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Domingo, 8 de julio de 2012

Nunca tendremos París

 Por Claudio Zeiger

“Me ocurría a veces que todo se dejaba andar, se ablandaba y cedía terreno, aceptando sin resistencia que se pudiera ir así de una cosa a otra.” Así empieza “El otro cielo”, de Cortázar, pero también podría empezar así Medianoche en París, en los labios o la mente del joven escritor y guionista Gil Pender (Owen Wilson) cuando viaja a idealizar París, pero aún no advierte el error o la paradoja de su engañosa utopía: no añora un lugar sino una época. Y así podría haber empezado París era una fiesta si no empezara diciendo “Para colmo el mal tiempo”. ¿Lo recuerdan? La bohemia era feroz entonces, aunque los años la hayan vuelto encantadora. Había sentimiento y ajenjo. Eramos pobres pero honrados. Eramos artistas. Volver a la bohemia es un gran deseo imaginario de todos los artistas de todos los tiempos. Pero pocos bancan de verdad la tristeza, la garúa, la resaca. Woody Allen lo entendió y transformó el viaje en una caricia suave, alegre y reparadora.

Quizá todo el arte –por lo menos la literatura y el cine– no sean otra cosa que una experiencia de pasaje; un cruce, estar aquí y querer estar allá. Vivir entre. Algunos podrían reducirlo a “evasión”, y sin embargo, puede pensarse que también la literatura “social” es –de parte de la gran mayoría de los escritores– un viaje hacia “abajo”, vertical, donde espera el otro, los otros (¿el prójimo?). Escribir, experimentar, filmar, son siempre una forma del exilio. El problema será: volver o no.

La inclinación de Cortázar por las historias de pasaje es célebre y habitual para sus lectores. En la época más opresiva, cuando era el burguesito a quien los bombos peronistas no le dejaban escuchar su música dilecta, a esa inclinación se la identificó con una definición política: “Casa tomada”; “Las puertas del cielo”; quizá “Lejana”. El planteo se sofistica en “La noche boca abajo” y se depura en “El otro cielo”. Aquí, el narrador escapa de un presente de patio y matrimonio (la Irma) para encallar en París, pero no se trata de una ciudad glamorosa o intelectual sino de un París laberíntico y prostibulario, donde un asesino aterroriza a las prostitutas y él es desdichado, pero feliz. Es, finalmente, otro. Son los años ‘40 en Buenos Aires y lo que más parece perturbarlo no es el incipiente peronismo sino la asfixia de la clase media.

Se sabe que para la época de publicación de Rayuela y Todos los fuegos el fuego, Cortázar ya está haciendo su aprendizaje de un exilio productivo y voluntario, no sobredeterminado por la historia sino condicionado por la cultura. Es un mandato de la cultura argentina el que lo lleva a París y desde allá no se hará “universal” como Borges sino rioplatense y latinoamericano. Pero ésa es otra historia.

Gil Pender no parece pensar en Cortázar y su exilio parisino cuando llega a París poco antes de “contraer” matrimonio, como si contrajera una enfermedad crónica y abúlica. Pero sí ama la idea de París en abril con aguacero, y aunque tampoco piense en César Vallejo, lo deslumbra el imaginario de una ciudad abierta a la cultura y la sensibilidad y la soltería, todo lo que al parecer no se consigue en los duros tiempos del presente norteamericano. Entonces, como es escritor en ciernes y está en París, no puede sino pensar obsesiva e idílicamente en el “grupete” de París era una fiesta. Su experiencia de pasaje es mediante un automóvil que lo recoge a medianoche en el Barrio Latino y lo deposita en la “fiesta móvil” de los años ’20, donde están Scott y Zelda Fitzgerald poco antes de enloquecer, Cole Porter, Gertrude Stein tajante, Picasso, Dalí y, por supuesto, Hemingway, brusco y vital como él mismo se encargó de pintarse. Es Hemingway precisamente quien lo desengaña un poco. Allen-Owen-Pender creen haber llegado al París-Paraíso, pero pronto va a entender que todo paraíso es un paraíso perdido. Nuestra edad gloriosa siempre está atrás. Y más atrás y más atrás. Nadie está conforme con el presente, su presente. En el corazón de esa bohemia en permanente fiesta, hasta Picasso añora el París de Toulouse-Lautrec y los Años Locos sueñan con la pinta de la Belle Epoque. Necesitamos fabricarnos una edad dorada en la que habríamos sido... lo que no somos. Nuevamente, acecha la aventura del exilio, la gran disyuntiva: irse o quedarse. Irse: fugar hacia atrás, contesta Medianoche en París. Ahí donde la intensidad vive. Siempre atrás.

Si bien la respuesta es demoledora, en la película de Woody Allen está atemperada por una ligereza de comedia que sólo es un gesto de buena voluntad y generosidad hacia el público, sobre todo pensando que entre ellos puede haber unos cuantos jóvenes.

Victor Hugo. Balzac. Hemingway. Fitzgerald. Vallejo. Cortázar. Sartre. El Castor. Woody Allen. París es la mejor ciudad del mundo, pero ¿en qué mundo? ¿En que época? ¿En qué siglo? París es la mejor ciudad del mundo porque siempre reside en el pasado, espera atrás para confirmar nuestras peores nostalgias. Por eso, ay, nunca tendremos París, la ciudad perdida. Hay que volver del exilio. Y para colmo el mal tiempo.

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