Domingo, 9 de enero de 2011 | Hoy
CINE > SOMEWHERE, LA NUEVA DE SOFIA COPPOLA
Después de que le pegaran por todos lados cuando se animó a una adaptación pop, moderna y casi adolescente de María Antonieta, Sofia Coppola retrocede al terreno anterior: gente famosa que deambula su aburrimiento por hoteles de lujo. Pero, lejos de Tokio, la princesa de Hollywood pone su cámara en eso que la rodeó desde chica: el detrás de escena de las estrellas, el tedio de la celebridad y la vacuidad que invade a los vendedores de fantasías en Los Angeles.
Por Hugo Salas
Mucho se ha escrito –y se escribe– sobre las estrellas de cine, y de hecho esa atención constante forma parte de su propio mecanismo de construcción. Para bien y para mal, las celebrities (mutación extrema e hiperbólica de las viejas stars) forman hoy parte inexpugnable de la esfera social, en una radicalización extrema de aquel culto al tipo medio que advertían, con distinto cariz, varios sociólogos, filósofos y antropólogos ya en la primera mitad del siglo XX. En un mundo donde la aspiración máxima de una abrumadora parte de la población humana es la de “ser famoso”, sin más, contra el manto de esa fantasía se labran las más dispares, heterogéneas y variopintas leyendas.
El cine, como no podía ser de otra forma, ha sabido explotar para su propio beneficio esa cantera: películas de estrellas las ha habido en variante rosa (Cantando bajo la lluvia) y negra (El ocaso de una vida), con marcada preferencia por el clásico agridulce (Funny Girl, Nace una estrella, Cautivos del mal). En esta última tradición, de algún modo, abreva Somewhere, la última película de Sofia Coppola, si bien procura abandonar cualquier ribete melodramático para abordar desde una mirada más despojada, seca y minimalista esa existencia casi de fantasma que tiene hoy por hoy una celebrity.
En la primera imagen, un auto negro atraviesa la pantalla, alejándose sobre una cinta asfáltica, para reaparecer poco después, en sentido contrario, algo más lejos, describiendo lo que a simple vista parece ser una curva perdida en alguna ruta desértica. Luego de un tiempo en espera, vuelve a oírse el rugido del motor y el mismo auto repite el movimiento. Se trata, entendemos, de un circuito, pero la visión parcial de las cuatro vueltas que completa a la pista da en realidad la impresión de un loop, no el mismo auto dando cuatro vueltas distintas sino cuatro veces la misma vuelta, estableciendo una tensión entre reafirmación y reiteración que sostiene, en más de un sentido, toda la película y su discurso sobre la realidad social que aborda.
En efecto, a la manera de un hamster, Johnny, estrella de películas de acción (en una estupenda interpretación de Stephen Dorff), avanza insensiblemente en la determinación de su propia rutina: Johnny va a fiestas, Johnny se acuesta con mujeres atractivas sin mucho esfuerzo, Johnny fuma, Johnny toma, Johnny conoce a dos mellizas que le hacen un show privado de baile de caño en su habitación cuando lo quiere, Johnny se ve con su hija de once años, Johnny trata de advertir si lo siguen los paparazzi, Johnny no hace nada y al mismo tiempo tiene una agenda apretadísima de compromisos que su agente le recuerda por teléfono, Johnny se queda dormido. Rodeado de gente que no conoce pero lo trata por su nombre de pila, con esa amabilidad molesta y brutal que impone el universo gélido y curiosamente impersonal de las relaciones públicas, ni siquiera con un accidente (al principio se quiebra la mano) logra singularizarse y escapar de la rutina.
Desde luego, es posible encontrar varias similitudes entre el sonambulismo de Johnny en los pasillos del célebre Chateau Marmont y el spleen que aquejaba a Scarlett Johansson en el Park Hyatt de Perdidos en Tokio, y hasta cierto punto Somewhere supone, en la carrera de su directora, un retroceso a terreno conocido luego del frío y hostil recibimiento que tuvo su osada y muy pop María Antonieta. No obstante, si en Perdidos en Tokio la falta de conexión con el entorno de sus dos protagonistas podía achacarse en gran medida al exotismo y a lo extranjero, aquí todo el tiempo (incluso cuando viaja a otro país) Johnny está “en su elemento”, lo que vuelve doblemente duro y paradójico el espacio de su separación y distancia con el mundo de la experiencia.
Justamente allí, en la aplicación de aquel modelo de “perdidos en el fin del mundo” al territorio de lo cercano, Sofia Coppola encuentra una mirada curiosa y estimulante que la distancia, en sus mejores momentos, de la tradición del cine agridulce sobre las estrellas. Lejos de poblarlos de miserias inesperadas u ocultas, muy lejos de la lógica de Los ricos también lloran y Behind the Scenes, los hoteles y la vida que retrata con frialdad entomológica se parecen a un video de Madonna en los ‘90, un espacio bellamente iluminado, lleno de “gente linda” dispuesta al sexo y las fiestas, donde todo pedido es satisfecho; vale decir, el paraíso tal como lo pinta, en mayor o menor medida, el universo publicitario. Quizás uno de los mayores méritos de Somewhere sea que no necesita ignorar los privilegios y placeres efectivos de la situación de su protagonista para hacer de ellos una fuente de rutina, cotidianidad y medianía.
Desde ya, no todo es abulia o desinterés, y así como Perdidos en Tokio se permitía risas sardónicas sobre la altamente occidentalizada cultura japonesa, Somewhere encuentra algunos de sus mejores momentos cuando se permite ironizar sobre el mundo de las celebrities y la propia industria del entretenimiento. En una escena, por ejemplo, Johnny debe enfrentar una conferencia de prensa en la que las preguntas se suceden de manera absurda y abarcan cómo se cuida, qué come o si le gustaría ir a China, pedidos de evaluación acerca del modo en que su papel representa a los italoamericanos como minoría o cuestiones como si la película que está presentando ofrece una reflexión sobre el mundo posmoderno de la globalización. Poco después, en Milán, participa como personalidad extranjera de unos premios televisivos descabellados (literalmente, los premios “Telegato”), lo que da pie a una escena de confusión, con bailarinas en escena, donde Sofia Coppola, sin empacho, aprovecha a demostrar lo bien visto que tiene a Fellini.
El quiebre llegará cuando Johnny, por ausencia de su ex, deba hacerse cargo de su hiperadaptada hija durante unas semanas y pase el tiempo con ella, ya sea jugando al Guitar Hero en Los Angeles o nadando en la piscina privada dentro de su suite en Milán, antes de llevarla a un campamento de verano. La experiencia de la paternidad, con un grado de cercanía que al parecer nunca antes ha tenido, lo movilizará, lo hará reaccionar y lo obligará a entrar en contacto con sus emociones.
En verdad, como puede verse, lo raro del caso de Sofia Coppola es que en el extremo opuesto al modelo industrial clásico, en su cine ascético y minimalista, encuentra (y comparte) las mismas interpretaciones sensibleras y simplistas de la vida, como si lo suyo fuera una versión trendy y apta para todos los gustos del cine independiente. De hecho resulta extraña la manera en que conjuga sus miradas despiadadas y crueles del espacio social con una visión totalmente empática, acrítica y piadosa de sus personajes. Ciertamente, si se permitiera algo de ese mismo humor e ironía con ellos (o si éstos tuvieran un poco más de curiosidad por el mundo que los rodea), sería mucho más dificultoso que le endilgaran el marbete de princesa consentida que filma películas sobre niños ricos con tristeza.
Podría argumentarse, en su defensa, que sus películas procuran captar ante todo una situación vivencial, y que en tal sentido si no aparecen la autocrítica y una mayor profundidad en las experiencias descriptas, se debe a que no son parte constitutiva de la vida contemporánea. No obstante, la melancolía, la seriedad y la inteligencia de Las vírgenes suicidas lo desmienten, al igual que la osadía y la complejidad de María Antonieta. Quizás, hasta cierto punto, la explicación sea más sencilla, y entre tantas cosas que pueda haber aprendido de su padre, Sofia sepa que el único modo de sostenerse en un espacio tan complicado como el circuito falsamente independiente de Estados Unidos es reiterar aquello que se sabe que funciona, cumplir con la inigualable máxima del mundo del espectáculo según la cual debe darse al público “lo que quiere” (voluntad que inexorablemente suele coincidir, a grandes rasgos, con los contenidos que esa misma industria ha venido repitiendo machaconamente durante más de un siglo).
Como fuere, se las ingenia para dar lugar en Somewhere a algunos de esos raros momentos de luz a los que es tan afecta y que muy pocos directores saben crear con tanta precisión. Ya sea la inesperada y escalofriante escena de claustrofobia en que a Johnny le cubren la cabeza de yeso para tomar una máscara de su rostro, o ese inusual y ya nostálgico momento de intimidad en público que viven padre e hija en la pileta la última tarde juntos, valen por sí solos para llegar hasta el cine huyendo de algo más que el calor.
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