Se amaban en tarjetas postales, pero ella no lo sabía.

Su padre era productor de tarjetas postales y le adivinó el destino de estrella, pero, guardián de su virtud, la fotografiaba de la mano de nadie y después la unía mediante secretas superposiciones a un joven declarado al vacío.

Una amiga le dijo que la había visto retratada en posturas indecentes con un hombre y otra noche bajó a los depósitos y empezó a buscarse entre mazos de tarjetas recubiertas de páginas de libros siempre inconclusas y repetidas para infernal castigo de los autores, y una vez estaba lejana con la misma bata de gasa verde sonriendo en un claro de luna sobre una escalinata en un lago a un muchacho con párpados caídos aureolados por el lema

o con el pañuelo celeste de gasa en un fondo castaño donde besaba al mismo muchacho y brillaba la palabra

Había temido encontrarse con el abrazo alcohólico e hirsuto de un hombre y ahora se estremecía en la esperanza de hallar la manera de anunciarle su amor.

Se rebeló; empezó un continuo cambio de posturas cada vez más forzadas; pero ignoraba si el muchacho atribuía algún significado a esos cambios o si no los notaba siquiera: las remesas de postales lo traían neutralizándolos. Pero después los dos empezaron a surgir en posturas inconciliables y distanciados por un vacío rígido que les gusta a las personas que no compran tarjetas postales. La alegría no fue duradera: la postura más cargada de reconocimiento amoroso la recogió un brusco bigotudo afeminado. Volvió a dejarse dirigir por su padre, pero iba a poner un aviso en personas buscadas e iba a recorrer los talleres porque un novio de tarjetas postales queda impotente para otros oficios, pero a los pocos años las postales volvieron a traerla abrazada de su novio. No cometieron más imprudencias: se contentaron con el permanente noviazgo en imágenes donde ella tuvo de nuevo la iniciativa en las posturas.