rosario

Lunes, 23 de enero de 2006

CONTRATAPA

La resurrección de Anuncio

 Por Por Sonia Catela

Se cree que Lepes resucita a sus enfermos, que ante cuerpos entregados y donde la ciencia médica debe dar paso al embalsamador o al funebrero, él todavía tiene qué hacer; les toma la mano (esto se sabe por espionajes clandestinos), les refriega con ungüentos una zona precisa de la nuca y -dicen-; que su eficacia reside en las rápidas e inaudibles palabras que extiende sobre los despojos como una pantalla, o una red; se conjetura que estas palabras llaman a mi Anuncio, que Anuncio escucha esa única voz atravesadora, el mismo Anuncio que desdeña desgarros de su madre y mis lágrimas de esposa, llantos de acreedores y de enemigos que lamentan no poder ejecutar sus venganzas o sus créditos. Anuncio sólo oye la voz que sabe, la que Lepes adivinó o le fue revelada en sus tonos exactos, la fórmula, el arriba o el detrás, el único decir que pueden escuchar quienes se hallan más allá del río último, antes de internarse en la eternidad, la nada, el infinito o la descomposición de las ideas, que incluyen el idioma.

Lepes toma el cadáver -lo atisbo por una rendija imperceptible-; y cambia la orientación del muerto, cabeza al norte y brazos en cruz; el médico canturrea salmos, pero mi hombre permanece rígido aun cuando las páginas avanzan bajo los dedos veloces del terapeuta y los versículos se recitan inaudibles y vertiginosos en los oídos yertos, sin producir la menor vibración en la atmósfera. Se cree que envenenados con cicuta y suicidas de venas vacías no resisten la tentación de volver a probar gozos, pues Lepes les recuerda los ciruelos florecidos y esas primicias virginales de piernas esbeltas y risa abierta, que les resultan irresistibles a los que se internan en las miasmas de la muerte, donde es dado el consuelo de olvidarse a uno mismo y hasta de preguntarse quién o qué era uno mismo, si gorrión que ajetreaba ramas de olivo o aceituna que caía al fin del verano, hasta borrarse toda pregunta.

Así se aferró Limas Pérez a la intangible cuerda y se arrojó palabra en boca, incorporándose dentro del círculo de sus parientes, pidió un plato de queso y vino y contó de cavernas donde yacían ideas a las que no se les había puesto nombre todavía, y que trajeran música y papeles y una calculadora que a él lo regresaba el violento apetito de resolver una cuestión de matemáticas, vista y acuciantemente deseada durante su peregrinación por las formas y las esencias, pero mi hombre, pese a los giros de Lepes alrededor de la camilla y a sus conjuros silenciosos y convincentes, no registra ni una duda en que se mantendrá en ausencia; el crepúsculo cae y Lepes debe salir y dar la mala nueva; él, que resucita -se cree- a descuartizados y a carcomidos por la peste negra no ha sabido tentar a este hombre -se dirá-, o ni siquera ha traspuesto el río final donde mi amadísimo se alivia convirtiéndose en aire, o transformándose en la raya del fantasma de un tigre; se hablará del fracaso de Lepes, se dirá que él no maneja otras leyes que las físicas, las leyes de las tres dimensiones y los cuatro elementos fundamentales, sin embargo no parece acusar amargura cuando me toma de los hombros y me susurra sin aliento la noticia de la obcecación de mi esposo, que en vano él le ha escrito llamados en el idioma de los muertos, puro sonido o aire, acicates infalibles para a quien tironea un regreso. Pero nadie en este cuarto ya nos escucha, no quedan dudas, Anuncio no quiere oírme, le habrá puesto nombres horrendos a alguna imagen que me representa: ¿tediosa? ¿inaguantable? o se habrá apoderado de secretos que nos conciernen y que le repugnan, mi esposo ratifica su repudio, se interna donde va recuperándose en su oquedad original y vaciándome a mí, de toda marca oral, vestigio, olor; o quizá todo esto no pase de fraude, la representación de un impostor. Al separarse, Lepes me pone un papel en la mano, plegado.

Es la letra de Anuncio. Su exacta firma -puesta al pie de un abominable mensaje: "ojalá hubiese podido quererte, no pude"- y la rúbrica con ese apodo que sólo conocíamos ambos.

Tengo que vengarme de la verdad, pero ¿cómo? Me arrojo en brazos de los afligidos deudos, lloro mi irreversible, inconsolable viudez.

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