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Viernes, 23 de diciembre de 2011

Al gato no le importaria

 Por Claudia Piñeiro

La frase ¡Al diablo la Navidad! es ¿una blasfemia, un oxímoron, pecado, una irreverencia o un grito desesperado que no nos atrevemos a dejar salir? No lo sé. Vengo de una familia católica donde siempre se festejó la Navidad. Al principio, con mi familia paterna y materna juntas, en la casa de mi abuela, la madre de mi madre, que cocinaba para todos, servía la mesa para todos, y luego lavaba los platos de todos. Años después, a partir de una discusión en una Nochebuena, sólo nos reunimos con la familia materna. Los primeros años mi padre seguía viniendo; nos adelantábamos con mi mamá y mi hermano y él llegaba para la hora del brindis, el pan dulce y los regalos. Hasta que un día por fin dijo: “Coño, que yo no hago más la fantochada”, y no fue ni ese 24 ni ningún otro.

Más allá de la angustia que me provocaba la ausencia de mi padre en las Navidades, la anécdota me hizo estar preparada para decir “¡Al diablo la Navidad!” algún día. Antecedentes familiares me amparan. Genéticos, casi. En este caso, alguien dirá: “Loca como tu padre”, en vez del lugar común “Loca como tu madre”, lo que no deja de ser alentador desde el punto de vista de género.

Pero a pesar del permiso paterno, hasta el 2010 no me atreví a mandar la Navidad al diablo. Que la tradición familiar, que los niños y sus ilusiones, que alguien tiene que seguir la posta de la abuela que ya no está, que tampoco hace mal, que a vos nada te viene bien. Durante los años que estuve casada no sólo no me rebelé sino que además me ocupé religiosamente del árbol, el matambre, los tomates rellenos, los turrones, la sidra, las pasas de uva a las doce, el pan dulce, etc, etc, etcétera.

Sin embargo en el 2011, al fin, parece que la cosa puede cambiar. Por lo pronto mis hijos pasarán la Nochebuena con el padre y el Año Nuevo conmigo, lo que me deja absoluta libertad de elección acerca de cómo pasar el 24: si cometo una herejía no arrastraré a nadie conmigo. Pero enfrentarse a esa libertad implica elegir qué quiere uno, lo que tampoco es fácil. Hace semanas que vengo evaluando distintas opciones. Varios amigos, con las mejores y más amorosas intenciones, me invitaron a pasar la Nochebuena con ellos y sus familias. Pero eso sería algo así como comer los mismos tomates rellenos en la casa de otros y ni siquiera poder quejarse porque al relleno le pusieron demasiada mayonesa. La opción de quedarme sola en mi casa, ver una buena película, comer rico y emborracharme resultaría una gran alternativa si yo bebiera alcohol, cosa que no hago. Y sin alcohol, temo que a los primeros fuegos artificiales que estallen en el cielo cerca de mi ventana me ponga mal porque no estoy con mis hijos, me sienta sola, me pregunte quién me mandó cambiarle la fecha con quien mis hijos festejan cada evento al padre, llore, y a las doce en punto salga corriendo a buscar al gato para decirle “¡Feliz Navidad!”, el único ser vivo que me acompaña. También evalué viajar esa noche y que las doce campanadas me encuentren en vuelo y a los brindis y abrazos con el compañero de asiento que me haya tocado en suerte. Pero sería muy engorroso y un derroche de dinero extravagante, más teniendo en cuenta que el 25 al mediodía tengo que estar en mi casa para recibir a mis hijos.

Y entonces, cuando nada parecía cerrar, llegó la mejor alternativa: una amiga me invitó a una cena donde estaba juntando a todos los que no festejan la Navidad porque pertenecen a otra religión, porque no pertenecen a ninguna, o porque no y punto. La propuesta era: “Los invito a comer a mi casa mientras los demás festejan la Navidad”. Acepté. Sólo me falta saber si cuando den las doce alguno me hará la gracia de levantar la copa, total no le hace mal a nadie. Y si en cambio nadie lo hace, comprobaré si me resulta indiferente o si volveré corriendo a mi casa, con lágrimas en los ojos, a decirle “¡Feliz Navidad!” al gato.

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