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Domingo, 19 de mayo de 2013

DE REDFORD A DI CAPRIO, LAS VERSIONES Y LECTURAS SOBRE EL GRAN GATSBY

All That Jazz

 Por Carlos Gamerro

1. DOS GATSBY

Tanto Robert Redford, el Gatsby de la versión de Jack Clayton con guión de Francis Ford Coppola (1974), como Leonardo DiCaprio, protagonista de la actual de Baz Luhrmann, están perfectos como Gatsby, pero cada uno compone un Gatsby totalmente diverso. Quizá la manera más fácil de resolver esta aparente paradoja es hacer la doble pregunta retórica: ¿quién, en 1974, podría haber encarnado a Gatsby sino Robert Redford? ¿Y quién, en 2013, sino Leonardo DiCaprio? Lo que han cambiado no son sólo los actores sino los tiempos: o sea nosotros. “Su sonrisa te mostraba que te entendía hasta el punto en que querías ser comprendido, creía en ti como a ti te gustaría creer en ti mismo y te aseguraba que se llevaba de ti la impresión precisa que tú, en tu mejor momento, querrías comunicar. Justo en ese punto se desvaneció, y yo me quedé mirando un joven y elegante rufián, uno o dos años por encima de los treinta...”. La descripción de Nick (en traducción de Eva Zimerman de Aguirre) parece escrita específicamente para Robert Redford, y su sonrisa es la que recomienda Dale Carnegie en Cómo ganar amigos e influir sobre las personas, que “puede valer un millón de dólares” si es “una verdadera sonrisa, que alegre el corazón, que venga de adentro, que valga buen precio en el mercado”. Esa es la sonrisa de Robert, prototípico buen muchacho norteamericano (hablamos de su imagen fílmica, no del más que meritorio director de Quiz Show y fundador del Festival de Sundance), es por esa sonrisa que el memorable gangster judío Meyer Wolfshiem lo toma bajo su ala y lo convierte en el frente respetable de sus negocios más turbios (Wolfshiem es encarnado en la película de Luhrmann por un conocido ícono de Bolly-wood, lo que termina siendo más un guiño del director a las fuentes de su estética cinematográfica antirrealista que un acierto de casting, pues ni la más poderosa tecnología CGI podría judaizar al hinduísimo Amitabh Bachchan). DiCaprio, indudablemente, apunta para otro lado: de redneck (rufián) no tiene nada, y su sonrisa, si algo nos transmite, es que si nos descuidamos un minuto nos devorará de un bocado, sobre todo después de su reciente encarnación del esclavista sureño en Django sin cadenas: a diferencia de los meros actores, las grandes estrellas traen a cada nueva película todos sus roles precedentes, y éstos afectan nuestra manera de percibir los actuales. Como si hubiera podido preverlo, Luhrmann hace del Gatsby de DiCaprio algo mucho más siniestro, más amenazante, más peligroso que el de Redford. Lo cual le viene como anillo al dedo: a fin de cuentas, este amable joven que ninguna madre temería presentar a sus hijas núbiles es en realidad un peligroso gangster. En la novela, y en la película de 1974, la fachada logra tapar casi por entero la realidad que subyace, y apenas se deja entrever el gangster que se esconde tras el elegante millonario; era, a fin de cuentas, un Gatsby, si no pre-Coppola, al menos pre-Scorsese (el de Buenos muchachos y la muy fiztgeraldiana Casino, no el de Hugo Cabret, claro). El de DiCaprio, en cambio, lleva sobre las espaldas el peso no sólo de los gangsters cinematográficos de los últimos cuarenta años sino también el de los narcos cinematográficos de los últimos veinte, y se muestra a la altura de las circunstancias.

2. MAL GUSTO

(Todas las ideas y muchas de las palabras que componen esta sección provienen de un ensayo inédito sobre la novela de Fitzgerald que escribimos años ha con Rubén Mira.)

Se ha dicho hasta el hartazgo que El gran Gatsby es una novela sobre el sueño americano. Más específicamente, cuestiona una de las ideas –o mitos– sobre las cuales la joven nación edificó su imagen para sí misma y para el mundo: a diferencia de la semifeudal Europa, donde la cuna y la sangre siguen determinando el valor de los individuos, y poniendo barreras a los logros que puedan alcanzar (en otras palabras: a su capacidad de soñar, no sólo con tener un futuro mejor, sino con ser quienes quieren ser), los Estados Unidos no son una aristocracia sino una meritocracia; son la tierra de las oportunidades, y el prototipo del ciudadano estadounidense no es el aristócrata de cuna sino el self-made man. Gatsby encarna como pocos este ideal: nacido James Gatz, joven campesino de Dakota del Norte, “surgió de la concepción platónica de sí mismo. Era hijo de Dios (...) y se inventó la clase de Jay Gatsby que hubiera podido inventar a un chico de diecisiete años, y a esta concepción le fue fiel hasta el final”. Apenas un elemento es necesario para lograr la transmutación alquímica de hacer coincidir el yo real y el yo ideal: la plata. Pero hay que hacerla rápido, pues la juventud se va –si no la propia, sí la de su amada no inmortal, Daisy– y como el joven James Gatz no está para esperas eternas y encuentros tardíos como los de El amor en los tiempos del cólera de García Márquez, sólo le queda una opción: hacerse gangster. La historia de un joven que se hace mafioso por amor, y compra una fastuosa mansión sólo para ver del otro lado de la bahía la luz verde del muelle de su amada, y organiza las fiestas más espectaculares que jamás conoció la costa Este con la sola esperanza de que ella se aparezca por una de ellas alguna tarde, es demasiado improbable para ser creíble: pero como es la premisa romántica de la novela, y Fitzgerald cree en ella a pie juntillas, no tenemos más remedio que creérnosla: Gatsby es, a fin de cuentas, un hombre quijotesco que cree en los sueños, los que tiene y los que le contaron, que se hace caballero y sale en busca de su Dulcinea, para encontrarla, si no convertida en zafia labradora, sí en frívola flapper. La absurda improbabilidad del sueño de Gatsby es, también, la del sueño americano que encarna, sueño que no puede sino disiparse o estrellarse contra la dura realidad: la aristocracia es hidra al filo de las guillotinas de Francia, capaz de regenerarse y recrearse más rápido de lo que pueden eliminarla. En América (no sólo la de ellos) los granjeros o almaceneros llegados de allende los mares rápidamente reconstruyen o inventan las barreras del apellido, la sangre, la cultura y el lenguaje, para diferenciarse de los nativos y poner freno a los recién llegados: en los Estados Unidos la gran barrera no será, como en la Inglaterra originaria, el lenguaje (recordemos la tesis de Pigmalión de Bernard Shaw: para hacer pasar a una florista por duquesa, basta con enseñarle a hablar) sino el gusto. Daisy concurre, finalmente, a una de las fastuosas fiestas de su novio de juventud, y el resultado es decepcionante: se siente apabullada y ofendida por el vigor y la vulgaridad de la fiesta y los invitados, y Gatsby lo nota, y queda desolado (y no habrá más fiestas después de ésta, claro). Fitzgerald era, como Wilde, un maestro de la paradoja, no sólo a nivel intelectual sino emotivo: cuando Gatsby, en lo que debe sentir como su momento de triunfo, la coronación de todos sus esfuerzos, muestra su mansión a Daisy y arroja por el aire las camisas de todos los colores “que un hombre le compra en Inglaterra” (cuyas estables normas de elegancia serán siempre el refugio del estadounidense en duda; secuencia, ésta de las camisas, mucho mejor resuelta, por derecho de osadía, en la película de Luhrmann, que pone todas las camisas en el vestidor) Daisy llora “porque nunca había visto camisas tan hermosas”. Su emoción por el reencuentro con su viejo amor está, no todavía cuestionada, pero sí al menos enmarcada por esta ostentosa vulgaridad que tarde o temprano lo devolverá a la categoría de amor imposible: a su marido Tom le bastará, una tórrida tarde de verano en el hotel Plaza, mostrar que Gatsby no es ni será nunca uno de ellos, que su dinero no está lavado por la sangre de sus venas sino manchado por la sangre de otras; de demostrar, en suma, que no es dinero heredado sino que lo ganó el mismo, que es un rico de primera generación, para probarle a su esposa que no debe ni puede amarlo. Hemingway se había burlado de su amigo Scotty en Las nieves del Kilimanjaro, donde éste aparece como el romántico Julian, que habría empezado un cuento con las palabras “Los ricos muy ricos son gente diferente de vos y yo” a lo cual alguien comenta: “Sí, tienen más plata” y Harry, el más o menos autobiográfico protagonista, agrega: “... creía que eran una raza especialmente glamorosa y el descubrimiento de que no era así lo destrozó”.

Gatsby también hace, a su manera, el mismo descubrimiento: cuando Nick empieza a decir que Daisy “tiene una voz indiscreta. Está llena de...” y no sabe cómo seguir la frase, el romántico Gatsby la completa con el sorprendentemente cínico comentario: “Está llena de dinero.” Pareciera una develación digna del Manifiesto comunista, pero Nick Carraway, amigo de Gatsby y narrador de la novela y la película, vuelve a correr el velo con: “Había dado en el clavo. Yo nunca lo había entendido antes. Estaba llena de dinero... era éste el inagotable encanto que subía y bajaba en ella, su tintineo, el canto de platillos que tenía... Alta en un blanco palacio, la hija del rey, la dorada joven...”. Sólo que es un velo transparente, y ya no podremos dejar de ver lo que hay detrás. En su El crack-up Fitzgerald famosamente dijo que “lo que distingue a una inteligencia de primer orden es la capacidad de tener al mismo tiempo en la cabeza dos ideas opuestas y aun así seguir funcionando”. La voz de Daisy “supera todos los sueños... era una canción inmortal” y lo sigue siendo aun cuando se revele que es apenas el tintineo del dinero lo que suena en ella. Fitzgerald ha descubierto, en otra palabras, la paradójica fórmula del glamour: toda la gracia y elegancia y belleza de los ricos no es más que dinero, pero no hay otra gracia y elegancia y belleza que ésta. La clase, la elegancia, el buen gusto, los da el dinero, pero no pueden comprarse: eso es lo que Gatsby no ve (porque todo su proyecto habría tambaleado si lo veía antes) hasta que es demasiado tarde, hasta que en el duelo final Tom lo derrota refregándoselo en la cara.

En este sentido, Luhrmann, como Nick, se juega por Gatsby: el arte de la película de Clayton era refinado de un modo bastante convencional; ofrecía, no tanto un retrato de la realidad de los años ‘20 en los EE.UU., sino una imagen esencializada, decantada por cincuenta años de Hollywood: como si la dirección de arte hubiera estado en manos de Daisy y el mal gusto de Gatsby apenas asomara en algunas de sus distracciones, en el famoso traje rosa por ejemplo. Pero el film de Clayton es de 1974 y la época que recrea, los años ‘20: como el tiempo todo lo borra, hasta la diferencia entre el mal gusto y el bueno, para ver el traje de Robert Redford como grasa necesitamos, hoy, del inolvidable comentario de Tom: “¿Que estudió en Oxford? ¡Pero si usa un traje rosa!”. El mal gusto de Luhrmann, en cambio, es el nuestro: cualquiera de las culturas globalizadas puede reconocerse en el espejo estridente de su Gatsby, sus vestidos y su casa. Por eso también su película abandona el charleston y el foxtrot de los años ‘20 y los presenta en versiones techno o rapeadas, pasadas por un sampler con mucho de Beyoncé y Jay-Z. Ambas, la de Clayton y la de Luhrmann, son películas de época: pero la de Clayton es la de unos años ‘20 que probablemente nunca existieron salvo en el cine; la de Luhrmann, más simplemente, es la nuestra, que quizás tampoco exista salvo en el cine, claro.

3. LA FIESTA

Por encima (o por debajo) de su anatomía del mal sueño americano; de su análisis del circuito del dinero viejo y nuevo, sucio y limpio; de la melodramática historia del joven pobre que se enamora de la niña rica, El gran Gatsby es la novela de las fiestas. Estas fastuosas recepciones que quizá nunca tuvieron lugar fuera de la tinta y el papel de la novela han constituido con el tiempo el arquetipo de la fiesta, la idea platónica con la cual todas las fiestas reales se miden y desesperan de alcanzar. “Fue una fiesta a lo Gatsby” va camino en convertirse en un cliché como “fue una escena dantesca” o “una situación kafkiana”. El gran Gatsby parece por momentos incluir una lección moral: “después de la fiesta viene la resaca”, “después de la burbuja de los años ‘20 vino la Depresión”, pero la fiesta se escapa de ella, así como la fiesta menemista sobrevivió, en tanto fiesta, a las fulminaciones de los spots publicitarios de De la Rúa. Porque la fiesta es, en tanto fiesta, un absoluto: la expresión máxima de la celebración, del goce por la vida, del principio del placer desatado, de la diversión, es decir, la redención de las rutinas de la vida cotidiana. Después, sí, viene la resaca: pero la resaca es un invento puritano. El fiestero lo entiende, y no la vive como castigo sino añoranza: sabe que la resaca no es más que el luto que se guarda, hasta la próxima fiesta, por la fiesta pasada. Los que siguen bailando en el Titanic no son los tontos, sino los sabios: si el barco igual va a hundirse, mejor pasarla bebiendo y bailando y confraternizando que matándose por un salvavidas. Al menos desde Romeo + Julieta y Moulin Rouge, Luhrmann viene persiguiendo el arquetipo de la fiesta perfecta. Si bien quizás lo haya alcanzado en Romeo + Julieta (destino de artista: se pasará la vida y la carrera tratando de alcanzar un punto culminante que ya está en el pasado, como les sucede a todos los personajes de Fitzgerald), aquí intenta no ya representar una fiesta que ha tenido lugar, en otra parte, sino convertir su película en una fiesta, aquí y ahora: quiere enfiestarnos ahí mismo, donde estamos sentados: y por eso es natural que las que nos presenta en su Gatsby tengan más de fiesta electrónica de los años ‘90 y actuales, donde todos se retuercen en un tecno-beat extático habiendo consumido, suponemos, inusuales cantidades de champagne francés, cocaína, éxtasis y ácido, que de las desenfrenadas pero en última instancia elegantes parties de los Roaring Twenties.

4. ¿QUE DA EL 3-D?

No me olvidé: El gran Gatsby de Luhrmann está filmado en 3-D. Sí, es la primera vez que una película 3-D abre Cannes. ¿Quiere decir que al fin el 3-D ha dejado de ser una bagatela tecnológica y ha adquirido categoría de arte? Para nada; si de vanguardia se trata, ya lo había hecho Andy Warhol con su Frankenstein en 1973; si de cine-arte o cine de autor, Wim Wenders en 2011 con Pina. ¿Qué le aporta entonces el 3-D a El Gran Gatsby, y qué le quita?

La película de Clayton era toda luz de verano, gracia elegante, melancólico lirismo. Todo parece filtrado por el foco suave de la nostalgia: es, como la novela, una película de recuerdos, los de un verano glorioso que ya no volverá. El 3-D vuelve, en la de Luhrmann, todo aristas y ángulos: hasta los árboles parecen estar hechos de vidrio quebradizo y cortante: es, como la novela, una película de sueños que se vuelven pesadillas. La primera, aunque los interiores se filmaron en estudio y algunos exteriores en Inglaterra, sugiere sets naturales, y de hecho una buena parte se filmó en Nueva York y en distintos palacios de Rhode Island; la segunda se filmó íntegramente en Australia, y aunque mucho se hizo en escenarios reales, todos han sido tomados y retorcidos por la tecnología digital y resultan en la pantalla supremamente artificiales. Aun así resulta contradictorio, por no decir absurdo, criticar a la película por artificiosa, como algunos han hecho: nada menos natural que la Jazz Age de Fitzgerald; él lo sabía mejor que nadie, porque la había inventado. Cuando un productor de Hollywood criticó los diálogos de uno de sus guiones, él respondió: “Le enseñé a hablar a toda una generación, ¿y ahora resulta que no sé escribir diálogos?”. Contra Aristóteles, con Wilde, Fitzgerald sabía que lo que distingue el buen arte no es alcanzar una buena imitación de la realidad (criterio del que siempre renegamos en teoría y aplicamos en la práctica), sino crear ficciones tan seductoras que la realidad querrá imitarlas; entendiendo la lección del maestro, Luhrmann no pretende reproducir o recordar el sueño de Fitzgerald, sino soñarlo de nuevo. El 3-D le sirve a Luhrmann para dejar bien en claro que la suya no es una película sobre los años ‘20, sino un artefacto absolutamente 2013 creado con materiales de los años ‘20 (lo que ya había hecho con la Belle Epoque parisina en Moulin Rouge). Criticar su El gran Gatsby por artificial o artificiosa es tan improcedente como hacerle esa crítica a las Soledades de Góngora (dicho sea de paso, “artificial” y “artificioso” eran, en el Siglo de Oro español, términos elogiosos: ya va siendo hora de que vuelvan a serlo).

Aun así, siempre hay lugar para la nostalgia. Mi momento favorito en la versión de Clayton es uno insignificante y olvidable, es decir, efímero, de los que le encantaba coleccionar a Fitzgerald: Daisy, tras concurrir por primera vez a una de las fiestas de Gatsby, en la que la ha pasado bomba escondiéndose de su marido para bailar o besarse con el dueño de casa, corretea de aquí para allá canturreando la tontísima e irrelevante frase “Without a shirt, without a shirt” (“sin camisa, sin camisa”) mientras su esposo trata de meterla en el auto, y todavía escuchamos un último “Without a shirt” desde adentro, cuando éste lo ha logrado. Es un momentito tan auténtico, tan espontáneo, y a Mia Farrow se la ve tan contenta, tan divertida, que no parece posible que nadie lo haya escrito, dirigido o comandado: ella está de fiesta también en el set de filmación, y se escapa del director y de la película como se escapa de su marido; y la cámara, que suele ser tirana pero a veces es misericordiosamente esclava, se rinde ante ella y se somete a registrarlo. Cuando miraba la película de Luhrmann, me golpeó con claridad de epifanía la realización de que un momento así ya no es posible en un cine como éste: nada espontáneo puede ocurrir en el cine 3-D, nada puede escapar al dictado de ese aparato de captura en que se ha convertido la cámara: los actores ya no son personas, sino soportes para la tecnología digital, y a lo máximo a lo que pueden aspirar es a entregarse a ella y de alguna manera trascenderla: es el caso de DiCaprio, cuya presencia, dotes actorales y fama le permiten, si no vencer, desafiar al hechizo CGI que sumerge a sus compañeros de pantalla, como a la Daisy de Carey Mulligan, que sucumbe sin un gemido de protesta: no hay actuación ni vida, apenas materia prima para que la tecnología digital haga lo suyo, y lo mismo puede decirse del resto, con la parcial excepción de la Jordan Baker de la debutante australiana Elizabeth Debicki, que logra el milagro de sugerir, a veces, que debajo de la cobertura digital palpita un ser humano.

La conjunción de la tecnología digital y el 3-D anuncian que el cine ha entrado en una nueva fase, y que la dicotomía de sus orígenes, entre cine-reproducción y cine-invención, entre Lumière y Méliès, vuelve hoy a inclinarse hacia el segundo término, como ya había sucedido en la época dorada de Hollywood que Luhrmann está decidido a celebrar y revivir (no debe ser casual que otra reciente película que ha llevado el 3-D al mainstream estéticamente respetable, la Hugo Cabret de Scorsese, sea un homenaje a Méliès). El cine se aleja de la fotografía y se acerca al dibujo animado: rebelarse contra eso es tan absurdo y, sobre todo, tan inútil como hubiera sido rebelarse contra el sonoro en nombre del mudo, o contra el color en nombre del blanco y negro. Y sin embargo, como Fitzgerald nos enseña, podemos albergar en el cerebro ideas contradictorias, y seguramente también, en el corazón sentimientos encontrados: la nostalgia nos permite añorar lo pasado, sin por eso desear que vuelva ni renegar del presente.

El gran Gatsby es un clásico: es decir, un libro que cada época debe recrear para entenderse a sí misma, y el cine así lo hizo: se hizo una versión muda (hoy perdida) en 1926, una en blanco y negro, con Alan Ladd, en 1949; una analógica en color en 1974 y ahora una digitalizada en 3-D. En treinta o cuarenta años, cuando el cine haya cambiado una vez más, de maneras tal vez hoy inimaginables, los que sigamos con vida podremos asistir a nuevas configuraciones de “ese polvo vil que flota en la estela de los sueños”.

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