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Domingo, 30 de junio de 2013

La invención de Morelli

 Por Miguel Vitagliano

Mientras corrige Rayuela, Cortázar escribe en una de las cartas a su editor Paco Porrúa acerca de cómo le gustaría que sea el lanzamiento del libro. Quiere que se haga hincapié sólo en aspectos de la novela, en su “denuncia a la inautenticidad de las vidas humanas” y en la constante ironía, incluso contra sus propias páginas cada vez que amagan un atisbo de “seriedad filosófica”. Y agrega: “Después de Sobre héroes y tumbas, vos comprendés que lo menos que podemos hacer por la Argentina es denunciar a gritos a esa ‘seriedad’ de pelotudos ontológicos que pretenden nuestros escritores”.

La carta es de enero de 1962, un año y medio antes de la publicación de Rayuela, lo que deja entrever la relación cómplice y transferencial con su editor, en la que había lugar también para contarle que suele vacilar cuando está por suprimir algún pasaje porque sospecha si no es “el hombre viejo” que hay en él, un escritor de 48 años, el que pretende salir en defensa de una estética conservadora: “Una reacción en nombre de ciertos valores formales que hacen la gran literatura. Y vos conocés lo bastante a Morelli para saber que (...) lo que quiere es hacer polvo esos valores porque le parecen la máscara podrida de un orden de cosas todavía más podrido”.

Lo que Cortázar afirmó con Rayuela fue mucho más incisivo que su negativa a participar de la “seriedad” consuetudinaria que pesaba sobre la literaria argentina. Propuso que la vanguardia estética también podía dejar de ser “seria”, que era posible reemplazar el sacrificio por la irreverencia y el dolor por el juego. Y también que la novela no debía claudicar su carácter eminentemente popular, que había que persistir en esa búsqueda incesante sin anuncios de llegada. Eso último no era una concepción reciente, ya la había echado a rodar en 1950, cuando aún vivía en Buenos Aires y no tenía publicado su primer libro. La novela como “el instrumento verbal necesario para el empoderamiento del hombre como persona” y su historia como los pasos necesarios en ese derrotero. Una visión teñida de un humanismo que los ’60 habrían de cuestionar por ilusorio y que, sin embargo, Cortázar mantuvo –sin advertir ningún límite en eso– al mismo tiempo que desarrollaba nuevas ideas. Como la función decisiva del lector en la literatura contemporánea, algo que sí sintonizaba a pleno con las posturas críticas de la década.

Sin duda que lo fundamental de la búsqueda de la novela y el nuevo papel del lector no tenían lugar en el “Tablero de dirección” de Rayuela, en todo caso lo que asomaba allí era el desconcierto de que hubiese algo tan irrisorio como esa guía. Lo fundamental, si se quiere, refulgía en la incomodidad del lector perdiéndose o encontrándose en la profusión de referencias y el collage de citas. Y sobre todo en el contrapunto entre esos personajes que daban vueltas por París y Buenos Aires, y el viejo Morelli, ese desconocido para todos los demás que se accidentaba en la calle, el escritor al que terminaron por curiosearle los papeles en los que teorizaba sobre un nuevo arte de la novela.

Una paradójica irreverencia, porque el viejo Morelli había escrito lo que esos jóvenes apenas si podían hablar, y porque sus notas, que son la arquitectura conceptual de Rayuela, no hacen sino poner en acto uno de los procedimientos más tradicionales del género novelesco, el del “manuscrito encontrado”. En ese contrapunto entre la innovación y el recurso tradicional, reside la confianza de Cortázar en la novela como forma singular de indagación. Un convencimiento asentado en su doble carácter: es un género, un soporte que cambia sus reglas a lo largo de la historia, y a la vez es una forma narrativa, una manifestación transhistórica que no se somete a ningún formato. De ese modo Rayuela sólo sería una antinovela –como Cortázar solía definirla– con respecto al género, no en cuanto a su forma. Y ése es el primer paso que abre su búsqueda, un intento por liberar la forma del género, o lo que Cortázar llamó “la gran literatura”, un desprendimiento que Morelli, en sus notas, escribe a su modo: “Si el volumen o el tono de la obra pueden llevar a creer que el autor intentó una suma, apresurarse a señalar que está ante la tentativa contraria, la de una resta implacable”.

En cada nota Morelli reflexiona sobre un escrito que proyecta realizar; insiste en que debe “asumir un texto desaliñado, desanudado, incongruente, minuciosamente antinovelístico (aunque no antinovelesco)”, y que su método será “la autocrítica incesante, la incongruencia, la imaginación al servicio de nadie”. Quizá Morelli sea, en efecto, el alter ego de Cortázar o –y no es lo mismo– un alter ego del fantasma de Rayuela; de cualquier modo se trata de la invención de un escritor, un artificio nada peculiar. Es indudable que su nombre evoca al personaje de Bioy Casares; en La invención de Morel hay una máquina que lo contiene todo al mismo tiempo que es una “resta implacable” de la vida, y Morelli es una máquina aislada a la que nada se le escapa. Pero esas operaciones acaso sean un pasaje que conduzca a otro escritor, a Pierre Menard, el personaje del primer cuento que Borges se decidió a escribir luego de una larga convalecencia por un accidente; un golpe con el filo de una ventana, no un accidente en la calle. Pierre Menard copia palabra por palabra El Quijote y no sólo se arroga su autoría, está convencido de que su novela es más lograda que la de Cervantes: su Quijote contiene al anterior, mientras que el de Cervantes apenas puede mantenerse en su propio tiempo.

La ironía borgeana apunta, sobre todo, hacia las novelas: ¿hay posibilidades de que cada una no sea una máquina apenas remozada que repite siempre la misma novela? Morelli podría acordar con esa sentencia; en definitiva, también él reflexiona sobre una novela que va restándole posibilidades de escribirla, y se inclina igual que Borges por lo antinovelístico. Cortázar, en cambio, sería más renuente a aceptar una coincidencia. No sólo porque –a diferencia de Borges– no encontraría ningún reparo en la laboriosa tarea de escribir más de 500 páginas de una novela, sino porque confía más que Morelli en que lo novelesco se imponga a lo novelístico en Rayuela, es decir cuenta con la ironía irreverente más que con el sacrificio.

En esa diferencia quizá resida un motivo para atenuar la tendencia a reconocer en Morelli un alter ego completo de Cortázar. De lo que no hay dudas es que Morelli y Pierre Menard son opuestos: uno puede escribir su novela porque está convencido de que debe repetir otra, y el otro está imposibilitado de escribir la suya porque no acepta repetir ninguna. Sin embargo, como suele ocurrir, los opuestos perfectos terminan por reconocer sus afinidades: Morelli, al final de cuentas, escribe su novela dentro de la novela de otro. Y en ese caso, por qué no, Cortázar terminaría remedando a Pierre Menard, con la diferencia de que tiene como modelo a Morelli y no a Cervantes.

Existen obstáculos posibles para pensar esa lectura, pero podrían atenuarse tratándose de una novela como Rayuela que coloca en el centro de su construcción lo que pueden hacer los lectores. ¿El Quijote y Rayuela? Sobre su libro inconcluso, Morelli dejó una página en la que sólo escribió una frase que se repite en la superficie completa del papel, como un muro: “En el fondo sabía que no se puede ir más allá porque no lo hay”. Es muy posible que Cortázar se reconociera en ese límite, en cambio los lectores que han atravesado su Rayuela ya no tienen dudas –y a tal punto que ignoran que la hayan tenido alguna vez– de que ahí donde no hay nada es cuando comienza el recuerdo de que queda todo por inventar.

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