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Domingo, 26 de julio de 2015

> RODRIGO DE LA SERNA, EN LA PIEL DE JUAN MANUEL DE ROSAS

DECIR SÍ

 Por Mercedes Halfon

Puede resultar raro que esta sea la primera vez que Rodrigo de la Serna arriba al Teatro San Martín. Un actor de su calibre, que ha cruzado el Atlántico de ida y vuelta con su trabajo, que ha llegado a la casa de todos los argentinos con personajes arriesgados, queribles y recordados. Pero es cierto: esta es la primera vez que De la Serna pisa el escenario del San Martín, de la Casacuberta para ser más exactos, donde se pondrá en el cuerpo de un Rosas mítico, multiforme, que recorre el escenario en todas las direcciones posibles, casi tantas como las que tuvo su carrera actoral.

“Empecé a estudiar actuación de muy chico con Alejandro Oliva. A los doce años ya estaba actuando en una versión de Decir sí de Griselda Gambaro en el cine Los Angeles que se había alquilado para ese evento, que era fundamentalmente para las familias. Fue mi debut y lo recuerdo aun hoy: muy potente, me divertí muchísimo y descubrí lo que me gustaba hacer. Seguimos haciendo obras por siete años más con ese grupo. Hasta que terminé el secundario y empecé a hacerlo más profesionalmente. En ese potrero aprendí mucho. Mi base de actor viene de esa experiencia y esos años.”

A los 21, De la Serna ya estaba en la pantalla de Telefe en horario central, en la tira Naranja y media junto a Guillermo Francella. “Ahí lo conocí a Norman Briski y entonces empecé a estudiar con él. Fue fuerte, medio un cachetazo. El era de esos profesores muy personalistas. Yo venía de un potrerito, donde cultivé un payaso y mucho humor. Recuerdo que la primera improvisación que hice en su estudio me subí al escenario y al ver que se reían de cada pavada que se hacía, fui por ese lado. Pero cuando terminamos, Briski dice todo muy lindo, qué bueno que la gente estudie teatro, pero en esta improvisación hay un problema, uno solo y ¡sos vos! Acá venís a estudiar a Stanislavsky ¿Sabés quién es? Ahí empecé a entender que la actuación tenía otros aspectos, un tal Stanislavsky por ejemplo. Y empecé a sufrir mucho. Recién ahora puedo decir que me divierto e incluso que me puedo cagar un poco en esa disciplina.”

¿Cuándo dejaste el teatro para empezar más con la televisión y el cine?

–Dejé de hacer teatro cuando nació mi hija. Yo era muy joven y se me abrió un panorama como actor en la televisión que me aseguraba un pasar económico relajado y que además me interesaba. No me podía evadir de esas responsabilidades paternales, que eran muy lindas y me ayudaron a crecer como persona y como actor. El camino del teatro se cerró en ese momento. La última obra que había hecho era El cuidador de Pinter en 1999, con compañeros de lo de Briski. Y después volví recién con Lluvia constante dirigida por Javier Daulte, en el 2012. Mucho tiempo pasó en el medio.

Y cosas como Okupas, un producto muy importante en la TV. Pero también para vos.

–Cuando lo leí por primera vez no lo dudé: era literatura. Estaba tan bien escrito que daba pena filmarlo. Hay que hablar del talento de ese hombre Bruno Stagnaro. Fue en el 2000, veíamos de diez años de menemismo cuando Okupas irrumpe. Tuvo mucha fuerza porque ese hiperrealismo era necesario, era necesario ver todo lo que la serie mostraba. Algo que se venía negando o poniendo bajo la alfombra. Y de pronto esa marginalidad, esas problemáticas emergieron en el país y Okupas lo pudo mostrar muy bien. Pasar por ahí fue de un crecimiento increíble. Bruno me lo ofreció después de verme en comedias. Cambió mi manera de actuar.

Y después llegó Diarios de motocicleta, donde hiciste a Alberto Granados, el compañero de ruta del Che. También una experiencia de actuación muy intensa, con la que de distintas maneras te proyectaste al mundo.

–Fue una experiencia desde todos los sentidos muy plena. Una gran producción que nos permitió convivir con Gael García Bernal cuatro meses antes de filmar. Nos conocimos, estudiamos el social histórico de la época, vimos las películas y leímos los libros que leyeron, aprendí a bailar mambo, tango, a dominar esa moto tan difícil. Todas cosas que hacen que te vayas haciendo amigo. Y después todo el rodaje. Recorrer el mismo camino que ellos habían recorrido cincuenta años antes. Encontrábamos personas que los recordaban. En Chile estábamos haciendo la escena cuando llegan a un taller mecánico y casi tienen un affaire con la esposa del mecánico. Estábamos actuando esas situaciones y venían y nos decían ‘tranquilos que la mujer está viva, sigue casada con el mecánico y viven ahí’. O cuando estuvimos en Amazonas del Perú, se reclutaron leprosos de la zona y había algunos que tenían 75 años, los habían conocido. Estaba Granados con nosotros y se abrazaron. Veíamos que era verdad que estos tipos habían cambiado la realidad del leprosario con su llegada. O el encuentro con el pueblo Mapuche cerca de Temuco. Son cosas que no se olvidan.

Después vino todo lo que fue la gran recepción de la película ¿no?

Fueron seis meses de girar y pisar las alfombras rojas. Del barro del Amazonas con los leprosos, contando la historia del hombre que quiso cambiar esa realidad y no pudo, a los Tiffany y los Dolce Gabbana. En su momento no lo pude disfrutar mucho. Hoy creo que podría hacerlo un poco mejor. Tenía 28 años yo. Y estaba convencido de que nunca iba a volver a vivir una experiencia tan vasta y significativa. Así que después de todo eso vino un pequeño bajón.

Sin embargo seguiste en una línea vinculada a contar la historia, a través de personajes de héroes de la Patria, como Revolución, el cruce de Los Andes.

–La película de San Martín es un viaje por la primera mitad del siglo XIX, hay una atmósfera extraña, San Martín hablando en español de España, los trajes, los escenarios. Para mí fue un poco cumplir un sueño de niño, de cuando en los actos escolares te tocaba hacer de árbol y mirabas con envidia aquel que por un parecido físico o por su comportamiento, le tocaba ser San Martín. Pero también me interesó hacerlo porque creo que hay una épica y una mitología vastísima, muy nuestra, que es muy poco explorada por el cine y el teatro. Es de una potencia y unas posibilidades muy amplias. La historiografía clásica había mostrado un San Martín a mi criterio, bastante alejado del real. En el 2011, en épocas de integración latinoamericana, en busca de un Mercosur real, se hace esta película. La única referencia que había era El santo de la espada de Leopoldo Torre Nilsson, el mejor director de cine argentino con el mejor actor, pero en un contexto adverso. Alfredo Alcón contaba que tenían una guardia militar que, si había una escena en la que estaba vomitando, venían a decirles que los próceres no vomitaban. Nos merecíamos revisitar esta figura en este nuevo contexto social y político.

Lo que están haciendo con Pompeyo Audivert con El farmer también parece ir en esa dirección.

–Claro, primero lo hizo Andrés Rivera de una manera muy contundente. Construir o pensar a partir del mito de Rosas. La madre de Rosas dándole la teta a Lavalle y a Rosas al mismo tiempo: si eso no es mitológico, no sé qué lo sería.

¿Este es un proyecto más personal tuyo y de Pompeyo?

–Sí. Una vez nos cruzamos en la salida de un teatro, teníamos un amigo en común. Me contó que estaba haciendo una adaptación de El farmer para teatro. Yo le dije que me parecía una novela alucinante. A la semana nos reunimos a conversar. Teníamos una visión bastante similar del libro y de lo que podía ser una puesta conjunta. Y nos pusimos a trabajar, primero a leer el texto e incluso a ensayar, pero con las reformas del Teatro San Martín se demoró el proceso un año. Y ahora vamos a estrenar. Estamos muy contentos con la adaptación que hicimos. Esta idea de escindir a Rosas en dos cuerpos. Pompeyo me invitó a codirigirla de un modo muy generoso. Yo se que él tiene un conocimiento y un recorrido vastísimo del oficio de la dirección. Pero igualmente formé parte del proceso de dirección de la obra, de una cierta cosmovisión del material que fue compartida.

Esta idea de la dramaturgia del actor, si bien con un texto previo, pero fueron desde la actuación pensando hacia afuera.

–Sí, y Andrés Mangone apuntaló mucho en eso. Porque es muy difícil actuar y dirigir al mismo tiempo, por eso Andrés es también parte de esta dirección tripartita. Es una dramaturgia de los actores en este caso. Una actuación muy expresiva, además. En la obra hay muchos registros. Algo más formal y luego otra zona muy deforme. Me divierto mucho haciendo a Manuelita. Mi base está en el teatro, está en lo payasesco, lo grotesco, así que esto es también una vuelta sobre el principio.

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