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Viernes, 3 de julio de 2009

Machismo teen

El machismo teen no es un problema chiquito. Así lo dimensiona la española Pamela Palenciano Jódar, que fue víctima de un novio maltratador en su adolescencia y convirtió su experiencia personal en la muestra itinerante de fotos “No sólo duelen los golpes” que llegó a Córdoba, pero no para quedarse quieta. Pamela recorrió colegios secundarios en donde adolescentes la escucharon y, en varios casos, se identificaron con su relato. Muchas chicas levantaron la mano o la esperaron en las escaleras para mostrarle cómo sus novios las controlaban por celular. Pamela ahora vive en El Salvador y confía tanto en el camino del buen amor como en la necesidad de prevenir el neomachismo que confisca a las más jóvenes a través de la tecnología.

 Por Luciana Peker

desde Córdoba

Pamela Palenciano Jódar tenía 12 años cuando conoció a Antonio. La historia podría quedar en una historia adolescente, generalmente, apasionada, turbulenta, crucial, pero olvidada en el pasado cuando ya se pasa del colegio. Pero la historia con él –con el que le prohibió vestirse con polleras y le cerraba la boca si ella quería comentarle sus pasos de breakdance y la burlaba si ella quería leer un libro– se convirtió en un camino –personal y social– de bronca, búsqueda, sanación y encuentro montado en una serie de fotografías y charlas enmarcadas por el lema “No sólo duelen los golpes”.

Pamela fue invitada a Córdoba por la Red Nosotras en el Mundo, con el apoyo de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (Aecid) y se presentó, durante junio, en el Instituto Cabred (de formación docente), la Escuela de Trabajo Social y los colegios secundarios Dean Funes y Alejandro Carbó (que escucharon aproximadamente 400 personas). Sus potentes montajes audiovisuales y relatos abordaron la educación y experiencia en la infancia; el mito del amor romántico; la relación de pareja en la adolescencia, la violencia psicológica, sexual y física; la conciencia de la violencia; la integración del dolor; la agresividad femenina como consecuencia de la violencia vivida con un agresor; la recuperación integral y la construcción de otro modelo de amor.

Tal vez, la suya es la clase de prevención de violencia machista más clara, brutal, sincera, sentimental y eficaz que se haya visto –al menos por la Argentina–, porque Pamela habla sin un libreto de deberes por ser, sino desde su propio cuerpo con el que las y los adolescentes se sienten identificados, removidos y –también– esperanzados. Porque en su propia cronología amorosa –al fin y al cabo el latido más potente de casi todos y todas los que buscan en los abrazos un lugar desde donde amainar los dolores y alcanzar el goce más infinito– Pamela no sólo despotrica contra los maltratadores, también alerta a las jóvenes que no las radaricen a través de su celular y relata en carne viva sus vivencias y su apuesta a un amor verdaderamente disfrutable.

Ella no da la sensación de una docente que está de vuelta de nada, sino de una mujer que todavía gira en busca de las pisadas que la lleven a estar bien plantada “Eso no era amor, era violencia. Mi novio no me quería como yo era. Me quería sin mi amigo Alberto, sin mi música (le hizo sacar todos sus posters de ídolos varones y cambiárselos por los de las Spice Girls que no le generaban celos), sin mi falda corta. No me quería a mí, ni quería una relación con igualdad”, dice Pamela desde las vísceras, el viernes 12 de junio en el tradicional colegio de la capital de Córdoba Alejandro Carbó, ante alrededor de 150 alumnos/as.

¿Cómo hacer para que los varones no se sientan espantados por una charla en donde se habla del maltrato machista? “El hombre de verdad escucha una opinión y el machista no”, distingue Pamela. Y explica un ejemplo de su propia juventud en donde Antonio –experto en breakdance– estaba bailando con sus amigos cuando ella –entusiasmada como reproduce con su cuerpo casi saltando– le sugirió un paso. “¿Por qué no haces la mariposa?”, lo alentó. “Después hago la mariposa, estúpida”, le contestó Antonio que la castigaba con palabras hirientes o silencios irritantes. Y si ella se ofendía, él la ninguneaba: “¿Qué te pasa, tienes la regla?”. Las palabras dolían, el desprecio también. Pero además, a veces, la dejaba sin aire. “No hay una sola manera de pegar”, apunta Pamela que también vio el puño de su novio amenazándola cuando ella estaba cocinando una paella y él notó que se le escapaba la tirita del corpiño. Eso bastó para insultarla: “Te estás poniendo como una puta”.

Pero no era sólo lo que él decía, sino cómo ella se sentía. Pamela se recuerda destrozada: “Estaba hecha mierda, con 108 kilos, sin pendientes, ni ganas de hablar, él me había hecho dejar tae kwon do, si lo empujaba él gritaba para que viniera la policía y si yo quería decir algo, él me pellizcaba para que me calle”. No era sólo lo que él le hacía, sino, también, lo que ella se tenía que dejar hacer. “Yo le decía ‘Antonito no’ y Antonio seguía. Una sola vez se puso un condón porque decía que el condón era para los que tenían sida, todas las otras veces fueron marcha atrás”, describe la violencia sexual que ella no veía, ni sentía, ni –por supuesto– disfrutaba, pero sí la ponía en riesgo.

Pamela cuenta todas sus vulnerabilidades desde su lugar de española. No sólo europea. Además, de una chica rodeada de psicólogos, abogados y una familia de profesionales y universitarios. Pero nadie se daba cuenta de nada. Salvo Antonio –que dejó el colegio a los 14 años y ahora tiene 30– y le decía las cosas bien claritas: “Aquí mando yo”. Ella lo quería dejar, pero él hacía del libreto machista una plegaria: “Te juro que es la última vez” y, por si no alcanzaba, “Si me dejas te mato”. Y si ella se plantaba y le decía “Antonio, que hemos terminado”, él sabía mediatizar en otras noticias que reproducía la tele el temor consumado en femicidio que en España le cobra la vida a 100 mujeres por año. “¿Que hemos terminado? Mañana va a aparecer tu cuerpo cortado en primera plana.”

OTRO CAMINO PARA EL BUEN AMOR

Hasta que, a los 17 años, ella descubrió su amor por la radio y quiso ser locutora. “Vas a ser locutora de pollas”, la amenazó él que quería casarse después de cinco años de noviazgo. Pero ella pudo subir su voz, escaparse a la universidad y la violencia terminó. Aunque no mágicamente. “Hay psiquiatras que creen que el machismo se quita con una pastillita y muchas maltratadas pasamos a ser dependientes de una copita o de un porro”, despoja de soluciones mágicas la salida de la violencia. Aunque, recién a los 21 años se dio cuenta que había sido maltratada. Y ahí empezó a pedir ayuda.

Pamela sigue en su relato. Pero no habla sólo con espuma de rabia en la boca. Sin hacer del cuento un happy end de una princesa de pelo rojo y anteojos violetas –“el feminismo te cambia la mirada para siempre”, acentúa– también sin sonrojarse como su pelo enrojecido relata la construcción de un amor lindo que está haciendo ahora en El Salvador con su actual pareja: Iván. Ella no pone el final de sus metas en ese amor. “Si no sale, no sale, ya no me siento atada a un hombre”, aclara. Y reivindica: “Yo doy rienda suelta a mis deseos y soy dueña de mi vida y me fui a El Salvador a ser Pamela y no la mujer de Iván”. Pero también explica que el buen amor no se da por arte de magia –como en los cuentos de princesas– ni química pura –como parecen explicar en la híper sexología moderna– sino con acuerdos, libertades y, por sobre todas las cosas, respeto y encuentros. Que no se terminan nunca, sino que se reavivan ante cada discordia y vuelven a juntarse –como los cuerpos que se aman, que se imanan en la pasión– en cada ganas de encontrarse sin disparidades sino con el sinfín del placer de las diferencias.

Esa apuesta de Pamela a dejar España e irse a El Salvador a generar un proyecto con un hombre en donde no haya nadie por arriba ni por abajo –salvo cuando los cuerpos o las almas disfrutan de ser un hombre y una mujer y no pretenden ser iguales, sino tener iguales derechos– no es sólo un detalle al final de la charla. También es un modo de que la pelea contra la violencia no se vuelva un cuco que aleje a las jóvenes –y las no tanto– de la necesidad de amor, de pasión y de roce con el sexo opuesto o el mismo sexo, con cualquiera de los sexos, en donde la esencia del encuentro es la pulsión a la calidez y la hoguera.

Pamela también cuenta que hay otra cara de la violencia y es –sí– tan cursi como suena y como suele ser el amor, un amor bonito, bienvenido, bienintencionado y al que se puede curar, crecer y caminar con el equilibrio necesario para no caer en el vacío del maltrato. “Ahora con mi pareja salimos fuera de la casa para hablar de cosas difíciles, negociamos si hay temas delicados y si notamos que estamos enojados decimos ‘lo hablamos después... o mañana’. Por eso no hay peleas”, recomienda Pamela, un camino donde no sólo se esquive la violencia sino que también se encuentre una manera de encontrarse.

EL CASTILLITO DONDE LAS PRINCESAS SE QUEDAN SIN PRINCIPE

La iniciativa de Pamela empezó después de darse cuenta que había sido víctima de violencia, de ir a un centro de ayuda para la mujer, de sentir que los demás la miraban como pobrecita, de tener la furia y la bronca de no querer estar más en ese lugar de sometimiento y, después de pasar por todo eso, de buscar hacer algo con su propia historia para que no se repitan otras historias. Así generó el proyecto de exposición de fotos y talleres de prevención de violencia machista “No sólo duelen los golpes” en donde las fotos se vuelven palabras y las palabras previenen nuevas heridas.

El taller, que ya recorrió España, Austria, Corea, México, Colombia, El Salvador y, ahora, también Córdoba, empieza así: “Hay dos castillitos: el de las mujeres y el de los varones. A las mujeres nos dicen que hay que estar guapas”, cuestiona Pamela, frente a una montonera de adolescentes que la escuchan en fila en una clase modelo de educación sexual –de las que todavía no se aplican en Argentina y tienen que llegar por la voluntad de organizaciones no gubernamentales en vez de iniciativas estatales como obliga la ley– en donde desvestirse de estereotipos es empezar a ser libre. Y a sacarse las dudas.

–¿Qué puedo hacer para ayudar a una amiga que es maltratada? –pregunta un adolescente.

–Tenerle paciencia e intentar no ser morboso. Intenta no preguntarle “¿Te pega?”, pero sí llevarla a lugares donde la puedan acompañar y acompañarla vos durante su proceso.

–Cuando te dicen “Mirá, tu novia está hablando con otro” uno siente la presión social y la inseguridad –increpa otro chico desde la platea escolar.

–Si un chico sale con 24 chicas es genial y si una chica habla con 24 chicos es una puta. Pero es importante entender que hablar en contra de la violencia machista no es que nosotras querramos agarrar el poder y pisar a los varones. No hay que dejarse dominar. Pero tampoco los chicos tienen que dejarse controlar el celular. Nada de eso –contesta Pamela, que ahora es ella la que pregunta:

–¿Conocen casos parecidos al noviazgo violento que yo les relaté?

Veinte manos se levantan en el aula grande del colegio Alejandro Carbó del centro cordobés. Veinte chicas que dejan de ver a sus amigas, que agachan la cabeza, que se visten por si las retan, que se callan por si son ninguneadas. Veinte manos en un colegio donde se viene a aprender y las jóvenes no aprenden a fortalecerse en sus aulas. Ella tiene, entonces, veinte manos, que le piden más respuestas o confesiones o cuestiones pendientes, síntomas de violencia.

–Mi novio me da permiso para salir, pero le molesta que salga. Y después me lo reprocha cien veces –cuenta una alumna.

–El permiso te lo tiene que dar tu padre o tu madre. ¿Sabés? Si en tu pareja te tienen que dar permiso es porque estás ubicada en un lugar por debajo de tu novio y no vas a ser libre. No es lo mismo el grado 1 al grado 1000 de machismo (que es el que te mata), pero igualmente tienes derecho a salir cuando te da la gana. Se puede cambiar y generar otra cosa –le recomienda Pamela.

–Mi novia estuvo dos años con un novio que le pegaba y a mí me costó mucho hacerla entender que yo no la iba a golpear ni que era celoso. Pero como ella era así me contagió y le empecé a controlar el celular –cuenta otro alumno.

Las voces, entonces, se multiplican. La sala grande de un colegio histórico donde San Martín mira desde atrás como las relaciones de poder entre varones y mujeres siguen vigentes y los globos celestes y blancos adornan un aula que mira más a la historia que a cambiar el futuro muestran las vulnerabilidades de los y las adolescentes. Y demuestra que cuando alguien los escucha, ellos y ellas quieren hablar, contar y resguardarse para aprender –y sí, suena fácil la tarea más compleja para encarar desde la igualdad– a amar.

–Yo he vivido la violencia en mi casa y cuando me puse de novia me daba miedo que me pasen esas cosas. Después entendí que dependía de una decisión mía dejarme maltratar, le cuenta a Pamela una alumna de voz dulce , una actitud tímida y un pasado arrasado por una historia de maltrato que quiere escribir nuevas páginas.

La charla termina y la sala se vacía. Las escaleras se llenan de bullicio de recreo pero quedan los ecos. Kofi, de 16 años, se queda: “Le dio palos a todos los hombres, pero tampoco estoy a favor de que a las chicas les peguen y ellas no hagan nada. ¿O qué les parecería que todas hagan el servicio militar?”, pregunta Kofi en un país donde el servicio militar obligatorio ya no existe. Pero también increpa sobre nuevas disparidades de género: “Las chicas me tocan a mí la cola en el pasillo y yo no se las puedo tocar a ellas”.

“La charla me va a ayudar a poner un freno”, siente Daniela, que tiene 18 años y ya está en sexto año del nivel medio. “Me hizo abrir los ojos que violencia no sólo son los golpes. Mi novio no me prohíbe hacer nada, pero me reprocha lo que hago y por eso todo es un conflicto”, cuenta. Laura tiene 17 años y no necesita que le cuenten de qué se trata la violencia. “A mi mamá le pegaba el marido. Yo escuché mucho su historia y escuchar que otras personas pasaron por lo mismo me ayudo mucho”, dice, como pidiendo abrazos, en donde no sentirse hundida por sus propias marcas. Que no son marcas de la historia. La violencia sexual da el presente en la escuela. Así lo muestra Maia, de 16 años: “Estaba empezando una relación con un chico y él me dijo ‘tonta’, yo le dije que no me diga tonta porque flasheo mal”.

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