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Domingo, 11 de abril de 2004

Careo con Fourier

POR HORACIO GONZALEZ

Leer a Charles Fourier no es hoy un placer ocioso. Su teoría de las pasiones no puede ser desechada. Eso sí, hay que leerlo con risa. La comicidad que causa nunca capitula. Se convierte en una lección sobre qué significa pensar. Involuntariamente, este hijo de la Revolución Francesa, de la Industria y del Absurdo, dice todo lo que durante años, miles y miles de estudiantes de humanidades (incluyendo los de ciencias sociales) buscaron como cifra de reparación social. Pero lo dice como constructor de un orden arquitectónico, sexual y cósmico. ¿Hay que habitarlo? No, pero la carcajada que nos producen sus “decretos” es el filón para pensar en cómo debemos prepararnos para leer con hilaridad al mundo. Así leyó Sarmiento a Fourier.
Fourier fue un absurdo promotor de clasificaciones y geometrías mentales; nadie debería querer habitar en su Falansterio. Sin embargo, su vasto delirio –al que llamó Armonía– nos pone frente a todas las cuestiones relevantes del habitar y el producir humano. Es perdurable su visión de las pasiones intrigantes, las del mariposeo y las exaltantes. Es como un spinozismo inspirado y en idioma cocoliche, pero con observaciones de rara agudeza. Es también como un Foucault en broma, donde el uso de los placeres está sometido a dadivosas conspiraciones y a artísticas combinaciones geométricas, que en su momento motivaron el saludo de Roland Barthes.
Cuando se piensan experimentos con la mismísima materia social (la vida colectiva y su mundo moral) es fácil ser acusado de desvarío. Fourier no sólo lo fue, él mismo se reviste con el ropaje adecuado a esa acusación. Es el desvarío en trance real, caminando y vestido con casaca burguesa. Decirle utopista sería una forma indulgente de señalar al loco y los cuidados que ante él deben tenerse. Sin embargo, la palabra utopía merece toda clase de indulgencias, pues siempre recuerda el precio que podrían pagar los adelantados por un visionarismo fabuloso que tiempo después adquiere su base técnica, en medio de la tranquilidad desabrida de los ciudadanos. Así pasó también con Fourier, que tenía algo de esos personajes de la realidad más crasa –detrás de un mostrador de tienda o en corretaje de mercancías– pero al que ese oscuro mundo práctico le permitiría extraer de sí todo el conocimiento.
En Fourier, las sociedades experimentales se justifican por la busca de una “unidad universal”, que es el llamado a conjugar ciencia y pasiones, matemáticas y arrebato, arquitectura y cosmología, numerología y destino personal, maquinismo y gloria napoleónica, como la que también le gustaba a Sorel. Pensó que Bolívar iba a interesarse por sus teorías, y hasta consiguió mandarle su libro Teoría sobre los cuatro movimientos y destinos generales al Doctor Francia, monolítico gobernante del Paraguay.
Fourier muere en 1835, el mismo año en que Juan Manuel de Rosas dicta su Ley de Aduanas. Diez años después, Sarmiento viaja a Francia y en el buque se encuentra con Mr. Tandonnet, un discípulo de Fourier que conservaba mechones de pelo y un par de zapatos del utopista fallecido. Tandonnet venía de hablar con Rosas y aprueba su gobierno. En la travesía le explica a un divertido Sarmiento la doctrina de su maestro, lo que motiva que el autor de Facundo (que va con ese libro recién salido bajo el brazo) lea a Fourier y haga una graciosa descripción de su doctrina. Se encarniza especialmente con la combinación de fluido boreal y agua de mar que permitiría fabricar una limonada democrática llamada agrisal, y con las anti-ballenas o los anti-tiburones, grandes especies marítimas que, en vez de ser un peligro, remolcarían buques o ayudarían a arrear el pescado.
Sarmiento exclama en carta a un amigo: “¿Creerá usted que se haya compuesto este sistema fuera de un hospital de locos?”. Y décadas después, aún recordará a Fourier para ponerlo en la serie de maniáticos queforjaban sistemas sociales cerrados, como los del Doctor Francia en Paraguay o las misiones jesuíticas. Las utopías y las sociedades experimentales son dignísimos modos extraviados de la voluntad humana. Exigen el lector cómico, regocijado; exigen una confrontación entre teoría social y mitologías de la existencia. El careo con Fourier permite imaginarlo. En su preocupada burla, el propio Sarmiento esconde mal una fracasada y honda veta fourierista.

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