barrio. Desde el comienzo nos llamó la atención lo extraño del crimen y la actitud de la policía –resaltó–. Nos dimos cuenta de que sabían más de lo que nos decían, por eso pasamos el caso a Homicidios, donde sí comienza a aparecernos la versión de un enfrentamiento de bandas.” El dato: la policía no menciona en sus versiones ante la Justicia la existencia de traficantes.

El contraataque

El que habla es un viejo soldado de narcos. Uno de esos retirados civiles de las batallas menores, refugiado ahora en el calor familiar y un trabajo como chofer que lo mantienen lejos del delito. El hombre sabe. “Hace años, a estos mismos, mis amigos de entonces y yo los pusimos. Les robamos mercadería y nunca supieron de dónde vino. Pero los conozco. Se fueron haciendo fuertes cuando se hicieron mayoristas. Ahora ya tienen cuatro casas en el barrio.” Según el testigo, al Peladito lo habían baleado ya hacía quince días en las piernas. Esa noche se escucharon sus gritos, sus pedidos de auxilio. “Ayúdenme, por favor, me quieren matar”, pedía. Golpeó las puertas de varias casas. Pero nadie le abrió. Desde entonces, medio rengo, dicen, anduvo armado con una 32. A algunos de los más grandes les pedía balas prestadas para mantener el fierro cargado. Aun así, el sábado se enfrentó con una de las hermanas del clan de los Soliz. “Lo salvó otro pibito que era conocido de ella, y le pedía que no tirara que le iba a dar a él”, contó una mujer que vio la escena. “Pará, negra, acá no, me vas a dar a mí”, le dijo, y la mujer prefirió dejar pasar la oportunidad, que llegaría al día siguiente. Pero que terminaría con la vida de otro.

“El nivel de conflictividad del barrio es cada vez más alto. No sabemos bien cuáles son las bandas pero sí que hubo tres tiroteos en distintos puntos durante la semana”, cuenta el hombre a cargo de un comedor. “Recién supimos, por ejemplo, que al que mataron no era al que buscaban, que se equivocaron de pibe”, dice. Un testigo de la guerra lo confirma con nombres: “No querían bajar a Braian sino a uno al que le dicen Muqueiro”. Sobre este joven pesa una sentencia informal de muerte. “Braian era un pibe chorro, un pibe que formaba parte de una banda que se hace llamar Los Quebrados”, dice otro hombre. El padre de Braian es un hombre respetado en el barrio. Algunos lo conocen como el Negro Angel. Otros como don Vigiano. Página/12 quiso entrevistarlo, pero se negó a hablar sobre quiénes serían los asesinos de su hijo. Tiene miedo, dicen.

Al ataque contra los rastreros del domingo le siguió una reacción impesanda para los narcos. Los rastreros no eran tan rastreros. Se aliaron. Primero entre ellos. Luego con los hijos de los transas de uno de los pasillos que da a la calle Bonorino. Pero si hubo un factor que los impulsó hacia adelante fue la participación clave de uno de los ex soldados de Salvador, el narco peruano de la 1.11.14, ya apartado de la gran banda, y con su propio negocio en el barrio de enfrente. Se lo conoce bajo el alias de “Peluchín”. Los hombres de Salvador –que mantiene un ejército de soldados cuidando su zona– tienen entrenamiento. Así se reunieron para la ofensiva. Y como no eran suficientes llegaron, según los testigos, hombres de otros barrios: Mataderos y Ciudad Oculta. Se escuchó al atardecer: “No se paren en las esquinas porque se van a agarrar a los tiros”. Se habían reunido y en un mapa dibujado en un papel marcaron las casas de los Soliz. Tenían pensado entrar por atrás de uno de los aguantaderos. Pero los Soliz estaban alertados. “Ellos buscaron gente de una hinchada para defenderse, ahora están fortalecidos porque tienen amigos entre los capos de los barrabravas.”

El que habla supo que se venía el ataque cuando vio a uno con chaleco antibalas y una granada en la mano. “Métanse para adentro, o agarren un fierro”, les advirtieron a los que estaban alrededor de la rotonda. Todos los entrevistados coinciden en que había armas suficientes para equipar a un batallón. Desde la casa de los Soliz se repelió la agresión durante casi cuarenta minutos. “Como sonaban ametralladoras nos tiramos al piso”, cuenta Mactara Ferez. Su bisnieto le pedía: “Escapate, abuelita, metete en cualquier lugar, escapate”. “Apagamos la luz y nos quedamos quietitos”, relata. Así pasaron más de media hora, a la espera de que los tiros pararan.

La policía llegó al barrio cuando el tiroteo llevaba ya un rato. Se enfrentaron a los pibes chorros aliados con los transas, no a los narcos mayoristas agredidos. En la fiscalía en lo Criminal 18, a cargo de Gladis Romero, tenían información sobre un tiroteo de hombres de la comisaría 38ª con un grupo de cuatro varones. Uno de ellos había sido detenido con tres armas en la mano: Antonio Gabriel Sánchez Silveira, argentino, de 24 años. Pero nada sabían los hombres de la fiscalía sobre el mar de fondo. En un primer momento, los oficiales de la 38ª dijeron que el detenido estaba disparando y que tenía consigo una pistola 9 milímetros, un revólver calibre 38 y uno 32. Finalmente en la causa judicial se le sindican como propios dos 32. El 38 habría sido hallado en el piso. “En el juzgado están enojados con los de la comisaría porque primero dijeron que el tipo participó del tiroteo y ahora dicen que no. Y sobre todo les parece sospechoso que nunca contara la policía que había una guerra de bandas de narcos o algo parecido, para nosotros era un hecho común”, le dijo a Página/12 una alta fuente judicial.

La madre de dos nenes de cinco y siete años espera a quedarse sola para decir su angustia: “Nos queremos ir, muchos de nosotros luchamos por tener estas casas, pero ahora nuestros hijos no pueden jugar en los pasillos porque nadie sabe en qué momento estalla todo otra vez”. El fin de semana las calles del Rivadavia 1 estarán medio vacías. Cada quien sabe cuál es la pared más gruesa de su casa.

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Imagen: Pablo Piovano
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