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Viernes, 22 de abril de 2011

RESCATES

ALICE LIDDELL

(1852-1917)

 Por Aurora Venturini

Nació en Inglaterra. Su papá, Leopold Liddell, llegó a desempeñarse como diácono del college Christ Church de Oxford. Su mamá, Lorina Hannah, descendía de terratenientes con escudo de pequeña nobleza. Tuvo Alice tres hermanos mayores y después de ella nacieron varias nenas. Edith, la predilecta, jugaba en el jardín compartiendo sus días infantiles.

Durante el decanato de Leopold, la familia se amigó con Charles Lutwidge Dodgson, cuyo seudónimo, Lewis Carroll, lo populizaría firmando la obra Alicia en el País de las Maravillas.

Me he sentido habitante de ese país extraordinario viendo a María Elena Walsh, pisando un campo verde con flores silvestres y lagunas entonando sus bellísimas romanzas inocentes y a la vez provocativas. Creo que la Wallsh significó un ser del tiempo de Alice Liddell que ha regresado al paisaje, y ahí se encuentra fina y jovencita, tal como fuera por los años ‘40, irrepetibles.

No hay que aferrarse a la plena y dura objetividad desanimada, porque hay planos diferentes, aunque no de fácil acceso a la gran mayoría. Es preciso esforzarse para posar más allá de la mera imaginación y conquistar divinas ilimitaciones.

En esos sitios moran los duendes y los raros árboles parlanchines; los animales sabios y los enanos de María Elena y de Lewis Carroll al que conoció Alice al cumplir 4 añitos, en 1856.

La muerte es sólo una idea y los inmortales se juntan trozando el hielo de las edades; burlan fechas, horarios y calendarios. Caso de Walsh y Carroll.

Algo oscuro ocurrió entre la familia Liddell y Carroll, cuyo amigamiento se enfrió. Más tarde, esta situación se superaría.

La chica ya escribía, y nunca interrumpió correspondencia con el escritor del que se guardan cartas, no así de ella.

Siguiendo los aconteceres de la existencia de Alice, diremos que vacacionaba con los suyos en una casona campestre llamada “Penmorfa”. El lugar, ahora, se ha convertido en el Gogarth Abbey Hotel.

El príncipe Leopoldo, duque de Albany, hijo de la reina Victoria, cuando estudiaba en Christ Church, vio a la esbelta señorita Alice Liddell, y sintió un flechazo en su corazón. Endulcoraron breve lapso. El tenía que casarse en la nobleza y lo hizo con una princesa. Cuentan que a su primogénita, el príncipe la bautizó con el nombre de Alice...

Alice se uniría en matrimonio con Reginald Gervis Hargreaves, de origen terrateniente y empresario, cualidad que les permitió caber en la alta sociedad y poseer una enorme mansión. Tuvieron tres hijos.

Con el correr de las aguas debajo de los puentes, los hijitos crecieron, el papá murió y Alice cargó con muchos pesares. El menor, Caryl, transitaba el territorio de la joda malgastando buena porción de la fortuna familiar. Para seguir en el tren lujoso vivencial, Alice vendió los manuscritos de Lewis Carroll, vendió Alicia en el País de las Maravillas. Lo compró el doctor Roschenbach que a su vez lo revendió al expositor Johnson.

Durante la conmemoración del centenario del nacimiento de Lewis Carroll, el manuscrito fue expuesto en una vitrina y Alice pudo apreciarlo porque viajó a EE.UU., a pesar de su vejez, junto a su hermana Rhoda.

Finalmente, lo adquirió un consorcio de bibliófilos norteamericanos y lo regaló al pueblo británico, “en señal de gratitud a un pueblo noble que mantuvo a raya a Hitler sin ayuda durante un largo período”.

Las opiniones acerca de Alicia real y Alicia de ficción son controvertidas, aunque entendidos y psicólogos afirmen que se trata de la misma.

Nos animamos a estar acordes con la última conclusión, atendiendo a la naturaleza escasamente madura de Carroll y a la naturaleza harto precoz de la niña.

Existe un manifiesto enamoramiento desaforándose en besos y caricias y en las fotografías de nenitas desnudas de la colección del escritor. Atendiendo a la modalidad prejuiciosa británica, decidimos el porqué de la negativa a esta conclusión: la menor de las fotos escandaliza por su aire de erotismo desprejuiciado, muy diferente al amaneramiento puritano familiar.

Además de fotografiar a nuestra heroína, lo hizo con Dymphna Ellis que escribe: “Lewis Carroll vino a fotografiarnos. Estoy segura que fui su favorita. Revelaba sus fotos en el sótano... recuerdo la mezcla de desorden y misterio... Nos echamos a llorar cuando se marchó... no le teníamos miedo. Sentimos que él era uno de nosotros, que estaba de nuestro lado, no en el de los adultos”.

Nos deslumbra la inocencia provocativa ambientada en un sótano. El hombre inmaduro con las terribles vestales desnuditas como vinieron al mundo.

Lewis Carroll, antes de fallecer, destruyó algunas fotos. Pero en la colección lucen nenas desnudas no sólo fotografiadas sino también pintadas.

No nos pongamos a juzgar conductas de los autores geniales que han hecho a la verdadera literatura alejándola de las obritas pacatas, de las bobadas que son las más corrientes.

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