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Viernes, 16 de julio de 2010

Y dale alegría a mi corazón

 Por Paula Jiménez

La histórica noche del miércoles y la madrugada del jueves, mis amigas y yo estábamos en la Plaza del Carmen de Rivadavia y Callao siguiendo la sesión por tv. Mientras escuchábamos algunos de los argumentos tuve tiempo de pensar mucho. Pensé en mi adolescencia, por supuesto, cuando todo empezó. Cuando yo empecé. Pensé en cuando a mi ex novia y a mí nos pegó un tipo en Resistencia en el año ‘98 porque íbamos de la mano. Pensé en que Marta Dillon nos quiso hacer una nota sobre lo que había pasado y que yo no me atreví, no quise hablar. Pensé en el padre de mi primera novia que me echó de su casa y que después cagó a palos a su hija. Pensé en ella, que me vino a ver horas después con un ojo morado. Pensé en cuando a mi querido Luciano, a Alejo y a mí nos agarró una razzia en Experiment, hace 20 años, y nos pasamos unas horas temblando de miedo de que nos llevaran en cana. Pensé en que hace un año me parecía imposible, hace unos meses improbable y que, incluso estando ahí, en Plaza del Carmen la noche del 14 de julio mirando esos horribles plasmas, una posible ley de igualdad me seguía pareciendo increíble. Pensé: ¿qué hace gente como Negre de Alonso o Rodríguez Saá discutiendo sobre un derecho nuestro que, como buen derecho, ni siquiera debería estar sujeto a debate? Pensé si no es demasiada la “tolerancia” con la que nuestra comunidad se ha tenido que armar para soportar que una mayoría se sintiera con el derecho a decidir sobre nuestras vidas. Pensé en muchos de los que conocí de jóvenes y que no llegaron vivos a esa noche. Pensé en mí, en nosotros, dos décadas atrás imaginándonos la vida que se nos venía encima, la que tendríamos que construir. Pensé en que me da orgullo escribir para este medio. Pensé en el 2008, cuando empecé a colaborar, las cosas eran muy distintas, mi vida era muy distinta. Pensé en los diversos modos en que aportamos nuestro granito de arena para este inmenso cambio. Pensé en la liberación de la palabra que es, para mí, la liberación del espíritu. Pensaba rodeada de amig@s cuando entró Alex Freire a la pizzería y anunció que la victoria sería nuestra. Entonces, pensé que deberíamos cruzar Rivadavia, cagarnos un poco de frío con las demás personas que estaban ahí, en la plaza. Por momentos pensé que quizás Alex se había equivocado. Que si eso pasaba no lo sentiría como una derrota, que no lo debería sentir como una derrota, que en ese plano tengo training para soportar que las cosas no salgan bien. Pero pensé también que tal vez sería distinto, que esta vez... ¿por qué no esta vez? Pensé en que ni siquiera quería pensar en una posible amargura. Y cuando el momento llegó, les juro que no pensé. Abracé a mi gente querida, a mi gente amada, y lloré, lloré, lloré como nunca había llorado, con una alegría plena, una alegría nueva que, les aseguro, no sabía, siquiera, que podía existir.

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