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Domingo, 7 de agosto de 2011

FAN › UN MúSICO ELIGE SU TEMA FAVORITO: ALBERTO FAVERO Y LA BOHèME, DE PUCCINI

El aprendiz de brujo

 Por Alberto Favero

Si hay alguna música que ha tenido suma relevancia en mi vida como músico es la de La Bohème. Mi educación primera fue en La Plata, con mi viejo, que era maestro de música, y mi madre, soprano operática, en esa casa, medio vivienda, medio conservatorio de música “Beriot”, donde nunca había menos de tres pianos para jugar. Cuando yo tenía unos tres años y pico, mi padre me llevó al Teatro Argentino, donde representaban ópera dominicalmente, y ese día al que me refiero y que recuerdo muy especialmente presentaban, ocasionalmente, La Bohème, en lugar de La Traviata, que se hacía casi siempre. Esa función de los domingos en el Argentino se grababa y luego se pasaba, el lunes siguiente, por Radio Provincia. Y según me contaron –porque yo era muy chico, tuve que bucear mucho para recuperar estos recuerdos–, cuando ese lunes pasaron la grabación de La Bohème por la radio, yo, que estaba jugando en el piso, reconocí esa música inmediatamente, y entonces exclamé muy emocionado: “Teatro, teatro, teatro”, o el vocablo equivalente que sea que yo usara en ese momento en ese lenguaje infantil parecido al castellano, pero que es definitivamente otra lengua.

Y como mi padre, maestro que era, tenía una intuición muy ejercitada para estas cosas, se dio cuenta inmediatamente de que estaba en presencia de esa facultad tan cara a los viejos maestros y que éstos llamaban “retentiva”, refiriéndose a la memoria musical: esa capacidad para identificar el pattern de una melodía que se había escuchado con anterioridad; y ahí mismo, de una, decidió que yo tenía que dedicarme a la música. Así empezó todo.

Si de esa función yo me acuerdo perfectamente la vivencia a pesar de que era tan chico, fue porque se trató de una experiencia muy fuerte para mí; y recuerdo en particular que me quedé muy prendido de ese personaje que estaba en el foso del escenario marcando el tiempo con un palito, como una especie de sacerdote, dirigiendo y prestando atención a todo lo que pasaba en el escenario. En otras palabras, había quedado fascinado con el director de orquesta. Además hubo, en lo puramente musical, dos momentos muy especiales que pusieron a funcionar la memoria emocional. Uno es cuando Rodolfo le canta a Mimí “Che gelida manina” (“Qué manito tan fría”), una de las más famosas y populares de las arias del tenor de la ópera, que es una música extraordinaria, en una interpretación que me quedó en el alma. Y junto con eso hay otro momento que quedó muy prendido en mi memoria, en el principio del tercer acto, donde suena un triángulo en una mañana muy fría, y el coro empieza a cantar, el canto de unos barrenderos que piden refugio. Algo de ese clima tan especial que lograba el triángulo –seguramente era la primera vez que escuchaba esas frecuencias tan agudas y mágicas en la cima de una orquesta– es una imagen, un ambiente que quedaron grabados para siempre.

Todo esto supongo que tuvo sus derivaciones en mi vida. A los cinco, seis años, cuando ya había empezado a tocar el piano, empecé a acompañar a mi madre en sus ensayos de repertorio. Y aunque debo decir que ella nunca cantó “Che gelida manina”, porque es un aria de tenor, después de esa aria venía “Si. Mi chiamano Mimi”, que ella cantaba mucho; y cuando era mi viejo el que tocaba el piano –mientras enseñaba, explicaba dónde tenía que apretar, dónde tenía que ligar, esas cosas que iluminan los maestros–, yo me subía a un banquito de esos que usaban los bandoneonistas niños para corregir la altura cuando estaban sentados con el instrumento –porque se enseñaba bandoneón en el conservatorio de mi viejo–, y ahí ponía una especie de partitura y hacía como que dirigía con un lapicito. Nadie me prestaba la menor atención, obviamente (más o menos como ahora), a pesar de mi obsesión por “dirigir” todo el tiempo mientras ensayaban. Todo ese juego tuvo su origen tras observar al conductor de la orquesta en el Teatro Argentino de La Plata.

Quedé muy marcado por la música de Puccini, como quedamos todos los que hacemos ópera o teatro musical –que son básicamente lo mismo, aunque usen diferentes tecnologías–; Orgambide incluso me llamaba “Pucci” cuando trabajábamos en algún proyecto musical. Puccini es el maestro de todos, pero yo lo tuve de “maestro” emocional desde muy chico, desde mis primeros años formativos. La Bohème fue para mí mucho más que la influencia que podría ejercer una canción; fue una experiencia mística, fue mi ingreso al ambiente de la teatralidad con música. Y para mí, que me crié en un conservatorio y aprendí la música al mismo tiempo que aprendí a hablar, formó parte de mi lenguaje desde siempre; aprendí música como un juego, y casi sin darme cuenta se convirtió en una pieza fundamental de mi vida.

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