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Viernes, 5 de diciembre de 2003

Tener un hijo, escribir un libro y ayudar a un orgasmo.

Por Carlos Rodríguez

Se ha escrito hasta el cansancio, y no sin razón, que para los hombres el orgasmo femenino es “un misterio”. En todo caso, un misterio que guarda una maravilla. Cuando uno es joven y torpe –es preferible asumirse como torpe a creer que se lo sabe todo–, piensa que la clave depende sólo de la potencia y de cierta puntería. En esos casos, siempre es bueno confiar en la intuición femenina y dejarse llevar por ellas. Si ella es una mujer experta, tanto mejor. Si el éxito acompaña la adorable misión, uno no tiene que pensar que ya develó todos los misterios. Hay que ver lo que pasa con la amante que viene, si es que viene, claro. Cada mujer es un mundo.
Algunos creen que es cuestión de talento innato. Otros que hay que ser un macho cabrío. A unos cuantos, bueno es decirlo, ni les importa saber si su pareja sexual lo seguirá recordando –bien– después de la experiencia en común. Hay parejas que pasan años de convivencia donde el resultado es dos mil a cero. Y no crean ellos que van ganando. Todo lo contrario.
Con algunas mujeres el orgasmo, de ella, llega como una cuestión natural. En otros casos, hay que transpirar la camiseta. En algunos casos, el orgasmo, de ella, puede parecer un objetivo inalcanzable. En esos casos, desesperar es seguir desesperando. Con los años uno se va dando cuenta de que, por suerte, no es cuestión de tamaños.
Muchas veces la explosión llega con tímidos accesos. Importan más los juegos previos, el factor sorpresa, las humedades obtenidas en buena ley o la ayuda de un gel amigo. A veces sirve moverse como en un ataque de epilepsia y otras quedarse quieto, inmóvil. Dejar que ella juegue con uno. Con una parte de uno. No hay que olvidar tampoco que uno tiene manos y que deberían servir de algo. Y que la oralidad no es la de los discursos vacíos.
Igual, a pesar del empeño, el orgasmo puede tardar días, semanas y meses en llegar. O tal vez no llegue nunca. Pero si llega, ¡aleluya hermano! Es tocar el cielo, para los dos. Es hermoso ver al monte de Venus palpitar, conmoverse como en un terremoto. Y el beso que llega después se recuerda toda la vida. Yo elegiría tener un hijo, escribir un libro y ayudar a llegar al orgasmo a una mujer. Que los árboles los plante la municipalidad. Es cierto que es un logro que uno no le contaría a sus nietos, aunque no estaría mal romper la tradición de Caperucita. Por eso, señor, aunque es caminar por la cornisa del éxito y el fracaso, haga el intento. ¡Póngase media pila! Y ni piense en recurrir al “orgasmatrón”.

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