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Domingo, 8 de enero de 2012

BURT GLINN

La revolución cubana

“Cuando llegué, ya había amanecido en La Habana, y Batista había huido. Fidel estaba a cientos de kilómetros, pero nadie sabía exactamente dónde. El Che Guevara se dirigía hacia La Habana. Parecía que nadie estuviera a cargo de nada. En el momento en que llegué a la habitación del hotel, había disparos en la calle. Había multitudes sin control, armadas con todo lo que tenían a mano; pistolas, escopetas, machetes.

Todo el mundo llamaba a Fidel, pero nadie sabía dónde estaba. No había oficina de prensa, no era una operación de relaciones públicas: era una verdadera revolución. Entretanto, el equipo de la revista Life había organizado su propio sistema de transporte y se había incorporado con un fotógrafo venezolano al que todo el mundo llamaba Caracas. Fue él quien, finalmente, localizó a Fidel en la carretera entre Camagüey y Santa Clara.

Tras una reunión durante toda la noche en Sancti Spiritus, el grupo de Castro se había distribuido en cuatro coches, que llevaban a Fidel, a su ayudante Celia Sánchez y a una escolta de unos once barbudos. Habíamos establecido contacto con Fidel, pero era difícil seguirle el rastro. Había partido de Sierra Maestra sin vehículos oficiales, pero a medida que avanzaba por Santiago, Camagüey, Santa Clara y Cienfuegos rumbo a La Habana, la columna fue creciendo. El entorno rebelde se hizo con tanques, camiones, autobuses, jeeps, coches, taxis, limusinas, motocicletas y bicicletas.

Castro continuó cambiando de vehículo, y nosotros seguimos jugando al escondite con él, intentando encontrarlo en la columna que se desplazaba por la carretera. A su paso por la campiña, la caravana se hacía sentir en los pueblos, donde la gente se agolpaba en las calles, aclamándolo... En Cienfuegos, empezó a hablar a las 23.00 horas y continuó hasta las 2.00 horas de la madrugada. Involucraba a los oyentes, pidiéndoles consejo sobre el mejor modo de conducir el país. Se bajaba del estrado, se mezclaba con la gente y debatía con ella sobre técnicas agrícolas o intercambiaba chistes sobre el depuesto Batista. Era una demostración increíble de mutua confianza. Su entorno estaba preocupado porque se pudiera atentar contra su vida, pero Castro era muy valeroso... La euforia era inimaginable e impregnaba todo el país.

Tras dejar Cienfuegos, la ruta se hizo tan irregular que perdimos a Fidel hasta que volvimos a ponernos a su altura a la entrada de La Habana. Para entonces el tumulto era tal, y las filas de los que marchaban, tan irregulares, que no se podía distinguir cuáles eran los que marchaban y cuáles los que asistían a su paso. Al llegar a La Habana, la aglomeración a lo largo del malecón era tal que perdí mis zapatos mientras me las veía y deseaba para hacer fotografías.

Recuerdo las desmesuradas esperanzas y los siniestros presagios que se adueñaron del país entero aquellos pocos días. Solamente quisiera que, en los años transcurridos desde entonces, Fidel lo hubiera hecho mejor para su pueblo y que nosotros hubiéramos sido más inteligentes. Renunciaría a todas estas fotografías, mis favoritas, y a todos los cigarros que he recibido de Cuba si todo pudiera repetirse, pero de un modo mejor”.

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