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Viernes, 5 de diciembre de 2003

¡Vamos los pibes!

Por Santiago Rial Ungaro

Y ahora qué hacemos? Por el momento, nadie se le anima al orgasmotrón, pero... ¿y si le empiezan a hacer publicidad Madonna, Britney o cualquier otra superstar y se pone de moda? Con este artefacto, la pesadilla de una generación de autómatas a lo Matrix se vuelve realidad, aunque sólo sea virtual: ahora todo es, o quiere ser, automático. Luego de que el acto sexual perdiera su exclusividad como función reproductora con el desarrollo y la implementación en el mercado de la inseminación artificial, el invento del Doctor Meloy (véanle, por el amor de Dios, la cara al hombre) nos amenaza con una mutación que volvería inútiles los rituales eróticos, esos inventivos juegos en los que el placer sexual, independizado de su función reproductora, se convierte en un fin en sí mismo.
Lo cierto es que la simple idea de una automatización del orgasmo es una expresión de la filolocura tecnológica de estos tiempos: sólo así se puede interpretar que existe alguien dispuesto a gastar 13.000 dólares (por esa cifra le podríamos exportar de acá a un par de sementales dispuestos a realizar un tratamiento sexual intensivo a cualquier adefesio), para dejar invadir su organismo por cables y electrodos, riesgosamente instalados en la espina dorsal. La comparación con el legendario Clic de Milo Manara (a partir de ahora el artista visionario y profético más berreta de la historia) es inevitable y confirma tanto el onanismo intrínseco de Stuart Meloy, como su indignidad como médico y su falta de valor masculino para aceptar el maravilloso desafío que implica para un hombre una mujer frígida.
Pero hay algo más: al delegar todo el ritual erótico en el “Clic” del orgasmotrón se pierde, en forma irremediable, uno de los patrimonios humanos más fascinantes y misteriosos: la infinita variedad de posibilidades de invención del juego erótico, ahora reducido a un mera palanca de cambios de velocidad. En 1790, William Blake anunciaba que “lo que hoy se nos aparece como finito y corrupto se transformará en infinito y sagrado. Esto llegará a suceder merced al perfeccionamiento del goce sexual”. En contrapartida, es curiosa la regresión que plantea esta maquinita lujuriosa, cuya idea del orgasmo como un reflejo condicionado es, a no dudarlo, fruto de la codicia de este pseudodoctor orgasmotrónico. El erotismo humano (con sus sutiles variaciones y matices que hacen que cada relación sea única y especial) es lo que hace que nos diferenciemos de los animales, cuyos rituales de acoplamiento, aun siendo complejos y fantasiosos, como en el caso de los caracoles, son inmutables. Con su falta de confianza en el género opuesto (o, llegado el caso, en su mismo género), esta americanota obsesionada con su insatisfacción se niega a descubrir e inventar sus propias relaciones, sean sensuales, eróticas o sexuales. Y al no querer tener sus propias experiencias, al mecanizar sus orgasmos, simplemente se deshumaniza. Así como no hay Ying sin Yang no hay un principio Femenino sin un principio Masculino. A lo que se le suma el riesgo de exponerse a esta perversa e insensible cajita, operada por el Culorva de turno. El orgasmatrón puede ser, más allá de sus riesgos, una cajita de Pandora multiorgásmica, pero nunca va a poder reemplazar ni al más torpe de los amantes. Como señala Octavio Paz: “El protagonista del acto erótico es el sexo, o más exactamente, los sexos. El plural es de rigor porque, incluso, en los placeres llamados solitarios el deseo sexual inventa siempre una pareja imaginaria, o muchas. En todo encuentro erótico hay un personaje invisible, y siempre activo: la imaginación, el deseo. En el acto erótico intervienen siempre dos o más, nunca uno”. Imposible pensar en compartir esas ondas expansivas generadas por el encuentro sexual, por ese intercambio de fluidos, de sentimientos y de fantasías que culminan en el orgasmo con el invento de este cirujano y anestesiólogo estadounidense. Niñas, chicas, mujeres del mundo: nunca el orgasmotrón vaa poder compartir con ustedes una relación sexual. Pero, de rebote, la maquinita, con su amenaza latente que no logra disipar ninguna de estas reflexiones metafísicas y humorísticas, puede ayudar a despertar a los hombres confundidos o dispersos de su identidad sexual. En este nuevo siglo, la lucha será entre el hombre y la maquina, así que a ponerse las pilas: ¡Vamos los pibes!

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