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Viernes, 5 de diciembre de 2003

Sin una mano amiga

Por Juan Sasturain

Las paredes de los baños y los cuadernos de Leonardo son pruebas gráficas suficientes como para demostrar que siempre hubo imaginativos capaces de dibujar lo que no existía pero que les hubiera gustado que sí. Por eso, no es raro que el acabador electrónico compulsivo que el rápido de Stuart Meloy –hay que verle la cara– encontró camino del dolor y registró camino del banco tenga antecedentes múltiples en el campo de la pajerísima historieta contemporánea.
La ciencia ficción progre de Barbarella, la heroína sesentista de Forest –que puso en pantalla Jane Fonda cuando la gimnasia la hacía en la cama y se entrenaba con Vadim y no con el colorido Turner– tuvo secuela menos sutil, en los ochenta, con el alevoso Click de Milo Manara, una berretada dibujada por Botticelli en línea clara. El lugar común entre aquellas dos fantasías y estas aparentes realidades estaba en el aparatito: en un caso, el adminículo encarnaba la autosuficiencia de una hembra feminista e independiente; en otro, a la inversa, el macho operador a distancia disparaba el estímulo inoportuno e incontenible como castigo a la burguesa careta y cagadora. Como suele suceder, en la historieta francesa el erotismo era conceptual, verbalizado –el dibujo te calentaba menos que Patoruzito–; en la del tano veronés, en cambio, la mina en tren de desatada era una fiesta de guardar.
Pero hay más y más cerca. Cuando Horacio Altuna se fue a Europa a dibujar sus propias cosas a principios de los ochenta, lo primero que hizo fue Ficcionario, una serie ambientada en sombrío futuro imperfecto protagonizada por un fotógrafo, testigo ocular y antihéroe vocacional: Beto Benedetti. Los viejos lectores de Fierro recordarán –o se habrán perdido, irremediablemente– el episodio en que Beto y su rotunda compañera sexual se instalaban en el aparato que les suministraba orgasmo seguro y en paralelo. Cogían mediatizados y optimizados por la máquina, un servicio aséptico que el puritano Orwell no se hubiera imaginado ni en 1984 ni en el dos mil tampoco. Woody Allen, sí. Su personaje quedaba medio turulato tras la paliza de orgasmos a máquina que experimentaba en Todo lo que usted quiso saber sobre sexo y no se atrevía a preguntar.
En todos los casos las fantasías dibujadas o filmadas sacaban puntas más ricas y estimulantes a la idea del estímulo electro-erótico que las que se desprenden del uso de este penoso implante, donde a la pobre mina le meten de todo en cualquier parte menos donde Dios manda. Como en la literatura o en el arte en general, en el amor –o el sexo, si se quiere– no es cuestión de qué ni de para qué sino de cómo. Y tampoco acá el fin justifica los medios. Claro que en plan de encontrar sucedáneos, depende del grado de necesidad, y eso es sólo parcialmente subjetivo: hay una diferencia entre la dentadura postiza, el vibrador, el marcapasos, los simuladores de vuelo o un plan trabajar. Cada uno sabe qué le sirve para compensar qué agujero material o de experiencia.
La libertad es libre, se sabe. Sin embargo, cabe recordarle a la futura implantada que decida acabar con todo, que entre otras cosas acabará con la posibilidad de cierto tipo de contacto primario –ni remoto ni controlado sino cercano y a menudo fuera de control–: la famosa mano en el culo. Cualquier falange sensible que en su dulcísimo recorrido tropiece con el lomo de burro de un metálico generador bajo la piel, ya no seguirá cuesta abajo. Y esa mano amiga no volverá.

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