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Viernes, 21 de junio de 2013

URBANIDADES

Femicidio

 Por Marta Dillon

Hay una imagen de la que es imposible ponerse a salvo. Fue descripta en la pantalla con la excitación propia del testimonio exclusivo, ofrecía detalles del hallazgo de “algo”, algo que parecía un perro. Carne. Vísceras. Un cuerpo sin su nombre es un cuerpo, un cuerpo sin su latido es un resto. A ella le devolvieron el nombre, aprendimos a llamarla Angeles sin invocar al cielo sino a la más terrestre de nuestras ansias: la sangre en la boca, ese gusto acre y conocido del que se reniega sin poder sacar las manos y los ojos del plato. Todos y cada una ponemos nuestro pequeño yo en la tragedia: porque el barrio no es ajeno, porque era buena alumna, porque también tenemos hijos, porque el miedo es un magma que todo lo arrasa, porque se necesita un culpable que explique algo más que el hecho puntual, un culpable que encarne todas las culpas y derrame piedad sobre los padecimientos cotidianos. Así no se puede vivir, se dijo. Dejen de matar gente, se escribió en esa plataforma virtual de donde emergió la imagen de la niña masacrada, pero ahora entera con su sonrisa y sus gestos, su pasión por el cosplay, sus reflexiones adolescentes sobre la vida y la muerte leídas con tono de radioteatro y suspicacia detectivesca en el noticiero de la noche. Fue fácil quitar el yo de la escena cuando nos convertimos en espectadores y espectadoras de un policial en capítulos breves y con suspense, de la empatía colectiva a lo siniestro la distancia se diluyó en el revoleo de ojos saltones de un sospechoso a la carta. El mal estaba dentro y la oportunidad de eviscerar la intimidad de la familia permitió paladear la sangre porque era de otros. De otra. De una niña arrojada a la basura como un objeto descartable. Un desecho. Cualquier objeto puede convertirse en eso, cualquier objeto es prescindible. Pero esta evidencia no entraba en el menú del morbo. La niña, se dijo mil veces, no había sido violada. Si a las mujeres se las trata como objetos en la misma tanda del noticiero que aventuraba hipótesis con la soltura de quien pronostica el tiempo para el fin de semana, eso no es materia de este debate. Enseguida llegó el título. “Fui yo” se imprimió en casi todas las tapas en la primera persona de un tercero que todavía no llega a dejar a salvo a la familia porque se necesita del complot para abonar el camino del show, para llenar las 200 horas de televisión que ocupó, según las estadísticas y hasta el último miércoles, la sonrisa de la niña ilustrando tanto los “giros” en la investigación como las vestiduras rasgadas de nosotros los periodistas por haber hablado de más, por habernos esmerado en saciar el hambre de sangre que puede muy bien resumirse en los 140 caracteres del tuit de un usuario que suele compartir los devenires del rating: “el caso Angeles sigue rindiendo...” más las cifras que lo acreditaban. Convertidos casi todos en espectadores, ya no queda reclamo colectivo. Que una niña sea envuelta en bolsas de residuos y arrojada a la basura parece no hablar de ningún nosotros. Que su cuerpo haya sido marcado con saña por las sogas que la redujeron a un objeto manipulable y descartable no es parte de ningún reclamo colectivo por seguridad ni de ningún discurso electoral sobre las “preocupaciones de la gente”. Falta el móvil, se dice ahora. Y seguramente falta algo más que el móvil. Falta una sentencia y falta una palabra en el menú del show de la sangre: femicidio. Porque sea el que sea el final de esta historia, no hace falta demasiado para saber que a Angeles la mataron por ser mujer. Si fuera una venganza, se cobró por el eslabón más vulnerable. Si fue un intento de violación, todo lo demás sobra. Ese cuerpo descartado como un objeto roto describe algo más que un crimen siniestro. Describe un imaginario colectivo que solo algunos, muy pocos es cierto, brutales y crueles por supuesto, solo algunos encarnan. Pero que se alimenta a diario mientras las mujeres son envueltas de distintas formas con papel de caramelo o siliconas, no importa. Y que nos habla a todas. Y nos alecciona a todas. Y nos descarta a todas. Y nos reduce a todos. Aun cuando este debate, pareciera, quede afuera de cualquier nosotros.

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