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Miércoles, 25 de febrero de 2009

LITERATURA › ENTREVISTA A LA ESCRITORA ANA MARíA SHUA

“Busco reducir el lenguaje a su forma más simple y directa”

La publicación de sus cuentos completos para adultos, Que tengas una vida interesante, le permite a la autora analizar retrospectivamente su obra. “No soy la misma persona que escribió esos cuentos, entonces no los puedo tocar, no me siento con derecho”, dice.

 Por Silvina Friera

Nadie se atrevería a negar, salvo algún trasnochado, que el orden de los factores no altera el producto. Esta ley se transforma en una excepción, o en una anomalía más que en una regla, si se la intenta aplicar a la obra de una escritora que decide publicar sus cuentos completos para adultos. Ana María Shua podría barajar a su antojo el mazo de los treinta tres relatos que incluyó en Que tengas una vida interesante (Emecé), cortar en dos o en cuatro partes, desacomodar y volver a acomodar las cartas, y el resultado, que a priori podría resultar asombroso, sería el mismo. Desde su notable primer libro de cuentos, Los días de pesca (1981), hasta el surtido de inéditos de factura más reciente, las historias que publicó en los últimos treinta años acreditan una elevada calidad literaria. Esa fluidez como cuentista, admitirá en la entrevista con Página/12, fue el proceso de un lento aprendizaje. Todo empezó cuando decidió probar suerte con la narrativa. Su primera escuela fue Nocturno, una revista femenina de fotonovelas en la que publicó sus primeros textos en 1970 con el seudónimo de Diana Montemayor, cuando apenas tenía 19 años y decía que quería ser periodista.

Prologuista generosa a la hora de hablar sobre los yeites del oficio y marcar los límites de la cancha, Shua plantea que la clave está en la revelación. “En un cuento algo queda expuesto, revelado (pero nunca develado), algo que no es posible expresar de otro modo, porque si lo fuera escribiríamos un ensayo y no una ficción. Es el absurdo del universo, la inconsistencia de la vida, el dolor de la muerte que nos define como humanos. O cualquier otro misterio que el cuento jamás nos va a aclarar, porque la revelación que contiene es la puesta en evidencia del misterio, y no su resolución.” Con esa ironía que la caracteriza, más afilada porque acaba de regresar de sus vacaciones y los músculos de la cara y la lengua están más sueltos y disponibles, la escritora se relaja en el sofá de su living y se entrega a la charla como si aún estuviera tomando sol en Mar del Plata. Pero esta playa, desde la que repasa su relación con el cuento, queda en un piso catorce. “A mi edad una puede darse el lujo de publicar sus mejores cuentos, pero no es mi obra completa, porque pienso seguir escribiendo por mucho tiempo”, amenaza la escritora.

–En el prólogo de Que tengas una vida interesante advierte que la desdicha es un magnífico material narrativo. ¿Por qué la felicidad resulta intolerable para la narrativa?

–La felicidad no tiene desarrollo temporal: es puntual y no se extiende en el tiempo. La felicidad es inapresable, es puro presente, y la narrativa no es sólo presente, sino pasado y futuro implicados. Tiene que haber un proyecto pendiente para que se produzca un cuento. En la felicidad no hay pasado ni futuro, sólo el instante. Bueno, ahí tenés a los felices habitantes del paraíso de Dante; felices y aburridísimos. Ellos pueden estar en el colmo del éxtasis, pero son muy aburridos para el lector porque no pasa nada, no hay deseo. La felicidad es parecida a la muerte. En ese sentido, hay un cuento de Andersen que me gusta mucho, “Los chanclos de la fortuna”. Los chanclos, una horrible traducción del momento, eran unos zapatos de la suerte. El personaje les pedía a los zapatos que le cumplieran sucesivos deseos. Y en el cumplimiento de los deseos iba encontrando la desdicha. Pedía viajar y se encontraba en un carruaje atestado, en un día de calor. Todo lo que pedía se le volvía en contra. Ninguno de los posibles deseos en la tierra le garantizaba la dicha. Entonces, finalmente, se le ocurrió pedir la felicidad. Y cuando pidió la felicidad, apareció la muerte, porque sólo la muerte se parece a la ausencia del deseo.

–Se podría afirmar que la felicidad es mucho más sombría que la desdicha.

–Sí, en cierto modo la felicidad es más sombría porque no hay nada después de la felicidad. En la desdicha hay esperanza, en cambio la felicidad es perfecta en sí misma y ya no hace falta nada más. El ser humano no está hecho para la felicidad. Necesita esa pequeña desdicha que constituye el deseo, las ganas de tener, hacer o ser algo.

–En “Los días de pesca” hay una suerte de estribillo que se reitera, “Y sin embargo mi papá se murió”, que bien se podría asociar al “nunca más” de “El cuervo” de Poe. ¿Recuerda cómo fue la composición de ese relato?

–Es el cuento que más tiempo me llevó escribir en mi vida. No es que estuve todo el tiempo escribiéndolo, pero desde que lo empecé hasta que lo terminé pasaron tres años. Como eran mis pininos, yo me proponía pequeños ejercicios de estilo. Quise escribir una prosa muy lisa, que sin ser infantil fuera la estilización de un recuerdo de infancia. Pensé en escribir acerca de esos momentos que habían sido tan lindos y tan importantes para mí cuando era chiquita, que era estar con mi papá. Empecé a escribir y de una manera natural me salió ese “y sin embargo mi papá se murió”. Comencé el cuento en 1976, un año después de la muerte de mi papá. Después me fui de viaje, yo ni siquiera sabía si iba a ser escritora. Cuando volví encontré el texto entre unos papeles y me gustó. Me pregunté por qué había relacionado los días de pesca con el hecho de que mi papá se murió. Y me di cuenta de que mi papá había muerto de una embolia, había muerto ahogado. Se murió como si lo hubieran pescado. De todos mis cuentos, es el único ciento por ciento autobiográfico.

–Otro relato que parece autobiográfico es “Historia de un cuento”, donde recuerda que en el año ’70 se propuso ser periodista y empezó a escribir cuentos para una revista femenina. ¿Qué aprendió de esa experiencia en la que tenía que construir relatos dentro de límites muy precisos?

–La revista era Nocturno, una revista de fotonovelas donde publiqué mis primeros cuentos con el seudónimo de Diana Montemayor. Tenía 19 años, había publicado un libro de poemas, pero no lograba aprender a contar una historia. Había alcanzado cierta prosa poética que insinuaba posibilidades narrativas, pero no podía escribir un cuento, entre otras razones por la tremenda exigencia artística que se plantea uno cuando empieza. Mi primer cuento tenía que ser un aporte a la literatura universal, como mínimo un cuento de Chéjov (risas). Escribía el primer párrafo y como no era un cuento de Chéjov, porque era buena lectora y no me engañaba, me quedaba paralizada y no podía seguir. Cuando comencé a escribir para Nocturno no me estaban pidiendo cuentos de Chéjov; me estaban pidiendo relatos más sencillos para una revista femenina. Enseguida escribí tres o cuatro cuentitos que me resultaron útiles para manejar la técnica. Después de eso me pude largar y comencé a escribir mis cuentos. Esa experiencia fue el puente que me permitió pasar de la poesía a la narrativa.

–Cuando repasa sus cuentos completos, ¿qué diferencias percibe entre los últimos que escribió y los de su primer libro?

–No lo tengo muy claro, pero estoy convencida de que tiene mucha razón (Ricardo) Piglia cuando dice que no se escribe mejor con los años. Con experiencia y conocimiento se puede escribir un cuento aceptable, digno y publicable. Pero para escribir un cuento excelente tiene que suceder algo que está más allá de la voluntad. Con Los días de pesca ya había pasado mi período de aprendizaje y esos cuentos eran bastante profesionales. A partir de ese momento los cuentos suceden o no suceden. De pronto se produce esa magia, que no se sabe bien de dónde viene, y aparece un gran cuento. Pero eso no pasa siempre y no se lo puede provocar a voluntad.

Shua revela que si no se impusiera la obligación de escribir, no escribiría ni una línea. “Como me obligo a escribir un género determinado, nunca se me mezclan: ni una minificción crece y se vuelve un cuento ni una idea que tengo de un cuento se reduce y se convierte en una minificción –explica–. Son géneros que trabajo como si los estuviera haciendo con distintas partes del cerebro. Lamentablemente, los textos no me persiguen ni me acosan, tengo que salir a buscarlos...”

–¿Por qué se siente más segura o cómoda con el cuento?

–Simplemente porque es un género más corto. Constantemente a lo largo del día van apareciendo ideas de cuentos, que son chiquitas, sencillas y pueden desarrollarse en pocas páginas. Es algo que tiene que ver con el funcionamiento mental de cada uno. Recuerdo que Osvaldo Soriano decía que no podía escribir cuentos porque empezaba a escribir y llegaba a la página 70. Hay escritores que son naturalmente más copiosos, pero yo tiendo de una forma natural a la brevedad. Aprender a escribir un cuento de diez o quince páginas me llevó muchos años de lento aprendizaje. Lo natural en mí era lo extremadamente breve. Siempre me parece que sobran palabras, nunca me cuesta acortar y reducir. Lo que me cuesta es ampliar, extenderme.

–¿Decidió corregir en parte algunos de los cuentos o prefirió dejarlos como fueron publicados en su momento?

–No, no los corregí, a pesar de que la editorial me dio carta libre para que modificara lo que quisiera. Pero no soy la misma persona que escribió esos cuentos, entonces no los puedo tocar, no me siento con derecho. Los cuentos que escribí hace treinta años están bien escritos, no hay ninguna razón para tocarlos, aunque no piense de la misma manera ni sea la misma persona. A veces uno se propone hacer un cambio, pero se da cuenta de que, cuando un cuento está bien construido, saca un ladrillo y se le viene todo abajo. Así que no es tan fácil corregir y modificar. Sé que hay otros autores que modifican sus cuentos. Abelardo Castillo los reescribe constantemente, pero yo no podría hacerlo.

–Una de las tentaciones que puede tener un cuentista, una vez que domina las técnicas, es que la escritura se vuelva más florida y barroca. ¿Cómo hizo para eludir esta tentación?

–Nunca tuve esa tentación porque me gusta el lenguaje sencillo, el pulido y la simplificación. Si de pronto algo pudiera sonar barroco o recargado, el gran placer para mí es inmediatamente limpiarlo, limarlo y dejarlo reducido a su forma más simple y directa. Cuando leo soy muy ecléctica y de pronto me encantan cuentos trabajados con una técnica absolutamente barroca. Pero cuando escribo, me inclino por un lenguaje más sobrio, una elección por cierto muy argentina, porque nosotros tenemos un lenguaje muy contenido y sobrio. Borges y Bioy Casares trabajaron en esa línea.

–¿Con el tiempo fue ganando en ironía a la hora de escribir?

–Sí, puede ser. La ironía siempre fue una característica muy fuerte de mi personalidad. No sé cómo se lee desde afuera el conjunto de mis cuentos, no sé si hubo progresos o cambios. Sin que les preguntara, mis editoras me dijeron que los últimos cuentos les gustaron mucho más que los primeros. Pero eso es lo que un escritor quiere escuchar. Uno duda siempre. No sabés si alcanzaste ya la cumbre y estás en declinación. Cada autor tiene un mundo pequeño y hay un momento en que uno empieza a chocar con las paredes de ese mundo. Ya no hay tantas cosas nuevas: esto ya lo escribí, esta sensación y este sentimiento ya los expresé y este punto de vista ya lo trabajé. En otras épocas era más severa y decía: “Ese autor para qué sigue escribiendo, si ya dijo todo lo que tenía que decir”. Ahora soy mucho más generosa en ese sentido. Digo: “Bueno, ¿qué otra cosa va a hacer? Es escritor, tiene que escribir” (risas).

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“El ser humano necesita esa pequeña desdicha que constituye el deseo, las ganas de tener, hacer o ser algo”, sostiene Shua.
Imagen: Vera Rosemberg
 
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