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Viernes, 18 de julio de 2008

SOCIEDAD

La experiencia silenciosa

Hay hombres que han puesto su firma en la Campaña Nacional por el Aborto Legal, Seguro y Gratuito, que sigue sumando adhesiones desde hace al menos tres años. Pero prácticamente ninguno ha puesto el cuerpo cuando el reclamo ganó la calle. Aunque la responsabilidad es compartida a la hora de prevenir embarazos, es en el cuerpo de las mujeres donde la vida y la muerte juegan su partida. Fue un ministro –Ginés González García– quien dijo públicamente que si los hombres se embarazaran el aborto sería legal. La mayoría de ellos, sin embargo, calla o habla a medias. Acompaña; o elige huir a sabiendas de que no es su cuerpo el que está en juego.

 Por Roxana Sandá

Al aborto, esa implosión que atraviesa los cuerpos de las mujeres en su estado más individual para situarlas en un vértice de soledad irrepetible, se lo reconoce como una palabra-territorio que no deja hilachas al azar de la memoria. En cada asomo de por vida recuerda el escenario de la clandestinidad aun cuando fue bien paga; el temblor de las piernas frías por miedo a no retener los fluidos que siguen manando, la tranquilidad de lo decidido retorcida en nervios y el vértigo final de reencontrar la mirada del que acompaña, si es que está, cuando se deja el consultorio a los tropiezos. Por supuesto que no se piensa en ese otro, no hay tiempo. Apenas algún resto de fortaleza para modularle que está todo bien. Con el paso del tiempo, la percepción es que aquél tampoco esperaba mucho más. Y a ciencia cierta, no se sabe qué sobreviene a un hombre en tal situación. No existen muchas lecturas de un proceso que lo baraja en lo personal y político para involucrarle la responsabilidad y el deseo. Es incógnita de qué manera codifica con su cuerpo lo que se trazó en la piel de la otra.

“A veces con abrazos y otras corriendo hasta que no me den las piernas”, confiesa Ismael Abrigo, un muchacho de 22 años que vivió situaciones de aborto en dos oportunidades, con diferentes mujeres. “La primera fue con una compañera de colegio. Eramos chicos, nos cuidamos medio a los tumbos con el preservativo, y quedó embarazada. Me asusté, le discutí mucho. Era un caos, quise borrarme. Por eso digo que el cuerpo me hizo correr hasta que no tuviera más aire. No quise morirme, sólo correr. Pero terminé aceptándolo y por suerte una tía de ella nos ayudó con el dinero y un médico conocido. En ese momento nos salvó la vida. Pero después cortamos, terminó la escuela y dejé de verla. Yo no estaba preparado ni un poco. Creo que por eso el recuerdo más fuerte es el miedo tremendo que tuve. Y todavía se siente en el estómago.”

La segunda vez fue el año pasado, con novia formal de igual edad y píldoras anticonceptivas tomadas en días salteados. “La ginecóloga no quiso ponerle un DIU porque dijo que es joven y todavía no tuvo hijos. Le recetó pastillas, pero ella se olvidó de tomarlas tres o cuatro veces a lo largo del mes y quedó embarazada. Lloramos juntos de bronca porque el momento que nos tocó era una cagada. Hicimos el intento de cuidarnos y salió mal. Fue la vez de los abrazos, de estar todo el tiempo con ella pegado, mirándola. Pero a la larga uno nunca sabe bien qué hacer. Por más que estés, sentís que sos un idiota que sólo acompaña.”

Las percepciones adolescentes del varón frente al hecho complejo del aborto podrían resumirse, en buena medida, desde el relato de la propia experiencia que hace el psiquiatra y psicoanalista Alfredo Grande cuando enumera “la impotencia frente a la decisión irreversible de interrumpir aquello que el deseo prolongó en incipiente embarazo. El test positivo como marca inapelable del negativo absoluto del aborto. Las culpas repartidas sobre quién tenía que cuidarse. La vergüenza frente a los que, con sarcasmo, nos hablaban de los ‘daños colaterales’ de la pasión. La cultura de la vida como mandato represor que congeló nuestras vidas de adolescentes enamorados frente a tener que asumirnos como verdugos melancólicos”.

Para Grande, se trata de “embarazos contrariados”, en los que “el varón sólo está afectado por la interrupción de ese proceso desde su vínculo amoroso con la mujer que no desea matar al feto, pero que desea no desear el embarazo”. En ese tránsito de lo incipiente, “acompaña a la mujer a la meta del desapego absoluto de aquello que llegó sin ser llamado” (ver recuadro).

Un estudio sobre “El aborto en América Latina y el Caribe. Una revisión de la literatura de los años 1990 a 2005”, que realizaron las investigadoras Susana Lerner y Agnés Guillaume para el programa de actividades del Centro de Estudios de Población y Desarrollo de Francia (Ceped), señala que la participación de los varones de la región en el aborto provocado está condicionada por contextos culturales, religiosos y morales, pero sobre todo por los roles asignados. Sin embargo, es asombroso cómo la teoría se empeña siempre en echar luz sobre aquello que las mismas personas no logran desgranar acaso durante toda una vida.

“No sabría bien qué me provoca una situación como el aborto, mis reacciones no son muy claras. Me parece algo terrible, pero como el mundo está lleno de cosas terribles, no siempre distingo de lo tremendo que me afecta a mí”, reflexiona Carlos Fernández, de 55 años, casado y padre de un hijo. “En principio, me parece terrible que a las mujeres les prohíban abortar, que se las obligue a parir. Es muy grave que una persona con peso institucional, como un juez o un médico, se meta en la mente de una mujer para obligarla a tener un hijo.”

Carlos y su esposa decidieron realizar un aborto quince años atrás, cuando la relación se iniciaba en un cúmulo de sobresaltos. “Más allá del sentimiento mutuo que existía, en ese momento no éramos base para construir nada, y desde esa complicación no se veía la posibilidad de tener un hijo. Siendo así, uno no piensa después qué hubiera pasado si lo hubiéramos tenido, porque se parte de una situación que lo vuelve inviable. Sin embargo, hubo un instante: cuando ella estaba en el consultorio y yo en la sala de espera, pensé en entrar y decirle vayámonos, porque nunca se está ciento por ciento seguro y practicar un aborto es un paso muy grande. Hay que ser bastante animal para no dudar. También sé que si ella me hubiera dicho que quería tenerlo, lo hubiera aceptado, pero hoy no me conmueve la decisión que tomamos, porque estoy convencido de que en ese momento no podíamos hacer nada.”

En la Argentina se realizan unos 460.000 abortos inducidos por año, según datos del Ministerio de Salud de la Nación sobre morbilidad materna severa. Entre 1995 y 2005, la cantidad promedio de egresos hospitalarios de mujeres por complicaciones posaborto creció un 27,5 por ciento. Mientras en 1995 se registraron 53.978 egresos de hospitales estatales por abortos espontáneos y provocados, en 2005 la cifra ascendió a 68.869 egresos, de los cuales la mitad corresponde a mujeres de entre 20 y 29 años. Los mismos datos no dan cuenta en igual proporción de la presencia de varones en el rol de acompañantes.

“El papel de los hombres dentro de la salud reproductiva en general es absolutamente pobre y lamentable”, sostiene el médico obstetra Mario Sebastiani, presidente de la Asociación Argentina de Ginecología y Obstetricia Psicosomática. “Quizá lo más importante es que su ausencia en el escenario es casi total, habida cuenta de que siempre se habla de los cientos de miles de mujeres que interrumpen la gestación y jamás se menciona a los responsables que a través de sus espermatozoides han favorecido estos embarazos.”

¿Por qué ocurre esta situación?

–Generalmente se debe a una sistemática actitud de evitar la colocación del profiláctico por diferentes causas: no lo portan, no tienen el dinero para comprarlo, no es provisto por el Estado, el efecto del alcohol y las drogas, la manifestación de una supremacía del hombre sobre la mujer, el pensamiento mágico sobre el embarazo, la utilización del coitus interruptus o la pérdida de sensibilidad en el pene, por citar algunas.

¿Qué papel desempeña entonces el hombre en el discurso de la salud?

–Es relegado tan sólo al breve párrafo del profiláctico, por lo que presta poca atención. La mayor carga la lleva la mujer en las decisiones y en la multiplicidad de métodos. Este es un discurso sexista, donde el profiláctico es para el hombre y el resto de los métodos para la mujer. Se trata de un discurso tramposo y no obliga a ambos sexos por igual.

Habla de un gran desequilibrio de fuerzas.

–La mujer invierte cinco años en tener dos hijos entre búsqueda del embarazo, parto y puerperio. Luego debe cuidarse veinticinco años más para protegerse de los embarazos. Los hombres en cambio logran hacer daño a través de sus espermatozoides aun en la tercera edad. El hombre no se embaraza y no tiene aborto, por lo tanto no entiende lo que es un pensamiento ambivalente, lo que es la humillación, el riesgo, la clandestinidad.

¿Cuáles son las herramientas que resuelvan esta problemática?

–Educación sexual para lograr una sexualidad responsable. En esta historia, ni siquiera estamos en pañales.

“Teníamos 16 o 17 años... En ese caso sentí que no tenía poder de decisión, yo lo quería tener y ella no... Lo que hice fue acompañarla en el proceso de aborto, la acompañé al lugar, que cumplía con ciertas garantías sanitarias... en ese momento era muy difícil hablarlo a nivel familiar, no se lo dijimos a nadie. Yo le conté a mi hermana, que me apoyó tanto en lo financiero como en lo afectivo. Yo me doy cuanta ahora, con el tiempo, de que en ese momento a mi novia no le reconocí el derecho a la elección. Yo no tenía poder de decisión, ella ya había decidido. Me da la sensación que con más madurez la situación podría haber sido otra.”

Walter Ricciardi, 45 años, dos abortos, que ha accedido a contar sus experiencias para esta nota, se mantiene en silencio unos segundos, y agrega: “En aquel momento, para mí, ella terminó siendo una mala persona por haber elegido unilateralmente”. Walter piensa que todos deberíamos tener el derecho a decidir sobre nuestro cuerpo. Por eso considera que la mujer es la que en definitiva debe tomar la decisión de abortar o llevar adelante un embarazo. ¿Y cuando la decisión de la mujer no es la misma que la del hombre? “Ahí empieza otra cuestión –aclara Walter–; la mujer tiene derecho a decidir, lo otro es negociable.” En la segunda oportunidad, Walter tenía 24 años. “Esa vez fue de mutuo acuerdo, los dos decidimos abortar porque no estaban dadas las condiciones para tener un hijo. Yo tenía una sensación de fracaso y de impotencia, esta cosa de que las condiciones no estaban dadas, no era que no queríamos, el fracaso es eso, se cortaba un proyecto. Después vino la separación. Y esto pasó en los dos casos. Se produjo como un vacío. Hay algo como que vos al otro no lo mirás de la misma manera.”

De diez mujeres consultadas para esta nota, cinco de ellas habían abortado alguna vez. Las otras cinco conocían alguna mujer que había abortado. De diez hombres, dos de ellos reconocieron haber abortado, y siete prefirieron no hablar del tema, y sólo uno aseguró conocer a un hombre que vivió una situación de aborto.

En 2004, una mujer hizo público su caso en el sitio de Internet Rima (www.rimaweb.com.ar), dando inicio a la campaña “Yo aborté”, inspirada en un antecedente francés y en la visita a la Argentina de la médica Rebecca Gomperts. Un centenar de mujeres de diferentes sectores sociales relataron las circunstancias en que se sometieron a intervenciones clandestinas. Pero sólo un hombre de 58 años (con reserva de su nombre) se atrevió a contar su experiencia. “(...) Digo sólo que lo siento como cosa triste, incicatrizable; y que difícilmente se pueda estar a favor del aborto (decidirlo es otra cuestión), sin silenciar impulsos profundos (...) Otra, claro, es su despenalización, con la que acuerdo; con facilitarlo además para quien lo necesite y con parar esta picadora de carne que confunde ética con dogma, y que insiste en quemar cuerpos para salvar las almas.”

Por primera vez en la Argentina, la Justicia de Santa Fe dictó a principios de mes el procesamiento de profesionales de la medicina del Hospital Iturraspe y de la clínica Samco, de esa provincia, por violar derechos humanos de las mujeres al negar la práctica de un aborto legal a la joven Ana María Acevedo, obligada a proseguir un embarazo sin la atención médica del cáncer que padecía, por “convicciones culturales y religiosas” que sostuvo el cuerpo médico y el Comité de Bioética del Iturraspe, conformado por hombres.

Tras meses de agonía, Acevedo falleció en mayo de 2007, privada del derecho de ser informada y elegir libremente cuándo maternar (ley 11.888); de recibir educación sexual y decidir respecto de su vida sexual; de expresar su consentimiento o exigir que se le aplique el método anticonceptivo que elija (ley provincial 12.323), y finalmente de acceder a un aborto legal, seguro y gratuito (artículo 86 del Código Penal).

“El aborto no está presente en el pensamiento del hombre y desgraciadamente para la mayoría de los profesionales de la medicina es un problema legal antes que médico. El problema no se les presenta como un planteamiento ideológico: en realidad, el gran temor es tener consecuencias con la Justicia, tanto para realizar una intervención como para no hacerla”, sostiene el pediatra Vicente Lupino, del área de Infectología del Hospital Argerich.

“La ideología hegemónica subyacente en la sociedad determina conductas culturales que también se traducen en la práctica médica. Por eso creo que si queremos realizar acciones concretas respecto del aborto, no podemos pararnos en términos ideológicos, como los de seudoprogresistas o de oscurantistas de la Iglesia, que se convierten en dogmas que no aportan nada a la gente. La verdadera discusión es sincerar si existe la decisión política de mejorar la calidad de vida de las personas y plantear que el aborto es una herramienta que sirve para que una mujer vaya dignamente a un hospital y pueda exigir que se la intervenga.”

En 1994, una carta pública internacional de la feminista colombiana Mary Ladi Londoño declaró “cierto que a través de la historia conocida de la humanidad, quienes han detentado el poder decidieron por decreto, por consenso y/o por mayoría, entre muchísimos asuntos: que la Tierra era plana, que las mujeres no teníamos almas, que los esclavos no eran personas, que el universo giraba alrededor de la Tierra”. Diez años después, cuando todavía revistaba como ministro de Salud, Ginés González García se colgó el sayo y dijo con su desparpajo habitual que “si los hombres quedaran embarazados, el aborto estaría legalizado”.

A los funcionarios de estas pampas mucho les falta para correrse de las decisiones por decreto o por consenso sobre el cuerpo de las mujeres. Pero fuerza decir la acción positiva de dirigentes más jóvenes que trabajan para meter una cuña de apertura en la esquiva agenda de la política nacional urgente. Por caso, el legislador porteño del Frente para la Victoria (FPV), Juan Cabandié, presentó un proyecto que impulsa reglamentar los procedimientos médicos de abortos no punibles en hospitales de la ciudad.

La iniciativa, que cuenta con la adhesión de sus pares Facundo Di Filippo, de Coalición Cívica (CC), y Martín Hourest, de Igualdad Social (IS), abarca los casos de violación en el marco de abortos terapéuticos al interpretar que la continuidad de un embarazo producto de una relación forzada y violenta, pone en riesgo la salud mental de la mujer. “El aborto implica una discusión profunda que requiere un debate intenso y sin hipocresía por parte de la sociedad”, considera Cabandié. “Abarca cuestiones de índole religiosa, cultural, de salud, del significado de la vida, y las opiniones personales no abrazan todas estas aristas. Creo que la despenalización del aborto sólo tendría sentido acompañada por políticas públicas de salud y de educación sexual y reproductiva.”

En junio último, tres magistrados de la Cámara del Crimen dieron clase de jurisprudencia a favor de las mujeres en un fallo histórico, que obliga a revisar buena parte de la legislación vigente. Los jueces Julio Lucini, Luis María Bunge Campos y Gustavo Bruzzone sobreseyeron a una adolescente que se había practicado un aborto inconcluso, luego que la médica del Hospital Santojanni que la atendió denunciara la interrupción ilegal del embarazo. Los camaristas consideraron que existió “un conflicto entre el interés del Estado en determinar la existencia de las presuntas maniobras abortivas y de sus causantes y el marco de intimidad que rodeó a quien en ese momento era una paciente”. Lo notable del fallo es que partió de la doctrina “Natividad Frías”, de 1966, basada en que “no puede instruirse sumario criminal en contra de una mujer que se haya causado su propio aborto, o consentido que otro se lo causare, sobre la base de la denuncia efectuada por un profesional del arte de curar que haya conocido el hecho en ejercicio de su profesión”.

Y aquí vale recordar El secreto de Vera Drake, una gran película sobre el aborto que dirigió un hombre, el inglés Mike Leigh, y concluye, si se quiere, en la necesidad urgente de quebrar el papel de la dominación o el desentendimiento masculinos, según la ocasión, para establecer responsabilidades mutuas de salud y sexualidad. Por más que al final de cuentas la decisión de abortar sea considerada propia de la mujer.

* Informe: Mariana Velárdez.

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