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Domingo, 23 de marzo de 2003

PáGINA 3

El show debe continuar

 Por Rodrigo Fresán

(desde Barcelona)

UNO El otro día leí –en un libro que recoge su correspondencia– una carta de Stendhal a su hermana Pauline. Es una carta muy breve, está fechada en París el 1º de abril de 1814 y dice así:
“Estoy muy bien. Hace dos días tuvo lugar una agradable batalla en Pantin y en Montmartre. Fui testigo de la toma de esta montaña. Todos se comportaron bien, no hubo el menor desorden. Los mariscales ejecutaron prodigios. Quedo a la espera de noticias tuyas y de lo que ocurre en tu hogar, y en el de M. de Saint-Vallier. La familia está bien. Yo estoy viviendo en casa”.
Y la carta estaba firmada –supongo que es otro de los muchos alias a los que Stendhal, perdón, Henri Marie Beyle, era adicto– por un tal General Terré.
La carta me intrigó. ¿Era una broma? ¿Sería cierto que los ciudadanos de París llevaban sus reposeras y parasoles a las afueras de la ciudad para contemplar batallas como si se tratara de obras de teatro? ¿Qué planeta era ése en el que un cónsul se convertía, sin gran entusiasmo y mucho menos éxito, en el gran novelista de su era? Una cosa estaba clara: entonces la guerra ya era un espectáculo y lo venía siendo desde hacía varios siglos.
Pensaba en todo esto el pasado jueves a mi madrugada. Me quedé despierto para ver cómo empezaba la guerra. Como si se tratara de un programa de televisión cualquiera. De una serie o un telefilm. Supongo que el asunto no figuraba en la anteúltima página del diario, en la programación del día, porque no había hora exacta. Sabíamos, sí, del fin del ultimátum y todo eso. Así que me quedé. Me interesaba averiguar si las guerras tan anunciadas eran, también, puntuales. Antes, a lo largo de todo el anochecer y la noche del miércoles, contemplé múltiples conferencias de prensa, pésames por fracasos diplomáticos, sonrisas satisfechas de águilas pentagonales y a Bush jugando con sus perritos, tal vez obligado por algún asesor de imagen al que se le ocurrió que así se parecería un poco más a Kennedy. Después, a las 2 en punto de la madrugada, las cámaras de los canales de noticias se clavaron en el horizonte de Bagdad. Los segundos parecían horas y los minutos parecían días y aguanté hasta las 3 y pico y me fui a dormir. Según mis cálculos, mientras yo cerraba los ojos la guerra abría los suyos.

DOS Me enteré de eso a la hora del desayuno. Y lo cierto es que no había mucho para ver. Lucecitas en el cielo. Aquí y allá. Muchas menos que para el estreno de Golfo I, del ‘91, cuando un piloto eufórico comparó ese festival de luz y sonido con DisneyWorld, con un árbol de Navidad.
Mientras se hacía el café, roté por los canales de siempre: Fox News (con su elenco de militares de alta graduación retirados, muy al estilo Dr. Strangelove), la CNN (que nunca se sabe muy bien qué están pensando y de qué lado están) y Euronews, donde siempre me quedo porque todo parece más tranquilo y comprensible. Incluso una guerra incomprensible. El nuevo gran concepto: la Guerra Preventiva. Ataque primero y después repartimos contratos. El tipo de cosas que se les ocurren a personas a quienes ya no les alcanza con ser primera potencia mundial y que andan con ganas de imperio. Ya saben: o estás conmigo o estás en contra.

TRES España está con Estados Unidos. Aznar está con Bush. Los allegados al jefe de gobierno español dicen –con susurros casi místicos– que Aznar “tuvo una visión”. Que esa visión tiene que ver con una España protagónica en un mapa del siglo XXI que ahora mismo se está horneando en las cocinas de un restaurante de fast-food donde queda terminantemente prohibida toda mención a la cuisine française. De nada sirvieron las manifestaciones multitudinarias de anónimos que quieren seguir viviendo en paz, las protestas de personajes de la cultura (con los actores, para mi gusto, sobreactuando un poco su propia importancia) o las múltiples evidencias presentadas por especialistas a la hora de afirmar que Irak no es un peligro inmediato para nadie y que poco y nada tiene que ver con Al-Qaida. Allá vamos luego del despiporre diplomático protagonizado por la ministra de relaciones exteriores Ana Palacio (algo así como una versión femenina de Harpo Marx, sólo que tartamuda) y del embajador español ante la ONU, que siempre me produce el incómodo efecto de ver a alguien escapado de una de esas despiadadas comedias de Berlanga. Lo curioso y paradójico y psicótico es que, siendo España uno de los pocos países que ha apoyado abiertamente el conflicto, lo suyo será enviar barco hospital y otras cositas sólo para tareas humanitarias. En la calle la gente parece triste, desconcertada y –a medida que pasan las horas y las marchas de protesta– un poquito más enojada. “¡Fuera ASNOr!”, “¡Esto es un aBUSHo!” y “¡USAdos!” gritan los carteles. No viene siendo un año fácil: el Prestige, ETA que siempre está ahí, economía estancada y, para colmo, la aparición en Madrid de un asesino serial que deja un naipe sobre las víctimas. Ya dejó el as, el dos, el tres y el cuatro de copas. Quedan barajas para repartir un rato largo y a ver a quién le toca la próxima mientras –temor lógico– todos piensan en cuál va a ser la factura por todo este asuntito, cuándo la van a pasar y dónde. ¿En un avión, en el subte, en el cine, en un restaurante? No es cómodo estar justo en el medio entre la Justicia Duradera y la Justicia Infinita, mientras de un lado prometen “la Madre de Todas las Bombas” y del otro la Jihad Final, y a uno sólo le queda esconderse detrás del menú y asombrarse por los precios y tenerle miedo, mucho miedo, al postre.

CUATRO Y las papas fritas (french fries) ahora se llaman freedom fries en Estados Unidos. Le escribo a Rick Moody sobre esta cuestión. Moody –joven escritor norteamericano– vive en Brooklyn y, me dice, no puede creer ni soportar lo que le ha ocurrido a su país desde aquel inolvidable 11 de septiembre 2001. Moody escribe seguido, y sus despachos parecen llegar desde unos Estados Unidos cada vez más parecidos a los que alucinaba Philip K. Dick en sus para/ucro/distopías. Le pregunto sobre el nuevo nombre de las papas fritas y me plantea una cuestión todavía más grave: ¿qué hacer con el french kiss, que es como los americanos conocen al beso de lengua? Moody teoriza con laconismo stendhaliano: “¿Podremos seguir besándonos así? En lo que a mí respecta, no estoy del todo seguro de poder practicar el freedom kissing. O tal vez sí. Pero ¿estará permitido en Texas? Suena como algo peligrosamente cercano a la sodomía, y ya sabés que tenemos leyes contra eso, especialmente en Texas. Espero que todos mis amigos gays, travestis, transexuales y con apetitos intergeneracionales practiquen el freedom kissing hasta que se cansen de hacerlo”.
Después hablamos de otras cosas tan interesantes como el hecho de que las cantantes country de Dixie Chicks hayan caído en desgracia por denostar a Bush, o que los polvos tóxicos y bacteriológicos en tambores de detergente industrial que escondía el comando de Al-Qaida capturado en Catalunya meses atrás, bueno, eh, al final, este..., parece que esos polvos malos ocultos en esos envases era, ah, cómo decirlo, sí, jabón en polvo.

CINCO Lo que no impide que uno se sienta tan frito como papa frita mirando la nueva versión cinematográfica de El americano impasible, con Michael Caine haciendo mejor que nunca de Michael Caine. Ahí –cortesía de Mr. Greene, individuo ambiguo si alguna vez lo hubo– está todo lo que estamos pasando. La misma vieja historia de siempre. En Vietnam, en Panamá, en Medio Oriente: da igual. El error recurrente –o el acierto para unos cuantos, claro– de plantar monstruos, hacerlos crecer altos y vigorosos y después cosecharlos a bombazos en nombre de la paz mundial. Tal vez sea una especie de adicción. Tal vez –desde aquel Hitler tan perfecto y oscarizable a la hora del villano– los norteamericanos como ejército y pueblo necesiten de la existencia constante de un villano fuera de su territorio. Alguien a quien poder atacar cuando sea necesario, cuando la sangre y los fabricantes de armas lo pidan. Entonces qué mejor que inventarlo desde el vamos. Ponerlo ahí, lejos, y así una madrugada, otra vez, lucecitas en el cielo y todos juntos a sacar las reposeras y los parasoles y a tomar el aire del desierto que se transmite en vivo y en directo en las pantallas de nuestros televisores.
Misma película, mejores efectos especiales, actores clase Z y hoy a la noche –durante las propagandas de la guerra– cambiar a los Oscar. El show que se sabe cuándo empieza pero nunca cuándo termina.

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