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Domingo, 3 de febrero de 2008

SEBALD

Ante la vida eterna

Ensayos dispersos y capítulos de una novela inacabada sobre Córcega, conforman este libro legado por Sebald tras su muerte.

 Por Patricio Lennard

Campo Santo
W.G. Sebald
Anagrama
245 páginas

Un día su padre le regala un juego de cartas en el que las ciudades alemanas destruidas durante los bombardeos aparecen tal y como habían sido antes de su ruina. Y es en esa escena de iniciación en la que el pequeño Sebald aprende a leer silabeando los nombres de las ciudades y mirando sus fotos (en la turbadora inadecuación entre lo que ve en ellas y lo que ha quedado de esos sitios), donde se insinúa algo de su futura obsesión por desentrañar el imaginario social de posguerra. Una obsesión que en Campo Santo, libro que reúne ensayos dispersos y los fragmentos de una novela que el autor dejó inconclusa al momento de su muerte, se despliega en un texto a partir del cual Sebald escribió después su libro Sobre la historia natural de la destrucción, y en el que la escasa atención que la guerra aérea contra las ciudades alemanas suscitó entre los escritores de los años ‘40 y ‘50 es motivo de denuncia y controversia. Una “laguna de memoria” que él se explica en los términos de un trauma (lo que hizo que algunos vieran un intento de su parte de exculpar a los alemanes en su condición de “víctimas”), y que, al igual que en el ensayo en que analiza las construcciones del duelo a través de la escritura de Günter Grass y Wolfgang Hildesheimer, o en los que les dedica a Peter Weiss y Jean Améry (dos escritores judíos que lucharon contra “el arte del olvido”), deja ver cómo para Sebald auscultar una ética de la literatura es parte fundamental de la tarea crítica.

Menos escrupuloso y más suelto de pluma, y exento de la preocupación de imprimirles a sus argumentos espesor político, se demuestra el autor en los textos en que Kafka, Nabokov, Bruce Chatwin y el poeta Ernst Herbeck son tanto objeto de su lectura refinada como prueba de sus afinidades electivas. De ahí que el viaje de Praga a París que Kafka realiza a mediados de 1911 desencadene la evocación de ciertos viajes suyos por lugares coincidentes (en el otro texto teje tiernas conjeturas sobre las películas que pudieron haber hecho llorar a Kafka en el cine), o que en la obra de Nabokov vea una especial preocupación por “el estudio de los espectros”, de la que su conocida pasión, la ciencia de las mariposas, no sería “más que una rama”. Y es que Sebald se vale de la vida y la obra de aquellos escritores en los que él se reconoce para sacar a la luz su propia experiencia, asumiendo la crítica como una forma de autobiografía.

Pero es en los cuatro textos sobre Córcega, los que iban a ser parte de un libro que en su momento abandonó para escribir Austerlitz, donde la lectura de Campo Santo depara los mayores disfrutes. Sobre todo en la pieza que abre el volumen, en la que cuenta su excursión al pueblo de Ajaccio y su visita a la casa natal de Napoleón Bonaparte, o en el ensayo que da título al libro y en el que su recorrido por un derruido cementerio en la ciudad de Piana lo lleva a reflexionar sobre el modo en que la progresiva devaluación del culto de los muertos ha ido alejando a los cementerios de su función de “antesala de la vida eterna” para reducirlos a la de albergues de desechos. “Los muertos siguen estando a nuestro alrededor, pero a veces creo que quizá desaparezcan pronto”, escribe Sebald. Y es esa taciturna fantasmagoría sobre la que su literatura se establece. Una base melancólica que en Campo Santo resulta como nunca contagiosa, en tanto el lector no puede sino añorar, ilusoriamente, todo lo que de esa novela sobre Córcega la prematura muerte de Sebald en un accidente automovilístico en 2001 impidió que se escribiese.

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