SOCIEDAD › UN ARGENTINO ILEGAL EN ESPAÑA

“Me doy cuenta de que ya soy prisionero”

 Por Alejandra Dandan

Los viajes más largos de Carlos V. fueron a Mar del Plata, donde alguna vez se quedó tres días. El resto eran trayectos cortos: de su casa en Villa Adelina a una fábrica metalúrgica. Así, hasta que lo despidieron. Eso sucedió a comienzos del año pasado. Los viajes siguientes tuvieron un tinte más urbano: subterráneos, colectivos y algún tren a la Capital en busca de los clasificados. En diciembre se sentó frente al televisor y por primera vez pensó en un viaje más largo. España, después de todo, no parecía tan lejos. En la embajada averiguó que no necesitaba permisos para entrar como turista. Todavía no había empezado el corralito, ni las revueltas ni la represión en la Plaza de Mayo. Sólo había empezado su fuga, una de las miles que se dispararon en el país desde aquel momento. Carlos es uno de los nuevos emigrados argentinos y lo es en varios sentidos. Forma parte del nuevo flujo considerado como fenómeno masivo por los sociólogos, pero, además, es uno de los jóvenes desesperados que parten con poca estructura, pocos recursos y casi a la deriva. Su historia de viaje lleva ya casi cuatro meses. Sigue fuera del país, cambió tres veces de ciudad, pasó por hoteles, albergues, cabinas de Internet, conoció gente y andaba por su tercer trabajo cuando atravesó eso que llama la barrera de la legalidad. Ocurrió hace unos días, cuando ya vivía en el pueblo donde trabaja todo el día casi a cambio de casa y comida.
Ubeda es un pueblo rural a unos 400 kilómetros de Madrid, en el extremo oriental de Andalucía. Hace algo más de un mes, a ese lugar llegó un argentino desgarbado, bien flaco y experto en prácticas de supervivencia.
Era su segundo mes en España. Ahora cuenta cómo fue la decisión. “Tanto hablan del tema que un día dije: yo me voy”, dice ahora, cuando se acuerda de los meses “donde no me aparecía ni una changa: imaginate –vuelve a contar–, me la pasaba en las colas viendo tipos de 40 y 50 años: ¿y esto me espera a mí dentro de diez años?, pensaba.
Sin padres, con un hermano más grande y sin ancestros en el mundo desarrollado, Carlos demoró poco tiempo en descubrir que la única vía de escape era Ezeiza, y con pasaje de turista. Pero no sabía ni cómo hacer el trámite ni qué necesitaba. Las colas en la Embajada de España aún no eran largas; apenas tenía media cuadra por delante el día que esperó para que le confirmaran que además del pasaporte y el pasaje de ida y vuelta, tenía que llevarse al menos unos 50 dólares por día.
Eso fue lo único que averiguó. Programó la salida para el 15 de diciembre y se pasó el resto del tiempo en Internet. Entraba tres horas por día para averiguar todo: entró a listas, foros, sitios, conoció gente, argentinos que ya vivían en España, buscó contactos y los consiguió. Cuando tomó el avión, tenía tres direcciones en Madrid: una era del hostal más barato, la otra de un argentino tan descalibrado como él y la última era un español al que nunca conocería.
El dueño del hostal, acostumbrado al tránsito de inmigrantes desesperados, lo puso al día. Lo mandó a comprar un teléfono portátil, después lo envió al consulado y finalmente le dio una dirección: Conde Peñalosa 60. Un restaurante argentino. Ni Carlos ni el dueño del hotel pensaban en comida, más bien buscaban una vidriera, una suerte de cartelera donde, le dijeron, los argentinos suelen colocar sus avisos. Funcionó: “¡Dos llamados me hicieron! –dice–: a dos semanas de estar en Madrid ya tenía dos propuestas y allá pasaban meses y no salía ni una changa!”.
Entró como “pinche” en la cocina de un restaurante, también argentino, pero en otra parte del barrio. “Me explotaban de lo lindo –reconoce–: estaba de 12 a 16.30 y de 20 a 1.” Total recaudado en un mes, 440 euros. Trabajaba toda la semana bajo un régimen que terminó cansándolo. A los treinta días, cuando decidió irse, ellos pensaban echarlo.
Poco después su celular volvió a sonar, esta vez desde un lugar cerca del Mediterráneo. Playa, bares, tragos y trabajo, se imaginó cuando mencionaron Alicante. Pero no. Pagó el viaje, llegó a la playa y descubrió un detalle pasado por alto: nadie iría a la playa en pleno invierno. Una semana después regresaba al viejo hotel madrileño.
En unos días recuperó la semana: caminó, habló, preguntó y recuperó una red de contactos donde aprendió nuevas estrategias.
1. Piso: hasta ese momento pagaba 12 euros por día en el hotel, ahora tenía el dato de familias o gente que alquilaba cuartos. Por 216 euros mensuales tenía cuarto, cama, ducha, cocina y “derecho a televisor todo el día”.
2. Muchacho: hizo un cartelito con su teléfono: “Muchacho argentino se ofrece para cualquier tipo de trabajo. Se atiende las 24 horas”, y ahí ponía su teléfono. La clave: las fotocopias. Consiguió las más baratas de Madrid, hizo cientos de copias en un local de la ciudad universitaria.
3. Jardinería: entró a un foro de jardinería en Internet. Dejó un mensaje de pedido de ayuda y lo firmó como “muchacho argentino”.
Y la ayuda apareció.
–El sueldo no es mucho, pero lo tengo limpito –cuenta.
–¿Cuánto te pagan?
–Y, unos 120 euros, pero me dan casa y comida.
Carlos está ahora en el cuarto que le asignó una familias de Ubeda, en una zona rural de Andalucía. Con él viven los cuatro dueños de casa, dos mayores con dos hijos y la mucama, una rusa también inmigrante. En la casa tiene una habitación sólo para él. “Me dan libros –dice–, hay televisor, equipo de música y hasta hay un gimnasio con pesas. Está a cinco kilómetros del pueblo, y de Internet, donde se le van 2 euros cada vez que se queda una hora frente al monitor. En la casa barre, pinta, hace trabajos de electricidad, albañilería, ayuda en la cocina, limpia el jardín:
–Un poco de todo –dice–: como el hombre orquesta.
–¿Te vas a quedar mucho tiempo?
–Obvio que no pretendo jubilarme, pero a veces me pinta el bajón y me doy cuenta de que ya soy prisionero.
Se lo imaginó hace exactamente 29 días, cuando vencía su pasaje, y la vida de turista:
–Ya está. Ya pasó, ya soy ilegal. No puedo irme, ni pensar en mi hermano. Si piso el aeropuerto me condenan.
¿Y si no lo pisa?

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