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Domingo, 24 de septiembre de 2006

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Buscando un símbolo de paz

Una artista plástica elige su obra favorita: Catalina León y el arte fúnebre

 Por Catalina León

A mí lo que me encantó y me sorprendió de la tumba de César Vallejo es que, al igual que a la mayoría de las tumbas de ese cementerio, la cubre un pesado mármol rectangular. Y tenía algo diferente de las tumbas llamativas o con esculturas que suele haber en las tumbas de los personajes reconocidos: es que mucha gente había ido y había dejado distintos elementos. Había por ejemplo un pañuelo con un bordado cubierto por un plástico sostenido por piedras; un rosario, una escarapela del Perú, tarjetas con los e-mails de las personas, un par de aros azules, un poema, boletos del metro, un esculturita también del Perú; huesitos de pájaros, tierra... Se iban juntando distintos elementos que no iban con ninguna pretensión ni están siempre vinculados con la muerte sino que eran de uso cotidiano y se juntaban ahí y terminaban siendo como una especie de oráculo, de palabra mágica que abre para pasar al otro lado; como notitas que se pasaban por debajo de la puerta. A mí me interesa mucho esto de buscar un arte fúnebre contemporáneo. Y de repente ahí había tarjetas de personas con sus e-mails, que es un rasgo de la época en que vivimos: se ve que a distintas personas en el cementerio también les interesaba César Vallejo y se ponen en contacto a través de la tumba, y entonces la tumba es algo vivo, que se mueve, que sigue produciendo conexiones. Como si esos elementos dejasen entrar a la intimidad de esa persona en lugar de presentártela como un gran personaje. Es como un rastro suave, un sonido a lo lejos, que llega de él.

No es accidental que haya conocido la tumba de Vallejo. Visito bastante los cementerios, porque estoy desde hace mucho en esa búsqueda: ¿qué hacemos, cómo representamos el dolor?; ¿qué objetos elegimos para representar eso que está pasando? Siempre tengo esta idea de que por ahí eso no va a cambiar el dolor ni el temor que tenemos ante la muerte, pero sí la actitud que se tiene ante esos sentimientos. Y por eso me gustan tanto los ataúdes de Ghana, que se hacen en forma de martillos gigantes, o pescados, o botellas de Coca-Cola. Pero no sólo por pensar que después esos objetos van a estar bajo tierra, con cuerpos adentro, ni tampoco por la peregrinación de un pueblo que carga un ataúd con forma de pez gigante de colores. Estos ataúdes fueron creados por un carpintero en un pueblo de Ghana hace relativamente poco, unos cincuenta años, y tienen una relación entre lo que la persona hizo en vida y el ataúd que elige: por ejemplo, para el carpintero, un martillo; para el que vende caracoles, un caracol gigante; para una señora que nunca había viajado en avión, un avión; para el pescador, un pescado... Por ahí eso no va a cambiar el dolor ni la angustia, pero en la representación cotidiana que se tiene de la muerte, es distinta la opinión acerca de un pescado que de un ataúd como lo conocemos, que carga con una densidad y no permite conectarse con la muerte como transición o transformación o un lugar de repliegue, de unión entre las personas. Es casi como no querer ver: a mí me hace pensar que hay una relación entre la madera del ataúd, opaca y lustrada, y el brillo y el reflejo de los anteojos negros que las personas se ponen para no mostrar su llanto unos a otros. Me parece que al dolor se le agrega un plus de densidad y de sordidez que podría ser de otro modo.

Hace dos años me di cuenta de que mi foco de interés se había corrido hacia el arte fúnebre y los rituales, pero creo que viene de siempre. Cuando era chica y me contaron que uno no se podía enterrar donde quisiera, ya me parecía una situación muy extraña. No podía ser que el gobierno decidiera cómo tenían que despedirla a una. Yo me imaginaba hasta entonces que una podía enterrarse o enterrar a la gente que quería en el jardín de la casa. Y cuando mi mamá me dijo que no, me sentí encarcelada y violentada. También me acuerdo de que una vez encontré un gatito en la calle y me puse recontenta, pero a los dos días se me murió y yo me puse muy mal, hasta que de repente se me ocurrió que le podía hacer un funeral y de pronto quedé fascinada y tenía un vecino que tenía un vivero y le pedí permiso para hacer el funeral ahí.

Por ahí el permiso para intervenir el ritual tal cual lo conocemos es con los animales: tenemos una libertad en sus muertes –tal vez porque los comemos– que permite cierta creatividad. Todo el tiempo hacemos rituales de transición. Tenemos esa necesidad. Más allá de qué cree uno que hay después de la muerte; lo que importa es la vida cotidiana, cómo nos relacionamos con la muerte en nuestra vida diaria. No se puede cambiar el dolor, el temor, la angustia, pero sí cómo nos relacionamos con esto, a través de estas pequeñas cosas, como un símbolo o un ritual.

Mucha gente no piensa y no habla de la muerte. Supongo que cada cual se relaciona desde donde puede. Pero, al menos para mí, poder hablar sobre mi muerte y la de los otros con las personas que quiero es un acto muy liberador.

Me encantaría poder abrir un espacio físico donde la gente diseñe su propio entierro o su cajón o su epitafio, o si no quiere hacerlo y si quiere que lo hagan los demás pueda tener ese diálogo. Que pueda haber una verdadera conexión entre el que se fue y los que quedan.

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La muerte del poeta peruano César Vallejo (Santiago de Chuco, 16 de marzo de 1892-París, 15 de abril de 1938), autor de joyas como Los heraldos negros (1918), se produjo repentinamente tras la internación por una enfermedad desconocida. Sus restos fueron embalsamados y trasladados pocos días después a la Mansión de la Cultura, y luego al cementerio de Moutrouge. En abril de 1970 se trasladaron al cementerio de Montparnasse. Catalina León señala que en la lápida de Vallejo se lee el texto que su mujer, Georgette Phillipart, mandó a escribir sobre la tumba: “J’ai tant neige pourque tu dourmes, Georgette” (“He nevado tanto para que durmieras, Georgette”) y también una parte de un poema suyo, que dice: “Yo nací un día que Dios estuvo enfermo”.
 
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