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Domingo, 18 de marzo de 2012

Un pago tranquilo de buenos amigos

Acaba de contar su aldea, Belgrano Rawson, en El sermón de La Victoria. “Llegué recién: si sentís ruidos de gárgaras, es que estoy escupiendo sangre”, dice. Está en “el locutorio”, una zona de las sierras de El Durazno, en la que su teléfono celular capta señal. Como hasta hace un rato llovía, como le dio fiaca ensillar a la yegua que le presta un vecino, le metió “a pata”, dice. “Pero no te preocupés, que son solamente dos mil metros de altura”, bromea buscando culpa. “Si decís cualquier verdura, entonces, podemos explicar que estás apunado”, oye. Preguntándole y preguntándole, cuenta que anda a caballo desde que era chico, y que el suyo, Napoleón, murió el año pasado. “Me he criado prácticamente en el campo –dice–. Montar es algo que nunca se olvida.” Desde hace treinta años reparte su tiempo de residencia entre Buenos Aires y este sitio, ubicado a pocos kilómetros al noroeste de San Luis de la Punta de los Venados, donde nació, en 1943. “Estoy en lo alto, de acá tengo una vista maravillosa: es como hablar desde el escenario del crimen –cuenta–. A mis espaldas tengo el Agua Hedionda, que es un cerro que está mencionado en la novela; después, hacia el sur, están las Salinas del Bebedero, y está la ciudad, también, más o menos para ese lado. Unos tres kilómetros hacia el sudoeste vive un amigo mío, el Gallego, junto a Nati. Este es un valle muy subdividido, con campos generalmente chicos, sierras mezcladas con praderas muy verdes. Hacia el noreste, lo único, tengo un feed lot, uno de esos hacinaderos de animales, cuatro mil novillos que cagan al mismo tiempo, y eso va a parar a los ríos y a las napas con sus medicamentos, sus antibióticos. El hedor es insufrible, y además las moscas. No tendrían que funcionar cerca de las poblaciones, porque es fuente de contaminación de primera línea. Pero ahí están.”

Ahí está la policía, también, en El sermón de La Victoria, como agente comunicante de la injusticia y la muerte a través del tiempo, en estos valles puntanos. Belgrano Rawson toma un puñado de casos para graficar la contaminación a lo largo de las últimas décadas: lo ocurrido con Nelson Madaf en los ’90, torturado de mil formas hasta que “confesó” el asesinato de Claudia Díaz (una chica a la que conocía de la que repentinamente no se supo más), contagiado de sida en la cárcel, un condenado hasta que un buen día ella apareció: fugada de su casa, simplemente se había ido a San Juan sin avisar a nadie; o lo ocurrido durante la primavera del ’76, cuando arreciaron los secuestros y los tormentos y las ejecuciones de Graciela Fiochetti y Sandro Santana Alcaraz en las Salinas que recién nombró; y las historias de las hijas del panadero, las hermanas Garraza (una de ellas novia de otro asesinado, Pedro Ledesma), presas hasta el regreso de la democracia; y también la historia de Nati y Jorge Nadal, presos políticos durante la dictadura: él, el Gallego al que aludía en el párrafo anterior, se reencontró con su hijo Pedro luego de casi treinta años con la identidad cambiada (Abuelas de por medio), porque tenía nueve meses cuando cayó en manos de los represores, que se lo apropiaron. Porque ah: así como está la constante del espanto, también tallan en el libro los inclaudicables gestos del amor.

“San Luis nunca desapareció de mis novelas, pero ésta es la primera vez que me ocupo verdaderamente, porque todas las historias comparten el mismo escenario –dice–. Y se entrecruzan en ciertos puntos, como la plaza, los juzgados, el colegio nacional, el bar, el Ocean, que existió hasta hace un par de años. El prostíbulo tampoco existe, aunque está todavía el edificio, donde creo que hay un desarmadero. Ahí estuvo un tiempo la penitenciaría.” De ahí viene el título del libro, dice: La Victoria era el nombre del prostíbulo, y en ese sitio, cuando era cárcel, sermoneaba el obispo a los presos políticos. “Dijo que a ellos había que extirparles el alma –señala–; según los amigos católicos, es imposible separarla del cuerpo sin que te maten. La explicación teológica que daban ellos, entonces, es que eso era una velada condena a muerte.” Belgrano Rawson no lo nombra, pero alude al obispo Juan Rodolfo Laise.

¿Cómo fue contar de personajes que son personas reales, que existieron o existen?

–Fue una limitación y un desafío. Limitación en cuanto a que no podés dejar volar la imaginación: en las partes que aluden a ellos, los hechos tienen que ser como sucedieron. Son todas historias recogidas de grabador, hasta donde sé no dejé a nadie sin entrevistar. El problema fue después cómo contarlo. Me pasé dos años con ese material entre manos preguntándome por qué me había metido en eso. Pero había que hacerlo, ¿no es cierto? Y lo mejor posible, en el formato de una novela, que no fuera un libro meramente periodístico.

En lo sustancial, dice Belgrano Rawson, El sermón... es una crónica hecha con centenares de horas de entrevistas y zambullidas en archivos judiciales. “Todos los personajes importantes figuran con sus nombres verdaderos –apunta–. Y también hay otros que son mezclas de leyendas, humores y chismes, que existieron a medias y son parte de la trama folklórica. Por eso digo que me decidí a hacer el libro con todos los ingredientes de la receta. Me pareció que esta historia tenía valor si se contaba en su contexto, por eso hacía falta contar el escenario anterior y posterior a lo de Nelson, de ahí que parta de los años ’60, cuando nosotros íbamos al Ocean y al prostíbulo, y que llegue hasta 2011. Porque la historia de Nelson contada así, solamente, puede ser casi un accidente.” El escenario, la geografía, la aldea, son fundamentales en El sermón... “Y, además, éste es un lugar inesperado –subraya–. Porque la imagen que se tiene de San Luis es otra, está desdibujada. Se sabe que pasaban cosas en Córdoba, en Mendoza, pero acá... Este es ‘Un Pago Tranquilo De Buenos Amigos’, siempre fue definido así. Esta es una provincia con frases. Me acuerdo que a los trece me hacían ir al Tiro Federal, cosa que yo detestaba. Había que tirar con Mauser, que es muy pateador, te saca el hombro: a esa edad no estás preparado para eso. Sobre todo un flaco como era yo: con cada tiro volaba de la colchoneta, tirábamos cuerpo a tierra, porque si disparabas parado salías volando por la puerta del fondo. Y en la entrada había un cartel que decía: Aquí se aprende a defender a la patria. Las frases siempre están.”

En la escritura de Belgrano Rawson el registro y el manejo de la oralidad es extraordinario. Música. Las composiciones que hace con la habladuría, la frase, la declaración judicial, el principio moral y el sermón suenan como bandas de sentido y de sinsentido. “Yo escribo con el oído todo el tiempo, supongo que lo hago inconscientemente –dice–. Y no lo sé hacer de otra manera, por otra parte. Tal vez haya muchas formas, pero nunca me he separado mucho de ésta. Tampoco es que estoy pensando todo el tiempo en cómo escribir. Es más, ahora estoy tratando de olvidarme de este modo que tengo, porque estoy muy dedicado a filmar, y me doy cuenta de que los textos míos que hago para eso tal vez tengan buenas ideas, pero no sirven para el cine. Y ahí sí, tengo que escribir de otra forma. Hay un misterio a descubrir, ahí, y por eso se vuelve muy interesante. Quiero contar historias con el cine, con una cámara.” Anda experimentando con varios proyectos a la vez: docuficciones centradas en el tango, en historias del Río de la Plata, en escenarios y personajes de San Luis. “El cine, conmigo, es un viejo amor no consumado de largo tiempo –dice–. Estudié en algún momento, pero nunca había intentado hacerlo. Es un lugar muy difícil. Desde hace algunos años existen cámaras de alta definición con costos razonables y una calidad excelente, que te permiten largarte por tu cuenta. Ahora no hay excusas: si no filmás es porque no te da el cuero o no querés; un equipo para editar, cámara, lentes, algunos filtros y ya está, no necesitás créditos del instituto o productores adinerados. Creo que se puede, o al menos en eso estoy, tratando de aprender. Capaz que dentro de un año te digo bueno, fue una ilusión.”

Todavía no vio un ejemplar de esta primera edición de su libro. “Acá llegará el año que viene, se van a vender dos ejemplares y después el librero va a decir que está agotado”, dice Belgrano Rawson. Sorprendentemente, El sermón... apareció primero en alemán. “Fue una decisión de ellos, y para mí fue algo complicado, porque el libro iba siendo traducido a medida que yo lo terminaba –dice–. Vos sabés cómo son los editores, verdaderos hijos de puta que siempre te pescan en cosas. Pero bueno, fue de gran ayuda tener ese lector atento. Una parte había salido como folletín policial en Clarín, así que alguna gente lo vio acá y lo tenía en fotocopias. Aunque en fin, todo lo que circula en fascículos, a menos que seas Chichita de Erquiaga, va a parar a la verdura. Fue un libro que me costó hacerlo aparecer. Incluso hice algo que no hacía hace años: lo mandé a dos premios. El Alfaguara y el Norma, creo. No figuró ni en los veinte primeros. Me hubiera venido bien la plata, un poco fue por eso.”

Tiene, cuenta, otras dos “cositas” para publicar. “Pero ya casi no tengo ganas de escribir otros libros –dice–. No hay que estar mortificando a los lectores. Creo que ya está bueno. Aunque capaz más adelante tengo que pedir disculpas por decir pelotudeces.” Las “cositas” son un libro de cuentos, con título provisorio de Vamos fusilando mientras llega la orden, y tres relatos centrados en Malvinas, titulado Historia de tres disparos. “Estuve en las islas en 2007, y de ahí escribí eso –sitúa–. Todo el tiempo me lo pasé en las posiciones donde habían combatido los argentinos, recogiendo cositas que dejé allá: casquillos de bala, borceguíes, pedazos de manta, zapatillas, latitas de paté, ganchos, un infierno de cosas que los malvineros no tocan. Me lo pasé buscando restos. Pero yo cuento la guerra desde ámbitos no tradicionales, me parece. Uno se llama ‘El pez volador’ y transcurre fundamentalmente en el escritorio del psicoanalista de François Mitterrand, que es quien vendió los Exocet a la Junta Militar; hay otro que trata sobre el disparo de una fragata inglesa que cae sobre una casa, por error, y mata a tres señoras inglesas, las únicas víctimas civiles: eso me lo contó John, un maestro de allá, que vivía en esa casa; y el tercero transcurre en el cementerio de Darwin y enfoca en un tiro de mortero que mata a tres soldados argentinos. Pero bueno, está escrito a mi modo, y no es que tenga posturas de una u otra parte.” ¿Y qué le parece a Belgrano Rawson esta postura de los 17 notorios que enfocan en la autodeterminación de los kelpers? “No, si viven como sultanes: que se arreglen –dice–. Esto hay que tratarlo con los ingleses. Por vía diplomática, por supuesto, con mucha prudencia. Hoy vi que según una encuesta, en Inglaterra, el 57 por ciento piensa que las Malvinas son argentinas. El 99 por ciento de los kelpers debe pensar que son inglesas: ¿cómo les vas a preguntar a ellos? Cuando yo desembarqué, allá –te reciben militares con cara de culo, que quieren saber vida y milagros–, lo primero que me dijeron fue: ‘Gracias a Dios que ustedes invadieron, porque estos hijos de puta de los ingleses estaban por devolverlas’. Más allá de lo que significó la guerra, fue un error gravísimo de los militares. Pero bueno, ésta es la postura de un tipo desinformado, que está acá, hablándote desde un locutorio...”

Vuelvo a El sermón... El libro abarca distintas épocas, con gobiernos de distintas características. ¿Qué constante resaltarías, qué hilo conductor a través del tiempo?

–La constante es la Justicia, que lleva a todo el mundo a vivir al margen de la ley sin que nadie pague las consecuencias. La Justicia, al servicio de la política, hace que no funcione. Y eso no es un problema sólo de acá: historias como éstas, parecidas, similares, encontrás, seguro, en cualquier parte del país. Pensá en el caso Candela, en Marita Verón, lo que se te ocurra. No hay nada nuevo.

Y la policía, en nombre de la ley, como ejecutora de la violencia.

–Sí, la policía es el lugar formal, el problema universal, pero en ciertos distritos ha alcanzado dimensiones escandalosas. Aun en provincias que tienen una calidad institucional muy superior a San Luis, como Mendoza, que tiene una policía salvaje, que no han podido controlar. Controlar a la policía es un proyecto de la comunidad cultural política y total, porque es en defensa propia. Pero bueno, no creo que esto vaya a ocurrir.

Bueno, eso fue lo último. Debe estar agolpada ahí la gente, pidiéndote la cabina del locutorio.

–Hay una chiva que me está lamiendo.

Claro, las heridas que te hiciste para subir hasta ahí.

–Sí... Creo que me estoy excitando.

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