SOCIEDAD › UN CUERPO DE BAILE CONFORMADO POR MUJERES DE ENTRE 40 Y 90 AÑOS

Danza mayor

Cha-cha-chá, music hall, tango, clásico. Ellas se atreven a todo. Aprenden a moverse, los pasos, la coreografía. Y hasta presentan un espectáculo al público. La profesora del grupo está cerca de los 80 años. Es un ballet donde el cuerpo no limita las posibilidades.

 Por Mariana Carbajal

Seductora, Nené Gazzola sacude la pelvis al ritmo de una danza árabe. Personifica a una odalisca que fue raptada por un sultán. Su cabellera rojiza acompaña la ondulación de sus caderas. Verla, maravilla. Pero no son sus movimientos ni su sonrisa lo que más sorprende, sino su edad. Nené tiene 72 años. No está sola. Es una de las bailarinas del Ballet 40-90, al que sólo pueden ingresar mujeres comprendidas en esa edad. Bailan tango, cha-cha-chá, pasodoble, danza clásica, moderna, music hall. “Nos atrevemos a todo”, dicen. Y lo demuestran en el escenario, aunque muchas de ellas nunca antes habían practicado baile. Su último espectáculo, Musijol en el Urbano, cumplió tres meses en cartel en un centro cultural de Villa Crespo. Combinan ensayos rigurosos –dos veces por semana, tres horas seguidas cada día– con tareas solidarias.
La profesora y alma mater de este peculiar elenco es Elsa Agras. Por coquetería, no acepta revelar su edad. Su pelo canoso, sus arrugas marcadas pero armónicas, su bastón de mango de plata y forma de pato pueden dar alguna pista, aunque su energía, su lucidez y su vitalidad complican cualquier cálculo. Misteriosa, ella sólo accede a decir que es la más veterana del grupo, mayor incluso que Nené. La menor tiene 41. La mayoría transita las décadas del cincuenta y del sesenta. Pero hay una infiltrada de 24, hija de una de las bailarinas que, como un caso excepcional, consiguió el OK de Elsa para sumarse al elenco. Ni el peso ni la altura son limitantes para entrar. Las hay más gordas y más flacas, más altas y más bajas. Tampoco son un filtro las discapacidades físicas: una de las bailarinas tiene una renguera y otra es prácticamente sorda, pero en las coreografías ninguna desentona.
Y mucho menos se requiere saber bailar. Pero no está todo permitido. “Hay que respetar ciertos códigos muy rígidos”, advierte la profesora y enumera: “No hay estrellas ni primeras figuras. Ensayamos dos o tres veces por semana tres horas seguidas cada día. No se puede venir a bailar un poquito ni faltar sin una causa muy justificada. La que quiere aprender se queda. La que disfruta más bailando que viendo que linda que es, se queda. Hay que comprometerse. Es casi una militancia”. El resultado es un grupo de compañerismo envidiable, aseguran.
No hay una que no diga que su ingreso al 40-90 sea un antes y un después en su vida. Tal es así que para ensayar hasta las once de la noche, algunas llegan a Villa Crespo desde Moreno, Morón y Wilde. Como Maricarmen Fontillo, de 62, que se sumó a la troupe este año y para regresar a su casa, en Wilde, la busca su hijo en moto. “Tenía problemas en una pierna. Andaba todo el día cansada, me costaba caminar, me agotaba. El médico me recomendó hacer ejercicio. Me enteré del 40-90 y vine. A los tres meses de empezar volví a ver al doctor y le dije: ‘Mejoré totalmente, pero no estoy bien por usted, sino por mi ballet’”, cuenta. Sobre el escenario, Maricarmen irradia simpatía. Su cuerpo no es lo que se dice atlético. Pero eso no le resta plasticidad ni gracia.
“A mí me puso más ágil la mente. Acá, las neuronas se reactivan”, cuenta Nené, la odalisca, y se refiere al ejercicio de memoria que significa recordar las coreografías, nada simples, por cierto, que conforman el espectáculo “Musijol en el Urbano”.
Satisfacciones
Con un micrófono portátil, del tipo de los que usa Madonna en sus shows, Elsa pide silencio a las “chicas” para poder iniciar el ensayo. De a poco, el murmullo se va desvaneciendo. Son las ocho de la noche del martes y en el galpón del centro cultural El Urbano, en Acevedo, a media cuadra de Corrientes, el frío es paralizante. Las cuatro estufas a garrafa no alcanzan ni para entibiar el ambiente. Pero ninguna se acobarda. Alguna pide empezar la clase con un blazer, pero la profe es terminante: “De ninguna manera”, le advierte. Con picardía, Elsa se corre el micrófono, baja la voz, y confiesa que a veces entran en calor con unos sorbitos de licor.
El Ballet 40-90 nació seis años atrás. Elsa lanzó la convocatoria con un aviso clasificado y tuvo como respuesta dos candidatas. “Me puse contentísima. Pronto fueron diez y no paramos de crecer”, se enorgullece. Es una apasionada de la danza. Desde los 8 años estudió con “muy buenos maestros” distintos tipos de bailes, música y piano. Pero un hecho trágico en su vida la alejó de los compases a los 41 hasta que en 1996, con una deliciosa historia de amor de por medio, decidió reconciliarse con las coreografías y creó el 40-90. Hoy además de coordinar el ballet, da clases de español para extranjeros, entre sus múltiples actividades (ver aparte).
Una de sus primeras bailarinas del 40-90 fue Carmen Patti, que antes que nada aclara que no tiene ninguna vinculación con el subcomisario e intendente de Escobar. Carmen tiene 60, vive en Villa Crespo y es dueña de una pequeña industria textil que fabrica ropa de mujer.
–Me gustaba el baile y nunca había tenido oportunidad de practicarlo. Al principio no me animaba...
–Era una patadura –la interrumpe la profe y ella asiente, divertida.
–En definitiva, quedé atrapada y ahora no sé qué haría sin el ballet.
Elsa no sólo dirige el Ballet. También crea sus espectáculos. Elige la música, inventa las coreografías, diseña el vestuario. Musijol en el Urbano dura una hora y cuarto e incluye tango, danza árabe, music hall, entre otros ritmos.
Hasta el año pasado los ensayos se hacían en el primer piso del bar El Taller, frente a la placita Cortázar, en Palermo Viejo, cuyo dueño les cedía gentilmente el espacio. Pero el crecimiento del elenco las obligó a buscar otro lugar y hoy ensayan en el centro cultural El Urbano, donde en los últimos tres meses hicieron el musical, a sala llena, con unas cien personas de público cada sábado por la noche. “Al principio venían nuestros amigos y familiares, pero después, cuando se nos acabaron, la sala se siguió llenando con gente que se fue enterando de nuestra propuesta”, cuenta Adela Carlevaro, de 63 años, encargada de relaciones públicas del grupo. Por el intenso frío que se cuela en la sala decidieron levantar el espectáculo hasta el 21 de setiembre. Pero en las vacaciones de invierno, los sábados 27 de julio, 3 y 10 de agosto, a las 15, lo repetirán en la plaza Cortázar a beneficio de un hogar de chicos de Palermo Viejo. Como entrada, pedirán útiles escolares y alimentos. Para el 28 de octubre planean una representación en el Centro Cultural Adán Buenos Aires.
La búsqueda de un lugar propio para ensayar y bailar es un objetivo permanente del grupo. “Si alguien tiene algún galpón en desuso, nosotras nos encargamos de arreglárselo...”, pide Cristina Mollo, de 55 años. Es empleada en un banco que se está disolviendo, el Velox. “Una amiga me invitó a la fiesta del primer año del ballet. Fui y cuando las vi bailar, me dije: yo quiero estar ahí. De chiquita había hecho folklore y siempre había tenido ganas de volver a bailar.” Desde entonces, no se despegó del grupo. Su hija, de 24, es la infiltrada del elenco.
Cristina Landi tiene 57 y vive en Palermo: “Me acerqué en setiembre del año pasado y en noviembre, cuando se largó el espectáculo, yo estaba con pestañas postizas y maquillada detrás del telón. ¿Qué hago aquí?, me pregunté. Y me di cuenta de que ése era mi lugar desde siempre”. El otro aspecto que le atrajo fue “la cuestión solidaria, de trabajo con la comunidad”.
La solidaridad es una parte esencial del 40-90. “Todos los meses ponemos dinero o traemos comida para darle a un hogar de chicos del barrio. Y hacemos obras a beneficio”, precisa Laura Bruno. Tiene 52, es comerciante, vive en Belgrano e integra el elenco hace tres años.
La música empieza a sonar. Cada una se ubica en su lugar. La profe da la orden y ya están en el centro del galpón, que hace las veces de escenario, repitiendo las coreografías del show. Concentradísimas, pero con una sonrisa pegada en el rostro. Como profesionales, con la cabeza erguida miran a un público imaginario. Se arrodillan, mueven los brazos, levantan las piernas, quiebran la cintura. El ritmo es pegadizo. La alegría, contagiosa. Sin dudas, dan ganas de incorporarse.

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Elsa Agras es el alma mater de este peculiar elenco, con ensayos rigurosos dos veces por semana.
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